He vivido en muchas versiones
de Estados Unidos.
Como hijo de la década de
1960, recuerdo la segregación racial de los sanitarios y los bebederos
separados en mi ciudad natal de Carolina del Norte. A fines de los años
setenta, fue beneficiario de los programas de acción afirmativa que me
proporcionaron las oportunidades educativas y ocupacionales que fueron negadas
a mis padres y abuelos.
Durante las décadas de los
ochenta, noventa y la primera parte de este siglo, presencié el surgimiento, la
caída y la recuperación de la economía de nuestro país; la aniquilación de
empleos e industrias; el abismo creciente entre ricos y pobres; los logros
asombrosos en los derechos de lesbianas, gays, bisexuales y transgénero, o
LGBT; y la brecha, obstinada y persistente, en los salarios de hombres y
mujeres.
En 2008 –y nuevamente en
2012- vi algo que siempre creí imposible: la elección y reelección de un
afro-estadounidense como presidente de Estados Unidos.
Para bien y para mal, las
corrientes de cambio hacen que la nación sea viable y fuerte. Tal es mi
entender de los Estados Unidos que conozco y amo. Mas no todos comparten mi
entusiasmo por un país cambiante; y menos aun Pat Buchanan.
El columnista sindicalizado y
locutor de ultra derecha, de 77 años, insiste en manifestar opiniones que
promueven su visión de los viejos tiempos: el periodo de la historia
estadounidense en que un selecto puñado de hombres blancos se erigieron en
árbitros de la vida nacional.
Durante una presentación
reciente en “Morning Edition”, de National Public Radio, Buchanan expresó, sin
rodeos, el temor de los racistas acerca de la presunta amenaza que se cierne
sobre Estados Unidos. “De modo que estamos a… ¿qué?… 25 años de que los
estadounidenses de ascendencia europea sean una minoría en Estados Unidos”, declaró,
agregando que la nación “ha cambiado para empeorar, desde nuestro punto de
vista”.
Para entender la dimensión de
lo increíblemente retrógrado de las opiniones de Buchanan, dejaré que él mismo
hable:
Digo, porque solo tengo que ver lo que pasa en Europa.
Y luego veo lo que pasa en todo el mundo, y veo gente en todas partes matándose
por problemas de etnicidad e identidad. Y nuevamente, en los Estados Unidos de
Norteamérica –tenemos un –hemos tenido un éxito enorme. Tuvimos mucha
inmigración desde 1890 hasta 1920. Luego tuvimos un tiempo fuera, cuando esa
gente de Europa oriental y del sur fue asimilada y americanizada.
Aprendieron inglés. Fui a la escuela con los hijos y
las hijas de esa gente. Y creamos un país realmente unido donde 97 por ciento
de nosotros hablábamos inglés en 1960. Ahora, en la mitad de los hogares de
California, la gente habla en sus casas una lengua que no es inglés. Me parece
en extremo ingenuo que alguien que piense que es posible sostener un país sin
que haya un núcleo étnico o un núcleo lingüístico.
La ideología estadounidense
de Buchanan, confusa y nostálgica, solo existió en los espacios vacíos de su
mente, y en las mentes de individuos como él. Porque para el resto de nosotros,
esta nación ha sido un lugar diferente.
A no dudar, la nostalgia de
Buchanan por la versión hollywoodense de Estados Unidos a mediados del siglo XX
resuena con el resentimiento blanco de las realidades modernas. Ya he hablado
al respecto con anterioridad, señalando que cada vez más investigaciones
sociales sugieren que existe un creciente contingente de hombres blancos
quienes lamentan que la vida en Estados Unidos no es tan buena como lo fuera,
por ejemplo, en 1950; y tienden a culpar de ello a los inmigrantes y a la gente
de color.
He sido testigo presencial de
ello, y he observado a Buchanan explotar la situación con gran maestría. Como
reportero político nacional, cubrí su fallida postulación por las nominaciones
presidenciales del Partido Republicano en 1992 y 1996. Viajé con su comitiva de
campaña, la cual atrajo multitudes de militantes nacionalistas antisemitas y
blancos económicamente desposeídos, quienes lo vitorearon cuando alardeó que
detendría a los inmigrantes en la frontera.
Antes de retirarse tras las
primarias del Súper Martes de 1996, Buchanan la pasó estupendo enarbolando un
tridente en sus mítines, y declarando: “Aquí vienen los campesinos con sus
horquetas”. Sin embargo, nunca fue una amenaza seria para convertirse en
presidente con su mensaje populista vulgar, y plagado de errores fácticos.
Entonces (y todavía hoy)
Buchanan pretendía vender la idea anacrónica de que Estados Unidos era una
colección de pequeña ciudades rurales, repletas de blancos cristianos temerosos
de Dios, donde no había gente de color, inmigrantes, LGBT ni –quizás-
progresistas políticos. Pero ese jamás ha sido el caso, y menos aún en la actualidad.
Jed Kolko, economista
independiente y prominente miembro del Centro Terner para Innovación de la
Vivienda, en la Universidad de California, Berkeley, analizó hace poco el
perfil demográfico de la nación para FiveThirtyEight. En la publicación Web con
el provocativo título “La normalidad estadounidense no es un pueblo pequeño de
gente blanca”, Kolko concluye que New Haven, Connecticut es el lugar con el
mayor derecho de considerarse “la normalidad estadounidense”, seguido por
Tampa, Florida, y Hartford, Connecticut. Según el análisis de Kolko
“normalidad” es lo que más se aproxima a la demografía del país.
Apuesto lo que sea a que
Buchanan no pensaría que alguno de esos lugares es la “normalidad
estadounidense”, porque no son de mayoría blanca.
“Por supuesto, todos tenemos
ideas propias sobre lo que debe ser el aspecto real de Estados Unidos”,
escribió Kolko. “Y esas ideas podrían estar fundamentadas en nuestra nostalgia
personal o en nuestras esperanzas para el futuro. Pero si tu imagen de la realidad
estadounidense es un pueblo pequeño, es muy posible que estés pensando en una
nación estadounidense que ya no existe”.
Bien, me alegro. Porque la
versión de Estados Unidos que nos presentan en guiones televisivos jamás ha
sido mi realidad. Y tampoco quiero que lo sea. Todo lo que he experimentado en
mis casi seis décadas de vivir y trabajar en esta nación me dice que este país
está en cambio constante, mejorando.
Nada en nuestro país es
estático, inmutable, o permanente. Y no quiero que eso cambie, no obstante lo
que opine Pat Buchanan.