DESDE EL LUNES 28 de noviembre, el gobierno cubano abrió el monumento nacional de José Martí en la Plaza de la Revolución como mausoleo temporal donde debían exhibirse los restos del comandante Fidel Castro, convertidos (según los medios estatales) en cenizas. Para sorpresa de cada periodista extranjero que entró en el lugar, esperando desfilar al lado de una urna, solo se encontraba una cajita de medallas bajo custodia en el centro de un escenario decorado por lujosas cortinas de terciopelo morado. ¿Dónde está Fidel?, cada uno se preguntaba. Entre los cubanos “comunes y corrientes” de la isla que suelen comunicarse por la tradicional red de “radio bemba” en la calle, esa pregunta no se hacía. Algunos asumían que los oficiales del Estado no se atrevían a poner la urna en ningún lugar visible con el fin de prevenir (o impedir) que un supuesto doliente se inspirara a profanar los restos. Apoyándose en la ironía con que se ha resistido la hipocresía de un Estado oficialmente comunista y nacionalista convertido en capitalista y colaborador de empresarios extranjeros desde hace ya casi tres décadas, otros cubanos bromeaban: “Él, que se creía el Mesías de Cuba en 1959, ahora se ha convertido en el Espíritu Santo. Por eso no se deja ver”. La gente no ora por el alma de Fidel, continuaba el chiste, sino porque no fuera a resucitar en imitación de Jesús.
El sentido de humor cubano ilumina como pocas fuentes de comunicación hayan sido capaces de hacer la gran lucha entre el gobierno cubano por proyectar una imagen orquestada de conmemoración de un pasado coherente, sin conflictos y de unanimidad contra una pantalla desgarrada por un público de ciudadanos que han sido asignados a servir de espectadores en vez de partícipes en el proceso político estatal desde mediados y finales de los años 60. En esos años, Fidel mismo anunció repetidas veces que servir de “agente de la inteligencia cubana” para vigilar no solo las acciones y actitudes políticas de sus vecinos, familiares y compañeros de trabajo o de escuela, sino sobre los pensamientos y expresiones de uno mismo era tanto requisito oficial de cada cubano como meta de la Revolución. Registrarse en el Comité de Defensa de la Revolución (los famosos CDR), demostrar tras trabajos “voluntarios”, corear lemas, asistir a actos organizados por el gobierno para su propia alabanza y adherir a guiones políticos que se hacían eco uno al otro —desde las varas en las calles hasta los titulares de la prensa controlada por el Estado— creó un vasto sistema de meritocracia política que regía la economía comunista del país, la estabilidad del gobierno, y determinaba el destino personal y profesional de cada ciudadano cuyo fichero de evaluación política hecha por otros, muchos de ellos anónimos, lo seguía como una sombra desde la cuna hasta la tumba sin poder leerse o ser cuestionado por uno mismo.
Los códigos penales del gobierno revolucionario, comenzando al principio de los años 70 y terminando en el vigente Artículo 144 del código de 1987, prohíben la crítica abierta, por palabra o por escrito, de cualquier oficial del Estado, y sancionan al convicto de 3 a 12 meses por criticar uno de bajo nivel y de uno a tres años a los líderes como Fidel Castro, Raúl Castro o sus semejantes de las Fuerzas Armadas, servicios de inteligencia y Consejo de Estado. Irónicamente, estas sanciones son aún más extremas que las impuestas por la ley más draconiana anunciada por el dictador Fulgencio Batista en los primeros días de agosto de 1953 como respuesta al asalto al Cuartel Moncada que lanzó el movimiento revolucionario de Fidel Castro. Es más, mientras la red de informantes de Batista era pagada o intimidada por las fuerzas de la represalia oficial, la de Fidel Castro se creaba “desde abajo”, implicando a todo cubano en la represión o sencilla eliminación legal de los derechos más sagrados de la historia nacional de Cuba, los de asamblea, de prensa, de autonomía universitaria y escolar, de expresión, de sindicato, de huelga, de protesta y de criticar en público a quien sea y de la manera que sea. Esta eliminación de derecho, como el de los sindicatos a huelga, comenzó tan temprano como marzo de 1959. Supuestamente iba a ser temporal en cada caso, necesario para combatir los intentos del imperialismo yanqui por subvertir la Revolución desde adentro. Cuando descubrieron que la pérdida de sus derechos constitucionales por los cuales habían luchado tanto los cubanos desde inicios de la república, en 1902, era permanente a partir de la consolidación del Estado fidelista-comunista seis décadas después, ya era muy tarde. Cada generación de cubanos desde entonces hasta la fecha ha tenido que enfrentar esa trágica realidad: que la liberación de un pueblo, económica, política y cultural, no se puede lograr bajo el mando de una dictadura del Estado, sea derechista, marxista, fidelista o raulista.
Sin embargo, a la vez que la represión en Cuba fue institucionalizada y la cultura política de la “unanimidad” se impuso como base de un estado de seguridad nacional durante las primeras dos décadas de la Revolución, Fidel Castro insistía en que Cuba era, gracias a las agresiones históricas de la CIA y de la política de aislamiento de Estados Unidos, una plaza sitiada, una sociedad en guerra. Según ese Estado encarnado en hombre que era Fidel, para 1975, cuando la nueva constitución comunista cubana lo nombró presidente, jefe de Estado, jefe de las Fuerzas Armadas y primer secretario del Partido Comunista, el ciudadano necesitaba rendir total obediencia a las “orientaciones” del partido, las “llamadas” del ejército y, sobre todo, según los carteles de la época, al servicio del comandante en jefe en cualesquiera “tareas” requeridas. La función del pueblo se concretó en una sola frase, expresado en todo medio de comunicación y en cada espacio público: “Comandante en jefe, ¡ordene!”.
Las sanciones de Castro son más extremas que las del dictador Fulgencio Batista en los días posteriores al asalto al Cuartel Moncada. Foto: AFP
Bloqueado su desarrollo siempre por Estados Unidos y no por la Unión Soviética o las mismas desastrosas políticas económicas de su liderazgo, según Fidel, Cuba celebraba durante las tres primeras décadas de la Revolución ciegamente los “triunfos” soviéticos sin que sus ciudadanos pudieran comparar ni siquiera los muchos paralelos entre el sistema imperial de la URSS y la dependencia económica y política intervencionista-neocolonial de Estados Unidos antes de 1959. Estos paralelos eran obvios para los que habían vivido ambas épocas, pero se hicieron innegables a la caída de la Unión Soviética cuando Cuba se quedó no solo sin el “subsidio” del petróleo-por-el-azúcar que definía la naturaleza del mercado comunista, sino sin moneda intercambiable en el mundo, una infraestructura al punto del derrumbe y un sector agrícola de campesinos que no tenían derecho a cultivar la tierra por la política estatal de respaldar exclusivamente las granjas y plantaciones, ya no de compañías extranjeras, sino del mismo Estado. En Cuba se empezó a sentir el hambre, el desespero y la gran posibilidad de que surgiera otra revolución. Fidel “se salvó por un pelo —y por la estupidez de los americanos”, decía la gente años después. Con esta frase se referían a las estrategias de sobrevivencia a que acudieron sus líderes.
De nuevo, el gobierno se apoyó en la ley del pragmatismo: abrió la válvula de escape de inmigración a Estados Unidos, famosamente ordenando a sus guardacostas no parar las decenas de miles de balseros que salieron entre 1993-94 para Estados Unidos, y luego crearon, a base de la crisis que provocó Fidel, una “solución” en que Estados Unidos acordó aceptar por “lotería” a 20 000 cubanos al año y devolver a los que no pisaran tierra firme de sus propias costas, política que sigue en pie hasta ahora. También Fidel y sus oficiales buscaron conservar su poder en la inversión de todo lo que sus líderes habían dicho que era imposible y condenable desde 1960 hasta ese momento: la adopción del capitalismo por parte del Estado y, aún más hipócritamente, el abrazo estatal del turismo, la religión y la inversión extranjera.
“Cuba tiene las prostitutas más educadas del mundo”, fue la famosa respuesta de Fidel Castro a críticas lanzadas por periodistas en una conferencia de prensa en 1993. Si la mayoría de los cubanos de clase media y obrera que habían luchado por que Fidel Castro y su movimiento tumbara al dictador Fulgencio Batista para consolidar una democracia nacionalista-liberal en 1959 cuando se declaró marxista-leninista en diciembre de 1961, se sintieron traicionados millones de cubanos que tanto se habían identificado con los objetivos sociales y antiimperialistas de la Revolución y que habían, en muchos, sino es que en todos los casos, justificado la injusticia de condenar, vigilar, controlar, acusar y encarcelar a cualquiera de sus compatriotas que se opusiera a Fidel, sus políticas, el monopolio del Partido, o sea, “a la Revolución”. Aun lo sienten, en unión de dos a tres generaciones más de jóvenes nacidos y “crecidos” desde entonces, que no han conocido más que una aparente oligarquía política y una creciente dictadura militar en que se pasó el varo de mando de hermano a hermano hace ya diez años, días antes del 13 de agosto 2006 en que cumplió 80 años Fidel Castro, 43 de ellos en el poder.
Los códigos penales del gobierno revolucionario prohíben la crítica abierta, por palabra o por escrito, de cualquier oficial del Estado. Foto: ADALBERTO ROQUE/AFP
Sin lugar a dudas, desde 1959 hasta inicios de los años 90, la mayor legitimidad de Fidel Castro en los ojos de posiblemente la mayoría de los latinoamericanos, progresistas e izquierdistas del resto del mundo durante la larga y mal llamada “Guerra Fría”, radicaba en que nunca, durante su largo dominio en el poder, tuvo que inventar por la inmoralidad e inconcebible de las acciones de Estados Unidos en crear, en algunos casos, y en apoyar en todos los casos las dictaduras militares que tomaron y ejercieron el poder en América Latina desde Guatemala, Nicaragua y El Salvador hasta Argentina, Paraguay y Chile a base del terror, el control económico, la censura y la violación cotidiana de los más básicos derechos humanos. Sin duda, cuando Ronald Reagan y George W. H. Bush, el jefe de la CIA convertido en vicepresidente y luego presidente, culpaban a Fidel Castro y a Cuba por ser únicamente responsables por los grandes, valientes movimientos de oposición, la mayoría de ellos desarmados, que la violencia contra los pueblos desató por toda América Latina, los gobernantes estadounidenses le otorgaron a Fidel precisamente la legitimidad y razón de mandar que él añoraba tener ante los ojos del mundo occidental, e impuesta por todos los medios posibles en su propio país. Tanta ha sido la aceptación de esa falsa narrativa de Fidel Castro como “justo inculpable” de todo acto de represión, comparable a la represión de dictaduras de la derecha y merecedor del unánime respaldo de su pueblo, que sus últimos años de vida fueron animados por las visitas, alabanzas y presencia de todo líder que reclama tener semejantes credenciales de líder y libertador del tercer mundo, especialmente cuando sus propios actos, políticas y resultados no parecían satisfacer sus promesas dentro del marco real de su país de origen. Los muchos elogios rendidos en el acto oficial por parte de jefes de Estado desde Irán hasta Bolivia en la conmemoración fúnebre del 29 de noviembre de 2016 no dejan de imitar ese mismo escenario: todos quieren beneficiarse de lo que ya se ha convertido —gracias en gran medida a la política de Estados Unidos de apoyar dictaduras en vez de democracias con tal de promover sus intereses— en un brand político de mayor e inconfundible prestigio.
La historia de esos golpes de Estado que derrocaron gobiernos nacionalistas e ideológicamente prodemocráticos liberales para instalar dictaduras oligárquicas están marcadas por las atrocidades innegables y, a los años, comprobadas por sus archivos en una historia que nunca absolverá Estados Unidos; sin embargo, en el momento que sucedía, esa misma historia parecía “absolver” a Fidel Castro de todo escrutinio. Desgraciadamente, los más adeptos a condenar al gobierno de Fidel, por sus políticas autoritarias y por apoyar el surgimiento de una legítima oposición en Cuba, subvertían su propia legitimidad como representantes de la democracia y la soberanía nacional cubana sin necesidad tampoco de “inventos”.
Desde que comenzaron a llegar al poder tanto en los puestos del gobierno del estado de la Florida como en el Congreso nacional de Washington, los políticos del alto “exilio cubano” de Miami, tales como Ileana Ros Lehtinen, Lincoln, Mario Díaz-Balart y Mel Martínez, han mostrado una absurda arrogancia política en su autoelección como legítimos representantes y voceros del pueblo nacional de la isla y la igual absurda ignorancia que reflejaba la política que han impulsado hacia Cuba por Estados Unidos, más recientemente bajo la administración del presidente George W. Bush (2001-2009).
Durante el segundo mandato de Bush, esa arrogancia y esa ignorancia culminó en la inauguración de la Comisión por una Cuba Libre, agencia cuya creación y propósito fueron anunciados por el propio presidente en mayo de 2004. De 500 páginas, escrito como un manual de ocupación, el documento que regía la Comisión otorgaba todo poder a organismos en Estados Unidos para “diseñar” el plan del futuro desarrollo y “democratización” de Cuba. A partir de ese momento, los solicitantes (mayormente radicados en el sur de la Florida) tuvieron a su disposición 200 millones de dólares para el explícito propósito de ayudar a cubanos de la isla a subvertir el gobierno revolucionario —o sea, convertirse en empleados o agentes del gobierno de otro país, Estados Unidos—. Aún más curioso y metafórico de la perspectiva imperialista y narcisista de sus autores era la insistencia de la Comisión de Bush de que todos los niños cubanos serían vacunados. En respuesta, carteleras aparecieron por todo Cuba. Allí se sabía que, si el gobierno de Fidel había logrado y mantenido algo de su programa original de transformación social de 1959, era la meta de vacunar a todos los niños contra enfermedades desde la década de los años 60. “Muchas gracias, Señor Bush”, decían las caras sonrientes de niños cubanos vestidos con sus uniformes escolares de Pioneros por el Comunismo desde las carteleras, “¡pero ya estamos vacunados!”.
Dado este trasfondo, el hecho de que el nuevo presidente, Donald Trump, ha prometido implementar la debilitada pero no vencida política del exilio cubano y, en particular, de su exrival republicano, el senador Marco Rubio, y volver a aislar a Cuba, es sumamente trágico. Si Trump corta las relaciones bilaterales que Barack Obama y Raúl Castro lograron abrir, será inevitable que el régimen de Raúl Castro responda de la misma manera que Fidel respondía a iguales imposiciones de políticas agresivas anteriormente: castigaría a los ciudadanos, siempre bajo la sospecha de no ser lo “suficiente” revolucionarios, lo “suficiente” leales —o sea, obedientes—, con una nueva serie de medidas diseñadas para cerrar las nuevas oportunidades de enriquecerse de recursos materiales e información que la apertura de relaciones bilaterales ha concedido al pueblo cubano. El Estado, bajo Fidel Castro igual que bajo Raúl, se definía y se define como único depositario del nacionalismo puro y verdadero. Sobrevivirá el Estado, aunque se muera lentamente la esperanza, el papel, la importancia de la nación.
No obstante, la muerte de Fidel marca una nueva era de reflexión sobre la historia de Cuba por los propios cubanos de la isla y de todas partes. Sin duda, el pueblo cubano se rebeló contra la política intervencionista, patrón establecido con la primera ocupación militar de Estados Unidos en 1898; generación tras generación de cubanos sintió que Estados Unidos les robó el destino de la soberanía nacional y de una democracia realmente basada en la justicia racial y económica. De ese nacionalismo profundo e histórico surgió Fidel Castro, en la idea de una “nación con todos y para el bien de todos”, como imaginaba José Martí. Aún más importante es el hecho de que la muerte de Fidel nos recuerda, igual que su vida, que el verdadero y permanente cambio era y es posible. Tal vez por eso mismo, la memoria que el Estado cubano actual quiere que se comparta, se exponga y se viva no es histórica, precisa, espontánea. En la historia de Cuba hay muchas lecciones que aprender: principalmente la lección de la Revolución Cubana en su fase de lucha de los años 50 contra la dictadura de Fulgencio Batista y en sus primeros años de sobrevivencia contra la guerra y la hostilidad de Estados Unidos. Esa lección nos invita a creer que el pueblo cubano llevará a cabo una revolución nueva, verdadera y respetuosa de la libertad del individuo, de la prensa, del pensamiento, de asamblea y, sobre todo, de debatir la historia misma de su país, de criticar a sus gobernantes y de elegir a quienes realmente los representen.