ERAN LAS 6:30 de una fría mañana de enero y a Wildin Guillén Acosta, de 19 años, se le hacía tarde para ir a la escuela. Cuando salía por la puerta de su casa de ladrillo rojo en Durham, Carolina del Norte, tres agentes de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) lo esposaron y condujeron rápidamente a un vehículo anónimo. Su padre lo vio todo desde la ventana de la cocina, impactado e impotente.
Fue un giro trágico para el joven hondureño, quien hizo un viaje peligroso para reunirse con sus progenitores, trabajadores migrantes en Estados Unidos. Los agentes del ICE identificaron a Guillén Acosta como su objetivo porque ya no era menor de edad y un juez ordenó su deportación.
Dos años antes fue uno de los 70 000 menores centroamericanos que se despidieron de sus parientes y emprendieron el camino al norte, abrumando a la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Y los centros de detención, construidos eminentemente para adultos, se convirtieron en campamentos hacinados y sobresaturados de niños, algunos de apenas cinco años.
Pero ahora, toda vez que las guerras entre pandillas rivales siguen desatando el caos en América Central, más niños migrantes se dirigen a Estados Unidos sin sus progenitores. Según un estudio publicado en 2014 por el Alto Comisionado para Refugiados de la ONU, 58 por ciento de los niños migrantes centroamericanos que llegaron a Estados Unidos después de octubre de 2011 huyeron de sus países debido a la violencia.
Con más niños en camino, la administración de Obama ha priorizado la deportación de adultos jóvenes que, como Guillén Acosta, llegaron en los últimos dos años. Pero una vez que las autoridades estadounidenses los envían de vuelta a casa, muchos enfrentan una decisión terrible: unirse a una pandilla o morir.
A causa de la represión de la administración de Obama, el viaje desde América Central se vuelve cada vez más peligroso, y los activistas pro derechos humanos señalan que los esfuerzos estadounidenses para reclutar la ayuda de México a fin de contener el flujo de menores ha puesto en mayor riesgo a los chicos. Al reforzar las fronteras, los migrantes siguen rutas más peligrosas por el sur de México, y los cárteles de drogas secuestran a muchos de ellos para pedir rescate, utilizarlos en tráfico sexual o transportar narcóticos. Otros más son asesinados para quitarles el poco efectivo que llevan consigo. Expertos aseguran que la policía mexicana no trata a los migrantes mucho mejor que los cárteles. Un estudio reciente del Servicio Jesuita a Migrantes, organización no lucrativa de México, demostró que los robos, las golpizas y las detenciones arbitrarias de migrantes a manos de la policía se han incrementado 86 por ciento desde 2014.
A pesar de los peligros, “nadie les impide que salgan de América Central”, dice Maureen Meyer, principal asociada para México y derechos de migrantes en la Oficina de Washington para América Latina. “La gente que llega hasta aquí ha encontrado la manera de evadir los obstáculos en México”.
Más de 40 000 niños migrantes llegaron a Estados Unidos entre octubre pasado y junio de este año, según Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés). La agencia insiste en que los traficantes engañaron a muchos migrantes jóvenes haciéndoles falsas promesas de un viaje seguro y residencia legal en el país. Jaime Ruiz, portavoz de CBP, dice que llegarían muchos más si no fuera por la campaña internacional advirtiendo a los niños que no hagan el viaje. En los últimos dos años, la agencia ha financiado anuncios de radio, spotsde televisión —incluso un álbum de música— en Honduras, El Salvador y Guatemala, a objeto de comunicar el mensaje de que la migración puede costarles la vida. “Solo estamos presentando la información”, dice Ruiz. “Los progenitores tienen la última palabra”. Los niños que, finalmente, viajan al norte aún corren el riesgo de ser deportados si logran cruzar la frontera.
El sistema legal estadounidense está a reventar de casos inmigratorios, y el influjo de niños migrantes empeora las cosas, dice Dana Marks, presidenta de la Asociación Nacional de Jueces de Inmigración, sita en California. “Priorizar esos casos ha ocasionado un caos en el sistema —asegura—. Ha perjudicado los casos que han estado pendientes desde hace mucho tiempo”. El año pasado, el ICE envió de vuelta a América Central a más de 1000 menores no acompañados, y de ellos, más de 400 fueron deportados a Honduras. Al preguntar por qué se concentran en deportar a jóvenes llegados desde 2014, un portavoz del ICE declaró que ese grupo cae dentro del esfuerzo de la administración para retirar a los migrantes más recientes. El “Departamento de Seguridad Nacional debe hacer cumplir la ley de manera consistente con nuestras políticas de implementación jurídica”, agregó el portavoz.
Sin embargo, para esos jóvenes deportados, la vida en Honduras a menudo se convierte en un ciclo de temor. “Esos chicos huyen de países con una violencia enorme”, comenta Eliza Klein, exjueza de inmigración de Chicago, quien renunció a su empleo debido, en parte, a que no quería seguir deportando niños a América Central. “A veces ni siquiera están seguros dentro de sus casas”.
El peligro proviene, sobre todo, de dos pandillas rivales, Mara 18 y Mara Salvatrucha, ambas iniciadas por pandilleros deportados de Los Ángeles, y cuyo poder e influencia abarca todo el territorio de América Central. La violencia, que se ha diseminado desde Honduras hacia El Salvador y Guatemala, según Human Rights Watch (HRW), se sustenta en el narcotráfico. Y en años recientes, esos grupos y sus afiliados locales han exigido que los residentes paguen un “impuesto de guerra”, a decir de un reciente informe de HRW; de lo contrario, enfrentan represalias de tortura o muerte.
Los deportados que huyen de las amenazas suelen convertirse en objetivos cuando vuelven al país. Las pandillas exigen obediencia y nunca olvidan, sobre todo tratándose de cristianos evangélicos. Durante años, las pandillas consideraron que los practicantes religiosos eran intocables y podían rechazar el reclutamiento. Pero ahora se han vuelto un blanco como cualquiera, pues las pandillas consideran que la Iglesia amenaza su poder.
Guillén Acosta lo descubrió por la mala. Él y su familia son devotos. Tenía solo 17 años cuando los Mara 18 de su localidad mataron a su tío y a dos primos por asistir a servicios evangélicos. Mara 18 advirtió a Acosta que sería el siguiente si seguía asistiendo a la iglesia. Aterrorizado, apenas salía de casa. Quería escapar de la ciudad, pero las pandillas tienen redes de informantes. Muchos que se mudan a otras ciudades del país, para escapar al peligro, son cazados y asesinados.
Guillén Acosta llamó a su madre en Carolina del Norte y le contó su situación, y ella lo instó a viajar al norte. Los contrabandistas de Guillén lo hicieron cruzar el río Bravo por su cuenta, de México a Texas, diciéndole que se entregara a los agentes de la Patrulla Fronteriza; por ley, si los migrantes no son mexicanos o canadienses, estos agentes deben enviar a todos los menores con un familiar o patrocinador en Estados Unidos (de lo contrario, ingresan en el sistema de acogida temporal). Unas semanas después, Guillén se reunió con sus progenitores en Durham y, al poco tiempo de su llegada, la pandilla de su ciudad mató a otro de sus tíos.
Guillén Acosta teme que, al regresar, la pandilla también lo mate. Y recurrir a la policía no es opción. Según HRW, la policía nacional hondureña es un semillero de corrupción. “La impunidad es regla” en la policía, afirma el informe de HRW. En vez de ayudar a repatriar a los menores, el gobierno hondureño ha restringido a los grupos defensores locales que brindan ayuda. Desde el incremento migratorio de 2014, las autoridades hondureñas han prohibido que los grupos de protección de menores reciban deportados, argumentando que, de esa manera, el gobierno protege las identidades de los migrantes.
Desde que el ICE lo detuvo, Guillén Acosta ha estado entre rejas en el Centro de Detención Stewart de Lumpkin, Georgia, y su arresto ha resonado en toda Durham. Progenitores inmigrantes temerosos envían mensajes de texto masivos alertando sobre vehículos del ICE que merodean sus inmediaciones; y hacen lo mismo para asegurar que sus hijos lleguen a la escuela y regresen a salvo a casa.
Otros residentes quieren defender a los detenidos en las emboscadas de inmigración, sobre todo a Guillén Acosta. Con la ayuda del grupo defensor Alerta Migratoria NC, sus compañeros de bachillerato lanzaron la campaña hashtag #FreeWildin, la cual se hizo viral. Morgan Whithaus, de 18 años, editora del periódico escolar, dirigió mítines y publicó un editorial abierto en el Raleigh News & Observer. “Wildin merece terminar su educación de bachiller”, escribió, “y necesita la ayuda de Durham para evitar que lo deporten a Honduras donde, posiblemente, enfrentará la muerte”.
Semejante apoyo llamó la atención de dos congresistas de Carolina del Norte e incluso del senador de Vermont, Bernie Sanders, todos los cuales han solicitado su liberación. No obstante, Acosta sigue en la cárcel. Tenía la esperanza de graduarse en junio con sus amigos, y pidió a sus maestros que le enviaran las tareas a prisión. Pero la graduación llegó y pasó, y Acosta sigue encerrado, pensando con angustia en lo que está por venir.
“Temo constantemente por mi vida”, dice, acerca de la amenaza de deportación del ICE. “Ellos, prácticamente, destruyeron mis sueños”.