CUANDO CAYÓ LA NOCHE del 6 de noviembre, apenas dos días antes de lo que podría llamarse la victoria política más asombrosamente sorpresiva en la historia de Estados Unidos, el trabajador de la construcción Jonathan Langford esperaba pacientemente en una fila que se alargaba casi un kilómetro. El hombre de 32 años y alrededor de otros 10 000 pensilvanos esperaron en esa fila por cuatro horas antes de entrar en un enorme hangar en los suburbios de Pittsburgh para un mitin de Donald Trump. Langford —y el resto de la multitud— esperó casi dos horas más antes de que Trump finalmente llegara, y lo hizo sin quejarse.
“Nunca antes había estado en un mitin de alguien que va a ser presidente”, dijo Langford. Esto de aquí es un trozo de historia. Él va a ganar”.
Las encuestas no estaban de acuerdo con él, aunque se estrechaban cada vez más. La mayoría de los expertos no creía que sucedería. E incluso algunas de las personas más importantes en la campaña de Trump, pocos días antes de la elección, dudaban que sucedería. “Tal vez se nos agote el tiempo”, dijo un alto asesor pocos días antes de la elección. Pero las encuestas no siempre captan la intensidad, y este año es claro que no captaron cuánta ira hay en grandes porciones del electorado estadounidense.
Desde el momento en que descendió de la escalera eléctrica de la Torre Trump en el verano de 2015 para anunciar su candidatura improbable, Donald J. Trump navegó esa ira. El neófito político de 70 años —un constructor neoyorquino franco, a veces grosero, convertido en estrella de la televisión de realidad— se convirtió en el defensor de todos esos estadounidenses hartos de lo que Langford, el trabajador de la construcción, llamó la “clase conectada. Los tipos de Washington, republicanos o demócratas, a quienes no parece importarles un comino la gente como yo. Es como si no tuviéramos voz antes de que Donald se postulara. Nadie nos escuchaba”.
Ahora han sido escuchados. La victoria estrecha de Trump el 8 de noviembre, y que el Partido Republicano conservara ambas cámaras del Congreso, le da a los republicanos un control total del gobierno de Estados Unidos. Pero en este momento extraordinario de la historia política estadounidense, ello no significa necesariamente lo que significaba en años anteriores. La victoria de Trump fue una derrota de la clase tradicional de Washington, demócrata y republicana. El portavoz de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, había apoyado tibiamente al candidato, condenando sus críticas a un juez mexicano-estadounidense como “la definición misma del racismo” y, en ocasiones, parecía incómodo de siquiera decir el nombre del candidato. Mitch McConnell, líder de la mayoría en el Senado, se enfocó en las competencias por el Senado y rara vez comentó sobre el candidato presidencial republicano.
La razón de toda esa ambivalencia es clara. Como lo dijo una de las especies más raras, un republicano que también es un alto ejecutivo en Hollywood, la noche de ese martes: “La victoria de Trump significa que el GOP [Grand Old Party, o gran partido viejo] ahora significa ‘Gone Old Party’ [o el partido viejo se ha ido]”. De hecho, Ryan, al despertarse a la mañana siguiente, bien pudo haberse preguntado: ¿qué diablos hago ahora?”.
Ryan fue el compañero de planilla de Mitt Romney hace cuatro años, el mismo Romney que se negó con desdén a apoyar a Trump este año. Ryan no solo es el portavoz de la Cámara de Representantes, también es uno de los principales analistas políticos de los republicanos y ha impulsado una agenda de reformas centrada en los impuestos y subsidios. Como la mayoría de los republicanos tradicionales, también apoya el libre comercio y un fuerte compromiso estadounidense en el extranjero, y nunca ha sido un halcón con respecto a la inmigración.
Hasta el 7 de noviembre de 2016, las posturas de Ryan en los asuntos eran ampliamente representativas de lo que había sido el pensamiento republicano tradicional. Lo fueron, claro está, hasta que Trump se apropió del partido y la Casa Blanca el 8 de noviembre. La fractura política en el interior del Partido Republicano ya es obvia. Según la última encuesta de The New York Times/CBS News antes de la elección, solo 39 por ciento de los encuestados republicanos dijo que Trump ha sido bueno para el partido, mientras que 41 por ciento dijo que ha sido malo (el 16 por ciento restante, evidentemente de vacaciones en Neptuno, dijo que la postulación de Trump en 2016 “no había tenido un gran efecto” en el Partido Republicano).
Cuando Trump, en su discurso de victoria poco antes de las 3 a. m. del 9 de noviembre, les dijo a quienes no lo apoyaron: “Me acerco a ustedes para que me guíen y ayuden para que podamos trabajar juntos y unificar nuestro gran país”, presumiblemente les hablaba a los 54 millones de estadounidenses, en su mayoría demócratas, que votaron por Hillary Clinton. Pero también pudo haberse dirigido a los muchos republicanos tradicionales: los Romney, Bush, los Nunca un Trump de la clase erudita conservadora. Pero los partidarios centrales de Trump, los votantes blancos de clase obrera que lo impulsaron a la candidatura, no (para decirlo tibiamente) comparten mucho de la visión del mundo de los republicanos tradicionales. Una gran porción de ellos no acepta el libre comercio, y están ruidosamente en contra de la inmigración ilegal (“¡Construye ese muro!” era una consigna estándar en todo mitin de Trump). Durante su campaña, Trump incluso expresó su escepticismo sobre la necesidad de refrenar el gasto en subsidios, algo que “hizo girar las cabezas de los republicanos”, dijo un miembro del personal del Comité de Maneras y Medios de la Cámara de Representantes.
La base de Trump también es, como Trump, tremendamente suspicaz de los compromisos estadounidenses en el extranjero. Él se movía a la izquierda de Clinton en política exterior. Ha cuestionado qué obtiene Estados Unidos de sus alianzas centrales con la OTAN, Japón y Corea del Sur. Cuando Clinton dijo que implementaría una zona de exclusión aérea en Siria para tratar de detener la carnicería allí encabezada por el presidente Bashar al-Assad —a pesar de la presencia de aviones rusos en apoyo de Assad—, Trump se preguntó en voz alta por qué no nos uníamos a Rusia para combatir al grupo miliciano Estado Islámico (EI). De forma similar, ha expresado su escepticismo sobre la necesidad de disuadir a China en el mar de la China Meridional, diciendo en algún momento a un entrevistador: “Ya sabes, eso queda demasiado lejos. La última vez que fui a China me tardé 18 horas en llegar allí, así que no sé”.
Trump se postuló como un neoaislacionista. ¿Ahora será seducido por el internacionalista Partido Republicano tradicional o lo obligará a doblarse a su voluntad? Un alto republicano envió un correo electrónico a Newsweek en cuanto quedó en claro que Trump ganaría la noche de la elección, diciendo: “El Pentágono está casi tan conmocionado como los demócratas al momento”, y añadió luego: “La realidad va a importunar a Donald Trump en un apuro. La cosa aislacionista no puede durar”.
QUEDARSE HASTA TARDE EN LA FIESTA: Los votantes de Trump no solo repudiaban a Clinton, muchos de ellos están ansiosos de hacer estallar a los republicanos tradicionales también. Foto: DAVID PAUL MORRIS/BLOOMBERG/GETTY
Por asombrosa que haya sido la victoria de Trump, esta no es el tipo de “ola electoral” que llevó a Ronald Reagan a la presidencia en 1980. Reagan ganó tanto el colegio electoral como el voto popular. Trump, al vencer sorpresivamente a Clinton en estados industriales clave —Pensilvania, Míchigan y Wisconsin—, ganó con holgura el colegio electoral, pero perdió el voto popular por un margen diminuto. En el transcurso de la campaña, los demócratas se convencieron a sí mismos de que Trump es un monstruo: un bobo ignorante y sexista, un demagogo que nunca debería estar en el mismo código postal que los códigos nucleares. Es difícil imaginarlos respondiendo amablemente a los ruegos postelectorales de Trump de trabajar juntos.
Pero, en términos políticos, debería haber cabida para un poco de cooperación bipartidista, algo que muchos estadounidenses están rogando. Una gran parte del disgusto con Washington expresado tan estrepitosamente en esta elección deriva de la falta absoluta de bipartidismo en casi todo. Pero después de la derrota asombrosa de Clinton, la izquierda está en ascenso ahora en el Partido Demócrata. Y podría entusiasmarse con el deseo de Trump de construir una infraestructura masiva para crear empleos (aun cuando el ala medioambiental del partido combatirá eso). La izquierda también obligó a Clinton a abandonar su apoyo al Acuerdo Transpacífico, un tratado de libre comercio del que Trump no quiere formar parte, así que hay un poco de terreno común.
La cuestión es si esas dos plataformas de “trumpconomía” —la tercera es la reforma al impuesto sobre la renta corporativo y personal, a la que posiblemente muchos demócratas se opongan— son una política buena. La elección de Trump bien podría ser la sentencia de muerte de un dogma central de la política de Estados Unidos en la era de la posguerra, sin importar quién fuera presidente: promover un sistema de comercio internacional abierto y siempre en expansión. Ello ha sido central en la influencia de Estados Unidos en el mundo, responsable de la condición del país como superpotencia en la misma medida que su arsenal nuclear. No es de sorprender que la reacción inicial de Wall Street a la elección de Trump fuera ominosa: conforme se hizo claro en la noche de la elección que él ganaría, los contratos de futuros del Dow se desplomaron más de 700 puntos.
La pregunta central que ahora gira alrededor del presidente electo —el primer empresario en ser elegido sin alguna experiencia política o militar— es más que directa: ¿el Trump que vimos durante la campaña va a ser el Trump que gobierne? ¿Él en verdad se va a arriesgar a una guerra comercial con China mediante encajarle una tarifa de 35 por ciento a sus exportaciones? ¿Qué tal si eso dispara una liquidación en el mercado bursátil que haga parecer al colapso de los contratos de futuros en la víspera de la elección como un estornudo? ¿Cómo puede prometer un programa masivo de infraestructura, un aumento en el gasto en defensa y mantener el statu quo de los subsidios sin añadir cantidades enormes a déficits de por sí enormes?
Los iniciados de Washington a quienes Trump dio una paliza dicen que no puede y no lo hará. Pero Trump sabe bien quién lo eligió, y sobre el comercio y la infraestructura en particular, los votantes de clase obrera con ingresos magros en el oeste de Pensilvania y el este de Ohio, en Míchigan y Wisconsin, quieren que cumpla sus promesas. Si no lo hiciera, sería visto como una traición.
Trump escribió un libro de grandes ventas titulado El arte de la negociación.Negociar —y presumir de su destreza en ese aspecto— es parte de lo que hizo a Trump ser Trump. Ahora, cuando desciende sobre un Washington conmocionado —con los demócratas seguros de ser una oposición feroz y muchos republicanos escépticos a lo más—, esa habilidad será puesta a prueba como nunca antes. Estados Unidos ha decidido creer que Donald Trump puede “hacer a Estados Unidos grandioso de nuevo”. Al ganar la presidencia, confundió a muchos de sus escépticos. En los próximos cuatro años necesitará hacerlo de nuevo.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek