LOS FOLLETOS CAYERON del cielo en Alepo y daban advertencias graves. “Si no abandonan estas áreas rápidamente —exhortaban a los civiles— serán aniquilados. Sálvense… Todos los han dejado solos para enfrentar su condena…”.
Conforme las fuerzas del gobierno sirio continúan arrollando el este de Alepo, el último bastión de la oposición rebelde en esta ciudad devastada por la guerra, los folletos no son solo una advertencia para los residentes; también son un indicio de que el presidente Bashar al-Assad está a punto de la victoria. Fue hace apenas un año que los rebeldes parecían estar a un paso de tomar Alepo, otrora la desbordante capital comercial de Siria. Pero gracias a una campaña de bombardeos rusos masivos, el oftalmólogo convertido en hombre fuerte se ha sostenido en el poder, y ha reducido la ciudad a escombros.
Pero incluso con Alepo bajo el control del régimen, la guerra civil siria todavía estará lejos de acabarse, y el conflicto promete ser una pesadilla para el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, tal como lo ha sido para su predecesor, Barack Obama.
Así no es como Estados Unidos quería que acabara la guerra; Washington otrora esperaba que los rebeldes moderados se quedaran a cargo de una Siria democrática después de Assad. Eso no sucedió, y mucha de la oposición dominada por los suníes en gran medida se ha transformado en una variedad confusa de grupos yihadistas radicales. Ahora, a la Casa Blanca se le han agotado las opciones para desafiar a Assad, y a pesar de que ha condenado el asalto del régimen a Alepo, la administración de Obama tampoco ha hecho algo para detenerlo. “En esencia, la política de Estados Unidos se ha convertido en aquiescencia en la recaptura de Siria por Assad”, dice Joshua Landis, director del Centro de Estudios de Oriente Medio en la Universidad de Oklahoma. “Es claro que la administración de Obama ha decidido que no puede arriesgarse a remover a Assad de Damasco. Los rebeldes son demasiado islamistas, demasiado radicales”.
Más bien, durante el último año, Estados Unidos y sus aliados se han concentrado en dos cosas: “Combatir al Estado Islámico y evitar comenzar una guerra con los rusos por accidente”, dice un alto diplomático europeo quien pidió el anonimato porque no está autorizado a hablar oficialmente.
Esta postura —dejar a Assad en su lugar y enfocarse en combatir al grupo Estado Islámico (EI), en coordinación con los rusos, de ser necesario— es precisamente la que propuso Trump durante la campa- ña de 2016. “Trump simplemente ha articulado la que en realidad ha sido la política de Estados Unidos” por al menos un año y medio, dice Landis. Quizá por primera vez este año, eso pone a Obama y Trump en un acuerdo en política exterior. Ambos son escépticos de la doctrina neoconservadora de la democracia a través del cambio de régimen, y ambos concuerdan en que el EI, no Assad, es la principal amenaza a la seguridad del mundo (y de Estados Unidos). Incluso la idea de Trump de combatir al EI junto con Putin es de Obama; por meses, el secretario de Estado John Kerry discutió operaciones conjuntas contra los milicia- nos con su par ruso, Sergei Lavrov, en Ginebra.
Fue Hillary Clinton, como secretaria de Estado de Obama, quien presionaba por el “cambio de régimen y la promoción de la democracia después de la Primavera Árabe [de 2011]”, dice el alto diplomático. Pero para 2014, después de que Estados Unidos no pudo hallar aliados de- mocráticos y seculares tanto en Libia como en Siria, la Casa Blanca “se rindió con el cambio de régimen. Obama le metió el freno”.
La política de Trump para Siria está lejos de ser clara, pero él ha sido un crítico franco del cambio de régimen en Libia e Irak. Pero el problema de Siria podría no ser más fácil para él de lo que fue para Obama. Incluso si el EI puede ser destruido en el terreno y Assad com- bate a los rebeldes restantes en Siria hasta un punto muerto, la victoria militar no traerá alguna solución política sencilla. “No hay posibilidad de que los generales [de Assad] se sienten con los grupos rebeldes como Ahrar al-Sham y elaboren una forma factible de gobierno”, dice Landis. Y la victoria del régimen fortalecería a Irán, la nación que la mayoría de los asesores de Trump ve como la mayor amenaza a los intereses y aliados de Estados Unidos en Oriente Medio.
En abril, Trump prometió contratar “voces nuevas”, en vez de ma- nos viejas en política exterior “quienes tienen currículos perfectos, pero tienen muy poco que presumir excepto su responsabilidad en una larga historia de políticas fallidas y continuas pérdidas en guerras”. Como lo señala Aron Lund, un experto en Siria para el Instituto Carnegie en Washington, D. C., el entendimiento del magnate neoyorquino de bienes raíces de los detalles políticos durante la campaña fue vago. Sus posturas declaradas incluían “bombardear a muerte” al Estado Islámico, quejándose de que los kurdos merecían más apoyo y jugueteando con la idea de una “zona segura” dentro de Siria.
Cuando se trata de Siria, la política exterior del equipo de Trump, señala Lund, incluye una mezcla excéntrica de cabilderos y especialistas de derecha. Un asesor eminente de la campaña de Trump es Jack Kings- ton, un excongresista republicano de Georgia, y es un cabildero pagado por la oposición siria. La lista de asesores en política exterior de Trump también incluye a Walid Phares, un controvertido comentarista de Fox News y exmiembro de la milicia Fuerzas Libanesas, quien reprende con regularidad a la Casa Blanca por no haber intervenido lo bastante pronto en Siria. Phares recientemente atacó a Obama por no haber “acabado” a Assad durante los primeros años de la guerra. Sin embargo, el presidente electo parece estar solo vagamente familiarizado con las opiniones de su asesor aparente y en cierto momento incluso pareció creer que Phares, un activista cristiano de toda la vida, era musulmán.
Su equipo está igualmente desarticulado con respecto a Rusia. El representante republicano Mike Pompeo de Kansas, elegido por Trump para dirigir la CIA, ha sido escéptico sobre los motivos de Moscú en Siria, diciéndole a un foro de política exterior en Washington el año pasado que el presidente ruso, Vladimir Putin, está “malditamente inclinado a cambiar el futuro geopolítico”. Él también sugirió que la meta real de Rusia es tratar de afianzarse en Oriente Medio. El nuevo asesor de seguridad nacional de Trump, el teniente general Michael Flynn, por otra parte, ha aparecido frecuentemente en la televisora RT patrocinada por el Kremlin y desde hace mucho ha defendido el trabajar con Putin. “Rusia tiene su propia estrategia de seguridad nacional, y tenemos que respetar eso”, dijo Flynn en RT en abril. “Tenemos que tratar de resolver esto: ¿cómo combinamos la estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos con la estrategia de seguridad nacional de Rusia, a pesar de to- dos los retos que enfrentamos?”
Sin embargo, para Trump, llegar a un acuerdo con Assad y Putin es menos una cuestión de ideología que de reconocer la realidad del terreno, razón por la cual tomar Alepo en los últimos meses de la presidencia de Obama se ha vuelto una prioridad para Moscú y Da- masco. “Pienso que debemos conceder que Assad ganó”, dice un alto comandante militar británico, bajo la condición del anonimato dado lo sensible del asunto. “La única manera de terminar con la horrenda catástrofe humanitaria es darle a él la victoria”.
“NO QUEDA NADA”
Permitir que Assad permanezca en el poder sería un fracaso enorme para Naciones Unidas; sus fuerzas han matado a demasiados civiles y lo han hecho indiscriminadamente. Pero para muchos analistas sirios, también es necesario. Permitirle permanecer es la única manera real de terminar la guerra, la única manera de ayudar a casi un millón de personas que vive bajo sitio en Siria, sin mencionar los nueve millones que están desplazados internamente o los casi cinco millones de refugiados, quienes quieren regresar a casa.
“[La situación en Alepo] es el comienzo del fin”, dice Abdullah, un activista quien se negó a dar su apellido, temiendo un castigo por hablar. Él comienza a hacer planes para dejar la ciudad donde nació, donde otrora jugó en la calle y donde asistió a la universidad. “No queda nada —dice—. La ciudad que conocíamos se ha perdido”.
La destrucción de Alepo, otrora la segunda ciudad más grande de Siria, ha sido constante y brutal. Primero hubo la guerra urbana; luego se dieron las bombas de barril, las cuales las fuerzas de Assad soltaban, al decir de muchos analistas, con la meta explícita de matar tantos civiles como fuera posible. Cuantas más bombas cayeron, la ciudad se convirtió en una tumba gigantesca, donde los sobrevivientes batallaban para recibir atención médica y dejar a sus hijos en escuelas improvisadas.
Pero la vida en Alepo ha empeorado significativamente desde septiembre de 2015, cuando los rusos empezaron a bombardear la ciudad sin cesar en nombre de Assad. Moscú ha empleado la misma estrategia que usó para destruir Grozni, la capital chechena. Esta estrategia ha roto el punto muerto y ayudó al régimen, pero ha matado y aterrorizado a más civiles sirios que antes. Miembros de los Cascos Blancos, un equipo de rescate de voluntarios sirios, recuerdan que trataron de ayudar a ci- viles atrapados bajo los escombros, solo para que los rusos lanzaran un “doble disparo”, una segunda bomba para provocar el máximo daño a los servicios de emergencia.
Las cosas solo empeoraron para los civiles conforme el gobierno sirio reguló estrechamente el acceso a la comida para controlar a los lugareños quienes se atrevían a resistirse a Assad. Todo esto fue parte del sitio al este de Alepo, una acción que incluía el ataque deliberado a médicos e instalaciones médicas, principalmente por aeronaves rusas. El resultado: solo quedan 30 médicos en la ciudad para atender a toda la población de Alepo. Como lo dice Ole Solvang, subdirector de Human Rights Watch, en un comunicado de prensa reciente: “Quienes ordenaron y llevaron a cabo estos ataques deberían ser juzgados por crímenes de guerra”.
UNA CONTRADICCIÓN IMPOSIBLE
Incluso después de que caiga Alepo, Trump tendrá que afrontar la guerra en Siria, quiéralo o no. Ignorar el conflicto, y sus consecuencias, no hará que desaparezca; un Estado fallido en el Levante sería un desastre para todos los bandos. El reclutamiento del Estado Islámico está en aumento, y muchos de los combatientes del grupo huyen de Mosul con- forme las fuerzas iraquíes y kurdas (con ayuda de los estadounidenses) continúan avanzando. Algunos regresarán a casa a Europa o Norteamérica, donde las autoridades temen que ataquen, tal como lo hicieron el año pasado en París y Bruselas.
Mientras que la política de Obama era simplemente combatir al EI en el extranjero, Trump estará obligado a reconocer lo que la Casa Blanca ha ignorado: la guerra civil y la catástrofe humanitaria. “Incluso si los combatientes deponen sus armas mañana, todavía habría una situación de emergencia humanitaria por lo menos por un año”, dice Jens Laerke, portavoz en Ginebra de la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios.
Hasta ahora, Estados Unidos se ha mantenido comprometido con una Siria unificada, pero la guerra ha dividido al país. Desarraigar a los extremistas y proveer protección humanitaria en Siria tendría que ser la prioridad del mundo. Pero ¿quién va a hacerlo? ¿Los rusos quienes ayudaron a destruir el país? ¿Los iraníes quienes enviaron combatientes a Homs y los suburbios de Damasco? Como dice un alto funcionario de la ONU a Newsweek, “si Assad quiere que la comunidad internacional ayude a reconstruir su país, él tendrá que negociar”.
El mayor problema para Trump: la victoria de Assad, y el éxito final de la campaña iraquí en Mosul, será un triunfo importante para Irán. También enfurecerá y alejará a antiguos aliados suníes de Estados Unidos como Turquía, Arabia Saudita y Catar, los cuales han sido los partidarios más activos de la oposición siria.
Obama negoció un acuerdo histórico con Teherán y ofreció terminar las sanciones a cambio de que Irán cediera sus armas nucleares, y la parte más difícil fue hacer que los enemigos de Teherán lo firmaran. Trump ha amenazado con desechar ese acuerdo, potencialmente des- estabilizando la tregua delicada entre Irán y sus vecinos. Sus políticas declaradas representan una contradicción imposible: ayudar a Assad, un aliado de Irán, en Siria, pero aislar al país en todo lo demás. Cómo resuelva Trump esta paradoja determinará dónde se halla Estados Unidos en la tensión en aumento entre las superpotencias de Oriente Medio, Arabia Saudita e Irán, una enorme guerra subsidiaria en la cual Siria, Irak y el Estado Islámico son solo actores pequeños.
—
Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek