Desde
niño, Albert Einstein fue muy distraído. Aprendió a hablar hasta los tres
años, por lo que sus padres pensaron que tenía retraso mental. De hecho, el padre
de la teoría de la relatividad nunca fue un buen estudiante.
A los cinco años de edad su padre le regaló una brújula y ésta despertó su interés por la ciencia. Reprobó su examen de ingreso en la universidad, ya que sólo aprobó la materia de física.
En sus primeros
años como investigador y científico trabajó completamente solo y aislado. Según
sus allegados, Einstein salía a pasear con su violín e interpretaba piezas de Mozart mientras se sentaba a
observar a los pájaros y, en algunas ocasiones, esto le producía el llanto.
Durante
la Segunda Guerra Mundial, Einstein alertó con una carta al presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, de las intenciones de los alemanes de crear una
bomba atómica y se ofreció a colaborar con ellos para construir una.
Thomas
Stoltz Harvey, el médico que realizó la autopsia al científico, conservó
el cerebro del genio durante décadas con la intención de estudiarlo. Después, Michael Paternini lo tuvo en posesión y, aunque envió varios pedazos del órgano a diversos expetos en anatomía, no consiguió averiguar nada sobre el genio. Fue hasta que éste llegó a manos de la investigadora Marian Diamond, de la Universidad de
California, Berkeley, cuando se descubrió que Einstein tenía una gran cantidad de células
gliales, las cuales se encargan de almacenar información.