El mes pasado, Hillary Clinton tuvo una ventaja de 6 puntos sobre Donald Trump en la encuesta de CBS News. Pero ya se ha evaporado. Están empatados desde mediados de julio (incluso antes que Trump disfrutara del previsible impulso en las encuestas a resultas de la convención). Ahora, cada uno tiene el apoyo de 40 por ciento de los votantes.
Y esto es increíble, si consideramos que la campaña de Trump está en ruinas, mientras que la de Clinton es una maquinaria bien lubricada; el hecho de que él casi no ha hecho publicidad, mientras que ella inició el mes gastando 500,000 dólares diarios en anuncios; y también que los líderes republicanos están abandonando al magnate, en tanto que los demócratas se han alineado con Hillary.
El casi empate es especialmente sorprendente dado que Trump no tiene experiencia y no ofrece un conjunto de políticas coherentes ni ideas prácticas, solo fanatismos venenosos y xenofobia desquiciada, mientras que Hillary Clinton aporta un caudal de experiencia, un almacén de políticas cuidadosamente diseñadas, y una profunda comprensión de que lo debe hacer el país para unificarse y dirigir al mundo.
¿Qué pasó? Al parecer, el reciente informe del FBI sobre los correos de Clinton atizó las inquietudes públicas existentes sobre su honestidad y confiabilidad. El mes pasado, en esa misma encuesta CBS, 62 por ciento de los votantes dijo que no era honesta ni confiable; y ahora, 67 por ciento de los votantes manifestó esa opinión.
De manera que, mientras la Convención Republicana se dispone a nominar al candidato menos calificado y más divisivo en la historia estadounidense, los demócratas están a punto de nominar a la candidata más calificada y a la vez, en quien menos confiamos.
¿Cómo explicar esta desconfianza?
He conocido a Clinton desde que ella tenía 19 años. Y durante 25 años, la he observado, junto con su marido, convertirse en carne de cañón de los medios de comunicación; sobre todo, aunque no exclusivamente, de los medios de derecha.
Estuve presente en 1992, cuando defendió a su esposo de las acusaciones de infidelidad de Gennifer Flowers. Estuve en el Gabinete cuando la acusaron de tratos fraudulentos en Whitewater y luego, de nuevas acusaciones de delitos durante los chismorreos de “Travelgate” y “Troopergate”, las cuales fueron seguidas de críticas fulminantes por su papel como directora de la fuerza de trabajo para atención de la salud durante el mandato de Bill Clinton.
Vi cómo la acusaron de conspirar en el trágico suicidio de Vince Foster, su amigo y ex colega quien, no por casualidad, poco antes de su muerte escribió que “aquí [en Washington] arruinar a la gente se considera un deporte”.
Rush Limbaugh afirmó que “Vince Foster fue asesinado en un apartamento que es propiedad de Hillary Clinton” y el New York Post informó que funcionarios de la presidencia “corrieron desesperadamente” para retirar de la caja fuerte de la oficina de Foster un juego de expedientes, hasta entonces no divulgados, algunos de ellos relacionados con Whitewater.
Vi cómo la investigación Whitewater de Kenneth Starr se convertía en la telenovela del segundo periodo de Bill Clinton, estelarizada por Monica Lewinsky, Paula Jones y Juanita Broaddrick, entre otras, culminando con el impeachment de Bill Clinton y la humillación muy pública (y sin duda, dolorosamente privada) de Hillary.
Después, más recientemente, se desató la tormenta por lo de Bengasi, la cual derivó en las investigaciones sobre su servidor de correo, seguida por las interrogantes de cómo o si la labor caritativa de la Fundación Clinton y los discursos lucrativos de la pareja pudieron haberse cruzado en algún punto con el trabajo de Hillary en el Departamento de Estado.
Vale la pena señalar que a pesar de todas las historias, los alegatos, las acusaciones, las insinuaciones y las investigaciones del pasado cuarto de siglo, nunca se ha hallado un solo caso de conducta ilegal por parte Hillary Clinton.
Sin embargo, es comprensible que una persona que ha vivido bajo un ataque tan implacable la mayor parte de su vida adulta se sienta indispuesta a exponer cada mínimo error o tropiezo para que lo conviertan en otro “escándalo”, en otro circo de los medios, en otra serie interminable de investigaciones que generarán burdas teorías de conspiración e interminables inferencias de irregularidades.
Con semejante historia, cualquier persona cuerda, en un acto reflejo, trataría de minimizar los más pequeños descuidos, restaría importancia a los actos inocentes de inatención o no divulgaría errores sin importancia aparente, por temor a dar rienda suelta a los siguientes perros de ataque. Semejante individuo incluso podría mostrarse reacio a bajar la guardia y a participar en entrevistas noticiosas improvisadas o a desviarse mucho del guión.
No obstante, ese impulso reflejo puede causar desconfianza una vez que las respuestas salen a la luz, como siempre sucede; por ejemplo, como ocurrió cuando Hillary fue poco menos que franca en el asunto de sus correos electrónicos. Y el efecto acumulativo puede crear la impresión de una persona que, en el peor de los casos, es culpable de encubrimientos en serie o, en el mejor, de verdades matizadas.
De modo que, aunque su impulso es comprensible, también es contraproducente, como evidencia ahora la creciente proporción del público que no confía en ella.
Es de importancia crítica que Hillary reconozca esto, que luche contra su impulso comprensible de mantener a raya a los atacantes potenciales y que, de ahora en adelante, se vuelva mucho más abierta y accesible, y lo digatodo con claridad y sin miedo.