Danielle Bailey-Lash sufría jaquecas insoportables. El dolor se le extendía del cuello hasta la punta de la cabeza, y después de algunas semanas se volvieron tan atroces que finalmente fue a la sala de emergencias. Allí un escaneo reveló un tumor del tamaño de una caja de jugo en el lado derecho del cerebro. La mujer, de 35 años y madre de dos niños, siempre se enorgulleció de ser sana; hacía mucho ejercicio y nunca fumó ni tomó, por lo que la conmocionó oír el diagnóstico: astrocitoma en fase III, una forma rara y agresiva de cáncer cerebral. Los médicos le dijeron que le quedaban seis meses de vida.
“Estaba devastada”, dice Bailey-Lash, ahora de 41 años. Después de cirugía, radiación y quimioterapia, Bailey-Lash ahora está en remisión, pero el enfrentarse a la muerte la hizo preguntarse por qué se enfermó, y por qué muchos otros quienes vivían en su tranquila comunidad junto al lago en Belews Creek, Carolina del Norte, en las faldas de las montañas Blue Ridge, también estaban afectados por el cáncer.
El culpable posible parecía obvio: a solo 90 metros de su casa hay un estanque de almacenamiento usado por Duke Energy para captar los residuos de su planta de energía a carbón, que está a seis kilómetros de distancia. El lago artificial contiene 4000 millones de galones de lechada de ceniza de carbón, una mezcla de agua y ceniza producida de quemar carbón.
Según un inventario de Duke Energy presentado ante la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, por sus siglas en inglés) para 2010 la planta liberó casi 400 toneladas de contaminantes tóxicos al aire, así como más de 14 toneladas de arsénico, tres toneladas y media de cromo, dos toneladas de cobalto y otros metales pesados tóxicos al estanque, y los residentes se preocupan de que todo eso se filtre a las aguas freáticas. Esto tiene una importancia especial en Belews Creek, donde muchos residentes dependen de pozos para tener agua potable.
Más de 1700 personas, de las cuales alrededor de un cuarto están por debajo de la línea de pobreza, viven dentro de un radio de cinco kilómetros de la planta de energía de Duke Energy y el estanque de ceniza de carbón. “Si uno maneja por el camino que lleva a la planta —dice el activista local David Hairston—, en todas las casas hay alguien que vive con cáncer o que ha muerto de cáncer”. Pero en 2015, cuando el Registro Central de Cáncer de Carolina del Norte observó los casos de cáncer en condados con instalaciones de almacenamiento de ceniza de carbón, incluido Belews Creek, no halló que la incidencia de malignidades fuera más alta que en otras partes del estado.
Los críticos dicen que hubo una falla clave en el estudio: este observaba cifras de todo el condado, una serie de datos lo bastante grande para subsumir y esconder la cifra alta de residentes afectados de cáncer que viven cerca del estanque de ceniza de carbón. Esta deficiencia es representativa de un problema más grande que caracteriza la mayoría de intentos de descubrir lo que hay detrás de cúmulos geográficos de cáncer posibles, pero no confirmados: a menudo, los investigadores no pueden obtener la información granular que necesitan como prueba. “Con las exposiciones medioambientales es mucho más difícil de medir a escala industrial”, dice Hal Morgenstern, epidemiólogo de la Universidad de Michigan, quien estudia cúmulos de cáncer. “Incluso con gente que vive en los mismos vecindarios, algunos pueden estar expuestos mientras que otros no”.
EXPOSICIÓN TEMPRANA: Gesell fue diagnosticada con cáncer de tiroides a los cuatro años; de adulta (derecha) fue diagnosticada con una forma rara de cáncer uterino. FOTO: JESSICA GESELL
Así, la planta de Duke Energy sigue resoplando. “A pesar del estudio amplio de expertos independientes, continúa sin haber evidencia de que la cuenca de ceniza de Belews Creek haya impactado los pozos de agua o la salud de los vecinos”, dice Zenica Chatman, una portavoz de Duke Energy. “Operamos bajo permisos estatales y federales muy estrictos que están diseñados para proteger la salud pública y el medioambiente”.
Lo que sucede en comunidades como Belews Creek expone las serias diferencias raciales y económicas en Estados Unidos, donde los pobres pueblos rurales y las comunidades de color a menudo se convierten en los vertederos de los residuos tóxicos del país. Los residentes de las áreas afectadas afirman que los reguladores estatales son lentos en responder a sus quejas —si es que hacen algo en absoluto— porque sus comunidades son pobres y negras. Pero cuando el departamento de salud estatal envía una flotilla de epidemiólogos a llamar a las puertas, rastrear a exresidentes, peinar registros médicos y tomar obedientemente muestras de aire, suelo y agua, por lo general se quedan perplejos. “Los epidemiólogos tienen un promedio de bateo terrible”, dice el Dr. Raymond Neutra, exjefe de la División Medioambiente y Control de Enfermedades Laborales del Departamento de Salud Pública de California. “Las investigaciones de los pueblos de cúmulos siempre han sido poco productivas, pero este es el tipo de estudios que el público siempre quiere que hagamos”.
Los cúmulos tal vez sean un accidente estadístico, un golpe de mala suerte como lanzar una moneda que caiga en sol diez veces seguidas. A veces, hay otras variables confusas, como concentraciones más altas de fumadores o índices de obesidad, que pueden aumentar los índices de cáncer en un área. Peor aún, “las agencias que recaban información de cáncer no tienen la capacidad de investigar si la gente está expuesta a un cancerígeno en particular”, dice Steven Wing, un epidemiólogo de la UCN-Chapel Hill que estudia la salud laboral y medioambiental. “En consecuencia, uno no sabe quién realmente está bebiendo el agua contaminada o respirando el mal aire. Así que dispararás a ciegas”.
La causa y efecto de los cúmulos de cáncer parece obvia. Una planta abre, emite químicos nocivos, y al paso de varios años cada casa de las cercanías tiene a alguien que sufre de cáncer. Pero caso tras caso, los estudios de cúmulos “rara vez, si acaso, producen un hallazgo importante”, según una revisión de 2012 de investigadores de la Universidad Emory. En un análisis amplio de 428 investigaciones en 38 estados desde 1990, ellos hallaron un aumento en la incidencia de cáncer en 72 de los sitios, pero solo en tres encontraron “por lo menos alguna evidencia” de un vínculo con las exposiciones, y solo una investigación reveló una conexión causal clara: un cúmulo de trabajadores de astilleros en el área de Charleston, Carolina del Sur, había desarrollado cáncer de pulmón después de una exposición prolongada al asbesto.
“La pistola humeante puede ser escurridiza, en especial cuando las exposiciones pudieron haber sucedido diez o veinte años antes”, dice Thomas Burke, subadministrador adjunto de la Oficina de Investigación y Desarrollo de la EPA y experto en investigaciones de cúmulos de cáncer. En algunos casos, los cánceres primero aparecen décadas después de una exposición. Mientras tanto, los individuos estuvieron en contacto con todo tipo de químicos diferentes en el lugar de trabajo, en sus hogares, en el agua y el aire. Además, la gente se muda de los lugares originales, por lo que es difícil documentar sus exposiciones, y es casi imposible saber la magnitud precisa de la incidencia y si los índices en los llamados cúmulos son inusuales.
DESASTRE CALIENTE: La fusión nuclear parcial en el Laboratorio de Campo Santa Susana fue uno de los peores desastres nucleares en la historia de Estados Unidos. FOTO: DEAN CONGER/NATIONAL GEOGRAPHIC/GETTY
Para que un agente provoque cáncer, la exposición por lo general tiene que ser en dosis altas y repetidas, como fumar una cajetilla de cigarrillos al día por 20 años, o tener contacto diario con asbesto en una fábrica. Por ello es que los cúmulos laborales son más sencillos de demostrar: cuando los trabajadores respiran los vapores por años, es fácil documentar la dosis e identificar la causa. Con los cúmulos de cáncer en comunidades, los científicos están en desventaja: no son capaces de medir en tiempo real cuánto de estos contaminantes está respirando la comunidad, y cuales vecindarios o incluso calles están más expuestos. “Si un agente no deja un rastro en el cuerpo o se queda en el medioambiente —dice Neutra— no tenemos las herramientas para detectarlos”.
Incluso cuando el caso circunstancial parece obvio, la evidencia dura puede ser escurridiza. Por ejemplo, en 1985, Marine Shale Processors empezó a incinerar los residuos de un campo petrolero, alquitrán de hulla y creosota en un área pobre de la Luisiana rural. La planta operaba todo el día soltando nubes de un denso humo negro. Los lugareños se quejaron de inhalar los vapores nocivos desde muchos kilómetros a la distancia. A los 18 meses, cinco niños en la cercana Ciudad Morgan, una población con cerca de 12 000 personas, fueron diagnosticados con neuroblastoma, un raro cáncer infantil. No pasó mucho tiempo cuando cúmulos de cáncer similares se identificaron en Taylorville, Illinois, donde las exposiciones se vincularon al alquitrán de hulla. Pero un estudio de 1989 no halló conexión entre los cánceres y Marine Shale. La instalación no fue cerrada sino hasta 1996, después de que reguladores gubernamentales acusaron a la compañía de numerosas violaciones a las leyes federales porque se deshizo inapropiadamente de los residuos peligrosos.
“Vinculamos estas exposiciones en Marine Shale con la instalación en Illinois; encuadraban absolutamente”, dice Wilma Subra, una química medioambiental del sur de Luisiana que atendió a los residentes de Ciudad Morgan. “Pero la pieza faltante era que no teníamos los datos suficientes para rastrear los químicos que eran liberados hasta las exposiciones reales y cuánto es absorbido por el cuerpo. Cuando llegas después del hecho, el cuerpo ya ha excretado los químicos, por lo que no hay rastro”.
Los funcionarios de salud pública están profundamente conscientes de las dificultades inherentes en el estudio de cúmulos de cánceres. Los científicos han desarrollado herramientas más sensibles para medir la exposición, y nuevos métodos computarizados para reconstruir la historia residencial y utilizar fuentes electrónicas de datos, junto con avances en nuestro entendimiento del desarrollo de los cánceres —y los marcadores biológicos que indican la presencia de malignidades— deberían ayudar a mejorar la detección.
Además, el desarrollo de registros nacionales de cáncer ahora puede establecer el punto de referencia de la incidencia de cáncer para que las desviaciones de la norma puedan ubicarse con más facilidad. Además, una revisión recién aprobada de la ley primaria de seguridad química de Estados Unidos, la Ley de Control de Sustancias Tóxicas, debería ayudar. El proyecto, avalado como ley el 22 de junio, le da a la EPA la influencia reguladora para impedir que químicos potencialmente peligrosos entren en el mercado para eliminar con más rapidez aquellos determinados como tóxicos. Las compañías ya no serán capaces de esconderse detrás de afirmaciones de “secreto comercial” para evitar identificar los químicos que usan, lo cual debería dar a la agencia mejores herramientas para identificar causas medioambientales de cáncer. La ley también motiva específicamente a las agencias federales a investigar cúmulos de cáncer.
NO ES BONITO: Lo rosado indica las partes de Simi Valley, California, todavía contaminadas por el Laboratorio de Campo Santa Susana. FOTO: JAE C. HONG/AP
Mientras tanto, gente de todo Estados Unidos tiene que lidiar con las consecuencias de vivir en cúmulos de comunidades no confirmados. Por ejemplo, Jessica Gesell cree que ella es víctima de un accidente nuclear cerca de su hogar en Simi Valley, California, hace más de medio siglo. Diagnosticada con cáncer de tiroides a los cuatro años de edad, en 1984, pasó los siguientes dos años sometiéndose a cuatro sesiones de radiación y siete cirugías. “Una de las primeras preguntas que mi médico le hizo a mi madre fue: ‘¿Cuándo su hija estuvo expuesta a niveles altos de radiación?’”, dice Gesell (la exposición a la radiación es un factor de riesgo demostrado del cáncer de tiroides).
Gesell piensa que sucedió en el útero, cuando su madre bebió agua contaminada por una fusión en el Laboratorio de Campo Santa Susana (SSFL, por sus siglas en inglés), en un suburbio de Los Ángeles. Fundado en 1947 para probar reactores nucleares y sistemas de cohetes, el laboratorio fue operado por compañías aeroespaciales privadas, como Rocketdyne y Rockwell International, las cuales hacían labor de contratistas para agencias federales, principalmente la NASA. En 1989, el Departamento de Energía finalmente admitió que hubo una fusión nuclear parcial en 1959 que vertió más de un millón de galones de tricloroetileno —un solvente industrial y presunto cancerígeno— y cantidades importantes de yodo radioactivo en el suelo. Los materiales radioactivos usados en el sitio tenían vidas medias de décadas o más.
La Compañía Boeing, la cual adquirió 2400 acres del sitio de Santa Susana en 1996, se ha visto involucrada en acciones de limpieza y descontaminación para preservar la tierra como un espacio abierto sin desarrollar. “A la fecha, no hemos hallado evidencia de contaminación fuera del sitio del SSFL que pudiera presentar un riesgo a la salud humana o el medioambiente”, dice Megan Hilfer, una portavoz de Boeing. “Con base en los hallazgos de numerosos estudios de salud independientes y las medidas preventivas que hemos tomado para afianzar la seguridad continua de la comunidad, no hay evidencia de que las operaciones pasadas de la instalación hayan afectado la salud de la comunidad local”.
Gesell, quien se recuperó de su episodio inicial de cáncer solo para verse afectada en 2014 con sarcoma de estroma endometrial, una forma rara de cáncer uterino, no está convencida. Un estudio de 2007 de investigadores de la Universidad de Michigan parecía apoyarla al mostrar que quienes vivían dentro de un radio de tres kilómetros del Laboratorio de Campo tenían 60 por ciento más posibilidades de ser afectados con cánceres de tiroides, del tracto digestivo superior, de vejiga, de sangre y de tejido linfático que quienes vivían a más de ocho kilómetros de distancia. Pero, aun así, Morgenstern, el epidemiólogo de la Universidad de Michigan que encabezó los estudios, no está seguro de que la proximidad sea la culpable. “No todos se ven expuestos de la misma manera, y no podemos medir las exposiciones de un individuo —dice—. Es en extremo difícil separar todas las variables”.
Gesell cree tener toda la evidencia que necesita. “Las cicatrices en mi cuerpo de las incontables cirugías pudieron haberse evitado si se hubieran tomado medidas para mantener a salvo a la gente de nuestra ciudad —manifiesta—. Pero nunca ha habido una limpieza, solo un encubrimiento”.
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Publicado en cooperación conNewsweek/ Published in cooperation withNewsweek