Como analista de la Agencia Central de Inteligencia, vi los comentarios del Presidente Donald Trump enfrente del Muro Conmemorativo de la agencia este fin de semana pasado con cierto interés.
Aun cuando ciertos elementos de la charla de Trump me parecen inusuales —por ejemplo, ¿por qué hablar en la agencia fuera de la semana laboral de lunes a viernes que es típica para la mayoría del personal de la CIA?—, esos elementos han sido cubiertos por otros. Sin embargo, esa cobertura omite dos elementos importantes.
Primero, el Muro Conmemorativo, como el monumento de cualquier organización a sus caídos, es un lugar especial. Tomar a la ligera la cantidad de oficiales caídos es una ofensa: estas personas —hombres y mujeres— cayeron sirviendo a su país.
Como empleado, uno puede caminar por el vestíbulo que alberga al Muro Conmemorativo un par de veces a la semana sin pensar en él realmente. Eso cambia el día en que uno pasa y, sin anuncio o fanfarria, se graba una nueva estrella en el muro.
Una vez me sorprendió ver una estrella nueva al ser grabada en el muro. Fue a media mañana, cerca de la hora del almuerzo, y a pesar de que la gente trabajaba y pasaba por el vestíbulo, no había un sonido aparte del taladro del artesano: la gente pasaba por el vestíbulo en un silencio reverente.
Fui afortunado: nunca conocí alguien cuya muerte fue conmemorada en ese muro. Sin embargo, ver una estrella nueva en el muro siempre fue un momento para detenerse y reflexionar. Era un recordatorio brutal y desgarrador de que “otro día en la oficina” era, para muchos de mis ex colegas, algo peligroso.
Antes de que esto sea visto como otro ataque contra Trump, les pido que imaginen por un minuto si él hubiera bromeado sobre los hombres y mujeres quienes murieron en cualquiera de las guerras de Irak, o en la guerra de Vietnam, o la guerra de Corea, o durante la Segunda Guerra Mundial. Sin importar qué haya sentido uno con respecto a esos conflictos, o las administraciones que los supervisaron, nosotros, como pueblo, tratamos a los caídos con el debido respeto, no con frivolidad.
Segundo, me anonadó cuando Trump dijo que “probablemente casi todos en esta sala votaron por mí, pero no les pediré que levanten la mano si lo hicieron. Pero les garantizo una buena parte, porque todos estamos en la misma onda, amigos”.
Dejando de lado el menosprecio previo de Trump por la Comunidad de Inteligencia, uno debe entender que la agencia, al contrario de los departamentos de estado y defensa, es inusualmente apolítica. De hecho, solo hay una nominación política: la del director. La fuerza laboral es profesionalmente apolítica, para que pueda seguir cumpliendo la Ley Hatch.
Sin embargo, más importante aún es el juramento que yo y mis colegas oficiales de inteligencia hicimos al unirnos a la agencia:
Yo… juro solemnemente que apoyaré y defenderé la Constitución de los Estados Unidos contra todos los enemigos, extranjeros y locales; que le mostraré verdadera fe y lealtad a la misma; que asumo esta responsabilidad libremente, sin alguna reserva mental o propósito de evadirla, y que cumpliré bien y fielmente los deberes de la oficina a la que estoy a punto de entrar.
En pocas palabras, los oficiales de inteligencia no le juran vasallaje al presidente sino a la Constitución.
Por quién votamos y lo que creemos existe más allá de nuestro compromiso con ser analistas profesionales comprometidos con la preservación y el avance de los intereses nacionales de EE.UU.
Incluso el juramento al cargo de los militares de EE.UU. subordina el compromiso a seguir las órdenes del presidente a la protección y preservación de nuestros derechos constitucionales.
Esta no es una diferencia académica: ninguno de los caídos murió por el Presidente Trump. Murieron porque sirvieron a su país.
Esperar que nuestros servidores públicos y miembros de las fuerzas armadas sean leales a una persona, versus la Constitución que nos confiere todas nuestras libertades civiles básicas, es un camino seguro a la tiranía.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek