Por extraña que haya sido, la transición de Barack Obama a Donald Trump no será la entrega presidencial más rara. La nación estadounidense básicamente se disolvió entre la elección de Abraham Lincoln, en noviembre de 1860, y su toma de posesión en marzo de 1861 por su determinación a resistirse a la expansión de la esclavitud. Siete estados se separaron de la Unión antes de que Lincoln fuera juramentado, y el futuro emancipador tuvo que viajar a Washington para su toma de posesión disfrazado, e incluso sufrió un intento de asesinato.
La Depresión empeoró mientras Franklin Roosevelt esperaba hasta marzo de 1933 para ser juramentado, lo cual es una de las razones de que la fecha inaugural de todo presidente desde entonces se movió a enero. En 1980, la crisis de los rehenes iraníes consumió las últimas horas de Jimmy Carter en el cargo, y en 2000, mucho de la transición entre Bill Clinton y George W. Bush quedó en el limbo mientras Al Gore y el gobernador de Texas peleaban por el recuento de Florida que determinó quién había ganado la elección.
La transición Trump-Obama ni siquiera es tan tumultuosa. Más bien, es más extraña que calamitosa. Hemos visto la firma del magnate tuiteador: puyazos al New York Times y Kim Jong Un; la creencia crédula de Trump en Julian Assange y Vladimir Putin y sus constantes muestras de desdén a los profesionales de inteligencia de Estados Unidos; mítines de victoria mucho después de que la victoria se completó, y designaciones que iban de lo competente (Robert Lighthizer como representante comercial) a lo extraño (Dr. Ben Carson como secretario de vivienda y desarrollo urbano, aun cuando sabe poco de una y otro).
Lo más sorprendente de la bravata postelectoral de Trump es la manera rara y deslucida en que Obama deja la presidencia. Sus últimas semanas en el cargo han sido principalmente una serie de gestos inconexos. Si uno piensa en la toma de posesión de Obama, cuando más de un millón de espectadores se apiñaron en la Explanada Nacional para darle un vistazo al primer presidente afroestadounidense del país, sus últimos días se sienten flácidos. Por supuesto, Obama todavía podría sorprendernos; él seguirá en el cargo hasta el 20 de enero, un interregno que incluye un “discurso de despedida” en su ciudad de Chicago. Tal vez él dé un gran discurso digno de su presidencia pionera. Pero desde la elección de noviembre, el Presidente de la Audacia ha sido, a lo más, el Presidente Sin Dirección.
Cuando se trata de Oriente Medio, las acciones de Obama en sus últimos días como presidente parecían más maleducadas que productivas. La decisión de Estados Unidos de abstenerse de votar en una resolución de la ONU condenando los asentamientos israelíes ilustró la ira estadounidense con el gobierno de Benjamin Netanyahu, pero hizo poco para romper el punto muerto entre Israel y la Autoridad Palestina. No es que Obama buscara una nueva política radical, como acusaron algunos en la derecha. Las administraciones estadounidenses desde hace mucho han instado a los israelíes a dejar de construir asentamientos en los territorios que han ocupado desde la Guerra de los Seis Días en 1967. Pero este puyazo a Tel Aviv, incluso si era acorde con la política exterior de Estados Unidos, solo empujó al gobierno de Netanyahu todavía más cerca de la entrante administración de Trump, la cual parece tener una actitud de “¡Construyan todo lo que quieran!”
Realizada pocos días antes de que Trump sea juramentado, la votación en la ONU fue profundamente insatisfactoria, y llevó a un resultado predecible: Trump pió en Twitter que ya iba ayuda a Israel, y Netanyahu le hincó el diente. Para empeorar las cosas, el discurso del secretario de estado, John Kerry, resumiendo las razones de la abstención lograron alejar incluso a Gran Bretaña, la cual votó a favor de la resolución. El aliado de Estados Unidos reprendió las pullas de Israel al “gobierno derechista” de Israel, insistiendo en que toda democracia tiene el derecho de elegir a los políticos que quiera. La crítica de Londres fue vista ampliamente como un intento de la primera ministra británica, Theresa May, de granjearse a la administración de Trump.
ÚLTIMO DESLUMBRE: Las charlas ingeniosas e irónicas de Obama con unos cuantos entrevistadores fueron las raras cosas positivas en sus meses finales en la Casa Blanca. FOTO: CARLOS BARRIA/REUTERS
El fiasco en la ONU de Obama se trató más de resentimiento que de principios. Contraste eso con el final del período de Bill Clinton en 2000, cuando estadounidenses, israelíes y palestinos se reunieron en la ciudad de Taba en el Sinaí egipcio para forjar un acuerdo de paz.
¿Y qué hay con la afirmación de Obama de que él habría derrotado a Trump si se le hubiera permitido postularse de nuevo? El presidente hizo esa declaración sin provocación, innecesaria y contrafáctica a finales de diciembre en el podcast presentado por su asesor de toda la vida David Axelrod. Obama y el resto de nosotros no podemos saber lo que habría pasado si el límite de dos períodos se hubiera retirado mágicamente. Su presunción recordó un viejo sketch de Saturday Night Live que imaginaba si Eleanor Roosevelt pudiera volar. (“Un experto de Lockheed” opinaba que las pruebas de viento en mujeres viejas mostraban que no son especialmente aerodinámicas.)
Claro, tal vez Obama habría derrotado a Trump. Una encuesta reciente sugiere eso, pero sabemos cuán poco confiables han sido las encuestas este año al medir contiendas reales, ya no digamos una hipotética. Ganar o perder en ese encuentro de “liga de fantasía”, es una presunción ociosa que subestimó a Trump, Hillary Clinton y, sobre todo a Obama.
La revocación abrupta de la administración de Obama del proyecto de oleoducto Dakota Access fue recibida con vítores por los manifestantes quienes trataban de detener la empresa, la cual ellos decían que amenazaba tierras indígenas. El 4 de diciembre, el Cuerpo de Ingenieros del Ejército dijo que buscaría otra ruta para el oleoducto. Las compañías de energía detrás del proyecto olieron políticas, acusando en una declaración que la directriz de la Casa Blanca era “la última en una serie de acciones políticas manifiestas y transparentes”. No se tiene que estar de acuerdo con los Gigantes Energéticos para sentir que las acciones de la administración de Obama fueron, a lo más, a destiempo. Pudieron tomar la misma decisión semanas antes o dejársela a la administración de Trump para que lidiara con ella. Más bien, recibió aplausos modestos de los manifestantes, quienes se preguntaron por qué la decisión no se dio antes, y denuncias de los aliados de Trump quienes quieren construir el ducto.
Afortunadamente, no todo lo que ha hecho Obama desde la elección ha sido un fiasco. Condimentando los momentos deslucidos estuvo su última ronda de entrevistas: charlas ingeniosas e irónicas con los comediantes Bill Maher y Trevor Noah, el escritor Ta-Nehisi Coates y el viajero gastronómico Anthony Bourdain. (La Casa Blanca contactó al anfitrión viajero y chef de CNN para reunirse en Hanói, Vietnam, para sorber fideos juntos porque, bueno, ¿por qué no?)
Por muchas razones, no solo el ego, Obama debería estar machacando su legado en casa, haciendo un fuerte argumento final cuando los republicanos corren para aniquilar todo lo que él ha hecho. No es suficiente con solo presumir los logros de uno; los mejores discursos de despedida han incluido sorpresas que muestran una visión, ofreciendo un camino después de la presidencia. Las mejores de estas incluyen el famoso llamado de Dwight Eisenhower a estar atentos del complejo militar industrial y la advertencia de George Washington contra las implicaciones extranjeras. Gerald Ford sorprendió a muchos al usar sus últimos días en el cargo para presionar por la condición de estado de Puerto Rico.
Otra buena razón para que Obama acabara con el cuadro en su discurso de despedida es que en realidad ni siquiera dejará Washington. Él será el primer presidente en permanecer en D.C. desde Woodrow Wilson, debilitado después de una apoplejía, mudándose de la Casa Blanca a una vivienda de piedra parda en el aristocrático vecindario Kalorama, a pocas calles de donde Jared Kushner e Ivanka Trump compraron una casa y donde Obama rentará una hasta que su hija menor se gradúe de la Escuela Sidwell Friends.
Ello es una crianza admirable, pero permanecer en la capital, incluso si mantiene un bajo perfil, les niega a él y al país la catarsis de ver al presidente dejar la ciudad, un símbolo que se ha vuelto una parte tan grande de la transición como la toma de posesión del nuevo presidente. Piense en el famoso gesto de despedida de Richard Nixon enfrente de un helicóptero Marine One después de su renuncia, antes de dirigirse a casa en San Clemente, California. Concedido, ello se dio después de nuestra “larga pesadilla nacional”, pero la imagen de un presidente yendo a casa se ha convertido en una característica de las tomas de posesión.
Es difícil darte un adiós cordial si nunca te vas. Es todavía más difícil si las últimas semanas de un presidente elocuente son un desastre cacofónico.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek