El surtido de dietas y lo que logran es infinito: la de
la alcachofa, de la cerveza, de la piña, de los carbohidratos, o mejor la de
las proteínas. La realidad es que casi todos estos planes alimenticios carecen
de evidencia científica que los respalde, y la prueba fehaciente es la velocidad
con la que pasan de moda.
Ahora sube al escenario la dieta del pH, que se desarrolla
sobre la creencia de que ciertos alimentos afectan a la acidez de los fluidos
corporales. Asume que el cuerpo humano es ligeramente alcalino (el valor del pH
oscila entre 7.35 y 7.45), pero sostiene que su grado de acidez varía por el
efecto de lo que se come, provocando un aumento (pH por debajo de 7) o justo lo
contrario, es decir, alcalinizando el cuerpo (pH superior a 7).
Con los datos anteriores, se supone que un incremento
de la acidez favorece –aseguran sus defensores–, el desarrollo de enfermedades
tan habituales como el cáncer, la obesidad o los trastornos cardiovasculares,
además de que acelera el envejecimiento.
Entonces, y siempre de acuerdo a los que le apuestan a
la dieta del ph, hay que bajar el consumo de las carnes, el pescado, los
huevos, los lácteos, los cereales y el alcohol, que contienen proteínas, y en
su degradación liberan iones positivos de hidrógeno que reducen el pH.
En el lado opuesto, hay que consumir con generosidad
aquellos productos ricos en minerales, los responsables de la alcalinización
del organismo, es decir, frutas, verduras, legumbres y frutos secos.
La dieta alcalina es la base sobre la que Richard O.
Young, autor de El milagro del pH, ha
levantado un próspero negocio en California, Estados Unidos, y a quien la
crítica de la comunidad científica internacional le tiene una que otra demanda
en tribunales.
Conceptos como “limpiar el organismo con la
alimentación”, que Young enarbola, resultan poco rigurosos. “No somos albercas,
sino personas. Y afortunadamente tenemos órganos, como los riñones o el hígado,
que trabajan en filtrar y mantener nuestro cuerpo como debe”, señala el
nutricionista Aitor Sánchez, autor de Mi dieta cojea.
Rubén Bravo, director del Departamento de Nutrición
del Instituto Médico Europeo de la Obesidad, sostiene que Richard O. Young
ofrece, además, esperanzas falsas sobre determinadas enfermedades, “y eso no es
ético desde el punto de vista un profesional de la salud”.
Afirmar que “la dieta alcalina garantiza que el pH de
la sangre sea óptimo” es el primer gran error que señalan sus detractores. “El
pH de la sangre se mantiene en unos límites muy estrechos y nuestro organismo
tiene sistemas de regulación para que no se produzca ni acidosis (pH menor de 7.35)
ni alcalosis (pH superior a 7.45), que supondría una importante amenaza para la
salud; pretender alterar el pH sanguíneo a través de la alimentación es poco
realista”, explica la endocrinóloga Nieves Palacios, especialista en medicina
del deporte.
El aspecto más polémico de la dieta alcalina es su
asimilación como antídoto para las personas con cáncer, puede impulsar a
algunos afectados a abandonar los tratamientos convencionales (quimioterapia)
con la esperanza de controlar la enfermedad a través de la alimentación.
Para evitar
situaciones dramáticas, el Instituto de Investigación del Cáncer de Estados
Unidos ha difundido un comunicado desmintiendo la utilidad de la dieta del pH
para prevenir o aliviar el desarrollo de tumores. Tampoco beber agua alcalina
(con bicarbonato, por ejemplo) es un talismán contra el cáncer, según concluye
una reciente revisión de la literatura científica publicada en BMJ Open.