Tristan Gooley, navegador natural, es autor del libro Cómo leer el agua, en el que describe
cómo entenderla, y se apoya en conocimientos añejos de habitantes de diversas
costas del mundo. Dice que los navegadores árabes tradicionales llaman a ese
conocimiento en particular isharat, y los
isleños del Pacífico lo nombran kapesani lematau o ‘la
sabiduría del agua’ o ‘la conversación del mar’. Cuenta, entre muchas, una
anécdota.
Cuando la noticia de un
naufragio le llegaba a los habitantes de la costa de Kaʻū, el distrito más
sureño de Hawái, los lugareños acudían a esperar que las olas les trajeran los
cuerpos de sus seres queridos.Pero no se dirigían a la misma playa; se dividían dependiendo de su
estatus social. Los de alta
alcurnia iban a una y los demás, a la vecina.
Nada
de superstición ni de convención social, la pura realidad; a la playa Ka-Milo-Pae-Ali’i tendían a
llegar los restos de los miembros de la
clase alta, por eso su nombre significa algo así como “las aguas
turbulentas arrojan a la costa a la realeza”. Y a la playa Ka-Milo-Pae-Kanaka llegaban los
comunes, arrojados también por aguas turbulentas. La explicación: las corrientes separaban los cuerpos gordos –bien
comidos, vestidos con suntuosidad– de los famélicos, cubiertos de fibras pobres
sin ningún tipo de adorno pesado.
El navegante, explorador y cartógrafo británico Gooley
realizó tres viajes por el Océano Pacífico y se maravilló con las habilidades
náuticas de los nativos. “Sin usar mapas, compás o sextante, los isleños
encontraban su camino en enormes áreas del océano, valiéndose enteramente de su
interpretación de las señales naturales”, aduce respetuoso.
En un libro anterior, Gooley cuenta que “un marinero
experimentado de las islas del Pacífico, el capitán Ward, aseguraba que los testículos del hombre son el mejor
aparato para evaluar la marejada” y así establecer en qué lugar de la
inmensidad del mar se encontraba, debido a ser una de las partes más sensibles
del cuerpo.
“Lo que hacen los navegantes es sentir el movimiento
del océano; cuando el agua choca con algún obstáculo se forman ondas, y con la
debida atención, se notan patrones específicos, en cualquier lugar del mundo”,
aclara Gooley. “La gente piensa que tienen un sexto sentido cuando los ven
acostados en una canoa, con sus ojos cerrados, y luego dicen sin titubeos que la
tierra está en tal dirección a un día de viaje; lo que en realidad hacen es
sentir esos patrones en el ritmo del agua”.
Cualquier indígena percibirá muchas cosas en cualquier
parte, y será experto sólo en ciertos aspectos específicos, agrega convencido. “Por
ejemplo, pasé un tiempo con los dayak en Borneo y ellos advierten los
movimientos más sutiles de los venados. Si los pusieras en un entorno urbano
probablemente no se darían cuenta de mucho de lo que un citadino nota, pero
seguirían conscientes de cosas como los cambios en las nubes”.
Surge una inquietud: si se vale de señales naturales, queda
este tipo de conocimiento entonces confinado al mundo que cada persona conoce.
Y el mismo Gooley se responde: es cierto que un habitante cosmopolita en
escenarios agrestes no se desempeñaría muy bien sólo, igual que a alguien
acostumbrado a leer las señales de la naturaleza dentro de una gran ciudad.