QUIENES VOTARON en las elecciones presidenciales recientes es muy probable que pasaran mucho tiempo evaluando las aptitudes de Hillary Clinton y Donald Trump. Por otra parte, es muy improbable que dieran un vistazo al currículo de David Ferriero, pero debieron hacerlo, pues como principal archivista de Estados Unidos, Ferriero y sus colegas organizan el voto de los 538 electores del Colegio Electoral, quienes son los verdaderos encargados de elegir al presidente.
La Constitución exige que todos los electores se reúnan en los Capitolios estatales para emitir sus votos. Ferriero los recoge y organiza, asegura que los estados hayan seguido las reglas, y luego presenta las boletas en el Congreso, el cual tiene la obligación de ordenar el recuento. Este ritual anticuado se repetirá el 6 de enero; solo entonces Estados Unidos elegirá, oficialmente, a su presidente número 45.
Excepto por el curso de estudios sociales de quinto grado, la mayoría no estudia el Colegio Electoral, pero este año se ha desatado una controversia sobre ese organismo debido a que Trump perdió el voto popular (por más de dos millones de votos). Esto ha ocurrido solo cinco veces en la historia de Estados Unidos; dos de ellas en los últimos 16 años. La otra fue cuando el Colegio Electoral dio la victoria a George W. Bush sobre Al Gore en el año 2000. Y dada la demografía, esto podría ocurrir nuevamente. Muy pronto.
Los simpatizantes de Trump se sulfuran cuando escuchan quejas contra el Colegio Electoral, y tal vez deban hacerlo. Nadie duda de que su candidato ganó según las reglas del juego, pero muchos están cuestionando por qué los estadounidenses siguen con este juego tonto cada cuatro años. Barbara Boxer, senadora demócrata por California, ha presentado un anteproyecto de ley para abolir el Colegio Electoral, y desde hace semanas, autores opuestos al organismo han publicado editoriales abiertos manifestando inconformidad. Entre sus interrogantes y lamentaciones, cito: ¿Para qué tener un sistema que ignora a la mayoría de los estados durante la campaña presidencial, mientras que unos pocos estados indecisos son abrumados con atenciones por parte de los candidatos? ¿Acaso una minoría de votantes tiene el derecho de decidir quién es el presidente? Y ¿hay manera de corregir este sistema sin recurrir a una enmienda constitucional?
LA CULPA ES DE HAMILTON
Temerosos de un gobierno de plebe, los Padres Fundadores concibieron el Colegio Electoral como una suerte de respaldo controlado por mentes frías. Alexander Hamilton imaginó a los electores como hombres sabios “con más probabilidad de poseer la información y el discernimiento” para elegir un buen presidente, con la intención de que los electores no se comprometieran con candidato alguno. Pero en estos tiempos, los electores casi siempre tienen nexos partidistas y son antiguos funcionarios electos; en suma, es un simple sello estampado en papel, no un organismo independiente de mentes sabias que sopesan con solemnidad antes de ratificar la decisión del pueblo (en “Federalista 68”, en un ejemplo de presciencia, Hamilton pareció anticiparse a la controversia sobre el hackeo ruso al establecer que los electores podrían revocar un voto popular indebidamente influido por alguna potencia extranjera).
Pero eso no ha sucedido ahora, o en el pasado. En las últimas décadas solo se ha sabido de unos cuantos “electores desleales”, como se llama a quienes desafían a los votantes que los eligieron. Este año, un elector de Clinton declaró que no la respaldaría por su historial negligente con los Nativos Americanos.
El reclamo principal contra el Colegio Electoral es que sopesa la elección a favor de los estados rurales pequeños. El número de electores se basa en la cantidad de representantes y senadores que componen la delegación congresista total de cada estado. Los estados con menor población tienen tres votos electorales, mientras que California, el estado más grande, tiene 55, muchos más que Texas, que cuenta con 35. Los defensores del Colegio Electoral argumentan que inclinarlo a favor de los estados pequeños impide que la carrera presidencial se convierta en un frenesí para reunir votos en las áreas más pobladas. Sin el Colegio, los candidatos se dedicarían a recorrer las ciudades omitiendo las grandes extensiones rurales. Los Fundadores, quienes eran manifiestamente elitistas, no querían un gobierno mayoritario, por eso el Senado está distribuido de manera que cada estado tenga dos senadores no obstante su población; en tanto que la Cámara de Representantes refleja el estándar de una persona, un voto. Wyoming, con poco más de 582 000 habitantes, tiene la misma cantidad de senadores que California, estado con una población de 39.5 millones (¡y Trump dijo que la elección estaba amañada!).
Eso plantea otro problema con el Colegio Electoral: los Fundadores nunca imaginaron un estado gigante como California. En aquellos tiempos, la diferencia poblacional entre el estado más grande y el más pequeño era de diez a uno (Virginia vs. Delaware). Es más, las ciudades eran minúsculas y no había una división rural-urbana precisa. En 1790, la Ciudad de Nueva York, que siempre ha sido la más poblada del país, tenía 33 000 habitantes. Hoy la población asciende a 8.4 millones (y casi 79 por ciento de sus votantes respaldó a Clinton contra el “chico local”). Los Fundadores jamás anticiparon este tipo de hiperurbanización.
Otro golpe contra el Colegio Electoral es que, en vez de asegurar una carrera de escala nacional, crea una atención desquiciada en estados indecisos como Nevada o Iowa. De sí, es bastante malo que el sistema se incline a favor de los estados pequeños, pero se inclina de manera aún más descabellada por los pequeños estados indecisos. Según los análisis, los votantes de Nueva Hampshire fueron los más poderosos de 2016, porque ese estado era el más pequeño de los que estaban en juego. No es de extrañar que Clinton y Trump estuvieran allí constantemente, ignorando estados mucho más grandes, pero fuera de juego, como Washington o Kansas.
Si no te gusta este sistema, prepárate para que te guste mucho menos en un futuro próximo. El enorme crecimiento poblacional de California desde la Segunda Guerra Mundial (en 1940 era el quinto estado más grande, con menos de siete millones de habitantes) y su fuerte tendencia demócrata, se traducen en que posiblemente habrá muchas más elecciones en las que el ganador del voto popular sea desbancado por el Colegio Electoral (los demócratas han ganado el voto popular en seis de las últimas siete elecciones).
El tono superazul (demócrata) de California significa que es probable que veremos una victoria demócrata en el voto popular, una y otra vez, si la carrera es cerrada. Trump ganó siete de los diez estados más populosos, pero en dos de ellos fue por solo uno por ciento. Su mejor estado grande fue Texas, donde ganó por poco más de nueve por ciento. En cambio, Clinton ganó tres de sus diez estados más importantes con márgenes enormes: California con 28.5 por ciento, Nueva York con 21.2 por ciento e Illinois con 16.9 por ciento, lo cual es una razón muy significativa de que ganara el voto popular en la escala nacional. Mientras los grandes estados azules sigan siendo tan numerosos y sesgados en sus preferencias (sobre todo, California), es muy probable que los demócratas continúen ganando el voto popular.
A GRITOS: La tendencia del voto popular favorece mucho a los demócratas, de modo que es poco probable que el sistema cambie. Foto: REX/AP
¿CÓMO PUEDO AYUDARTE, UTAH?
Aunque difícilmente es un asunto que se resolverá en plebiscito, la abrumadora mayoría de los estadounidenses opina que el presidente debe ser electo por voto popular. Y eso es preocupante, porque en algún momento estallará una crisis de legitimidad; la mayoría no siempre se limitará a quejarse mientras la minoría gobierna.
El Colegio Electoral seguirá existiendo hasta ese día. Su desmantelamiento mediante una enmienda constitucional requeriría la aprobación de dos tercios del Congreso y tres cuartas partes de los estados. Para ello habría que contar con el apoyo de muchos de los que hoy se benefician con las circunstancias actuales, y no hay razón para que estados de poblaciones pequeñas, como Rhode Island o Idaho, respalden una enmienda que les quite influencia.
Hay dos ideas interesantes que podrían mejorar el sistema. Una es el acuerdo interestatal National Popular Vote Interstate Compact, según el cual los estados darían todos sus votos electorales al ganador del voto popular nacional. La ventaja es que, si suficientes estados grandes suscriben este pacto, no importaría mucho qué hagan los estados pequeños. La desventaja es que su aplicación no es forzosa; los electores tienen bastante libertad para votar como quieran, y es probable que la Constitución contenga cláusulas que prevengan este tipo de pactos y tratados interestatales. Hasta el momento, lo han firmado diez estados azules de todos los tamaños, incluido California; y tiene sentido, ya que los candidatos demócratas son quienes salieron perdiendo en todo este asunto.
La propuesta más provocativa sería ampliar lo que Maine y Nebraska han hecho con sus electores. La Constitución establece al Colegio Electoral, pero deja que los estados decidan cómo repartir sus votos electorales. Todos observan que el sistema “del ganador se queda con todo”, pero Maine y Nebraska distribuyen a sus electores en distritos congresistas. Los distritos individuales de Maine y Nebraska han seguido la tendencia del estado en casi todas las elecciones presidenciales. Pero en 2008, el Segundo Distrito urbano de Nebraska, que incluye a Omaha, votó por Barack Obama. Este año, el enorme Segundo Distrito rural de Maine apoyó a Trump.
Lo bueno de este esquema es que llevó a los candidatos presidenciales a zonas que, de lo contrario, habrían sido ignoradas. Trump organizó múltiples mítines en Bangor, al norte de Maine, y Clinton se enfocó en Omaha con la esperanza de reproducir la victoria de Obama.
Si más estados dividieran sus electores en distritos congresistas recibirían más atención. Por lo pronto, no hay incentivos para que los candidatos vayan a estados azules seguros como Nueva Jersey, o los estados republicanos (rojos) garantizados como Tennessee. Si repartieran a los electores en distritos congresistas, la situación podría cambiar. Trump habría explotado los distritos republicanos del estado de Nueva York —desde la frontera canadiense hasta Staten Island— que casi siempre votan rojo. De la misma manera, Clinton habría trabajado mucho más en la colorada Texas, buscando votos en Austin, Dallas y Houston. Si solo unos cuantos estados adoptaran este sistema, la carrera sería mucho más interesante. En vez de que los candidatos se esforzaran en adular a unos pocos estados indecisos que podrían darles la victoria, tendrían que seducir más regiones del país.
Hamilton tuvo la perspicacia de favorecer la elección de electores por distrito, pero los partidos mayoritarios de los estados no pudieron resistirse a publicar listados estatales de electores, con la intención de arruinar las posibilidades de los electores de partidos minoritarios. Una vez hecho esto, la competencia se convirtió en una carrera armamentista y, ahora, Estados Unidos está atrapado en 48 elecciones de ganador absoluto.
Una vez más, Hamilton demostró ser más inteligente que todos nosotros.