Ruslán, sus amigas y amigos eligieron el claro de un bosque: los abetos, los robles y las hayas abrían un espacio para acampar, arrojar unos lienzos para recostarse en la hierba, prender una fogata, sacar la carne y asarla. Los estudiantes de secundaria no querían que a su última celebración juntos del Día del Trabajo la tiñera una vez más el rojo de las banderas con la hoz y el martillo que, ese día, avanzarían por las calles de Kiev, su ciudad, como ocurría cada 1 de mayo desde que la Revolución Rusa impuso sus rituales festivos 70 años atrás. Su opción fue, el mediodía de ese jueves de 1986, viajar por carretera hacia el norte y sumergirse en una naturaleza que les daría el aire tibio de la primavera. Tímida, iba desplazando al paralizante invierno de Europa del Este. Pero algo le sobraba a ese paraje apacible a 50 kilómetros de la capital de Ucrania —donde estaban sus casas— y a unos 70 kilómetros de Chernóbil —la frontera septentrional—: el silencio.
“La radio era nuestra única conexión con el mundo —explica Ruslán—. Estábamos buscando frecuencias de música para bailar alrededor del fuego donde estaban los churrascos y la barbacoa, pero de repente se escuchó una voz aguda”. Gosteleradio CCCP, la gran emisora oficial soviética, o alguna otra que hacía eco del mandato del presidente del Soviet Supremo, Andréi Gromyko, interrumpía la programación para un informe urgente. El joven de 17 años prestó atención y oyó la siguiente frase que en este 2016 repite: “Ha hecho explosión el cuarto reactor de la Planta de Chernóbil. Nubes que provienen de esa zona contienen elementos radiactivos. Todos los habitantes tienen que esconderse, cerrar puertas y ventanas en caso de lluvias”. Los jóvenes se enteraban de que el cielo podía transportar una insospechada amenaza: la radiactividad. “En ese mismo momento, mis amigos y yo sentimos cómo empezó a caer la lluvia”, recuerda Ruslán Spírin y simula con sus manos que se abren y cierran la caída del agua que podía provenir de la cercana área de la explosión.
El tic, tic, tic de las gotas sobre las hojas fue el primer aviso de los efectos del estallido que cinco días antes, la madrugada del sábado 26 de abril, se volvería el más grande accidente nuclear de la historia (nivel 7) y, probablemente, el mayor desastre medioambiental de la humanidad. Greenpeace calcula en 200 000 el número de muertos y el Ministerio de Salud de Ucrania estima en 2.4 millones —entre ellos más de 400 000 niños— las personas que han padecido cáncer y otras enfermedades asociadas al material arrojado por la planta: sobre todo uranio, circonio, erbio, grafito, boro y europio, cuya cantidad en el ambiente fue 500 veces mayor al de la bomba de Hiroshima en 1945.
“La magnitud de la tragedia es inimaginable”, dice Ruslán, el hombre que en esos días era un adolescente en vísperas de entrar en la Universidad Nacional Lingüística de Kiev. Hoy, a sus 47 años, es el embajador de Ucrania en México.
“Escucharon las gotas de lluvia que podía ser radiactiva. ¿Qué hicieron?”, le pregunto. La voz aguda de la radio continuó con el aviso: “Para sacar del organismo uno de los elementos más importantes de la radiación, el yodo, hay que tomar vino tinto —dice Ruslán imitando al locutor—. Fue lo único que nos gustó de la noticia —se ríe—: éramos jóvenes, alegres y optimistas”. A seguir tomando vino: la fiesta en el bosque continuó.
Pero ni las risas ni el optimismo dominaron desde entonces a Ucrania, ni a la vecina Bielorrusia, las dos repúblicas más lastimadas por la radiación. “Los primeros días Moscú mantuvo el secretismo —explica—. Las autoridades preparaban la pasarela del 1 de mayo y querían un ambiente tranquilo, aunque por eso se afectara la salud de la población”. Al rato, con las secuelas alegres del asado, el baile y el vino en la sangre, los chicos volvieron a casa en horas en que a Kiev se le perturbaba la rutina: el desastre ya era inocultable y subía la presión internacional para que se conociera la verdad. “A las dos semanas ya se soltó todo: los diarios hablaban del tema, las autoridades no pudieron esconder más la información. Cada día se informaba desde el campo de batalla: hubo tantos muertos, evacuados, afectados”.
¿Los culpables del desastre? “El gobierno de la URSS —dice el embajador—, que hoy es igual al gobierno de Rusia”, y añade: “Quince repúblicas soviéticas eran esclavas de Moscú”. Tener la Planta de Chernóbil en territorio ucraniano era, quizás, una forma de esclavitud ejercida por Rusia, sede del poder político.
—¿Rusia mantiene ese espíritu? —le pregunto.
—Desde el colapso de la URSS, Rusia sigue una política imperialista: quiere recuperar sus esclavos, ser el zar del universo, tragarse al mundo. Pero como es imposible tragarse todo, muerden como perros a sus vecinos: primero ocuparon con soldados las regiones Moldavia y Transnistria. Luego Nagorno Karabaj en Azerbaiyán. En 2008 metieron aviación y tanques a Georgia. Después nos tocó a Ucrania, al ocupar la Península de Crimea pese a que la comunidad internacional rechazaba desde la ONU que Rusia se las anexara. Y ahora hay tropas rusas en Lugansk y Donetsk —responde—. Todo eso afecta hoy tanto como entonces afectó la explosión: a las autoridades (del gobierno de Vladímir Putin), ni entonces ni ahora la gente les importa”.
El imperialismo ruso es, en la ecuación del embajador, el nuevo Chernóbil.
DESNUDOS
La Planta de Chernóbil debía ponerse a prueba. La energía eléctrica fue cortada la noche del 25 de abril de 1986 para evaluar cómo, ante una contingencia similar, funcionaría un sistema emergente de enfriamiento de agua. Pero la potencia del reactor 4 aumentó a niveles de altísimo riesgo la temperatura del reactor nuclear. El hidrógeno que guardaba no resistió: explotó y salieron expulsados elementos radiactivos. La planta comenzó a incendiarse.
Prípiat, ciudad vecina y principal centro habitacional de las familias trabajadoras, era desalojada. Pero en aire y agua la radiactividad avanzaba.
Ya entrado mayo, a 127 kilómetros de ahí, la población de Kiev era obligada a convertir sus hogares en cajas blindadas para que los elementos nocivos no entraran, o no lo hicieran con tanta libertad. Ruslán, su hermana menor y sus padres —una maestra y un químico— comenzaron a tomar los recaudos que el gobierno ordenaba. Tapaban los filos de las puertas y las ventanas con trapos y sábanas que después de unas horas debían ser desechados en la basura. “Si no los tirabas, la radiación se te pegaba”, dice. Había que lavar con insistencia los pisos, morada final de las partículas: “Estábamos con miedo y limpiábamos todo: manos, cabeza, cuerpo, diez veces al día. Y aunque el estudio, el trabajo, la vida seguían, la tensión psicológica aparecía porque podías morir sin saber cuándo. Eso era el horror: el enemigo era invisible, las partículas podían estar en cualquier lugar y no sabías si ya las tenías y pronto enfermarías, si tendrías cáncer en tres o diez años. Sólo rogábamos a Dios”.
Pero para el gobierno soviético Dios era el jabón y los líquidos especiales, que se restregaban sobre el pavimento después de las lluvias. “En todas las calles de la ciudad iban camionetas con agua y espuma para liquidar el polvo que caía. Era una película de terror: algo malo estaba presente. Al terminar, la gente podía salir” y pisar nuevamente el pavimento, que debía ser limpiado otra vez en cuanto las lluvias volvieran a mojar el suelo implantando sus partículas del mal. La historia sin fin.
Ante la evacuación de los 160 000 habitantes de Prípiat, el gobierno ordenó la construcción de Slavutich, una nueva ciudad a 40 kilómetros de Chernóbil que recibiría a las familias trabajadoras víctimas de la explosión. Pero la capital ucraniana ofrecía grandes áreas que también podían ser refugio. Dniprovskyi, el barrio de Ruslán, fue elegido para dar la bienvenida a buena parte de los 30 000 evacuados que en suma fueron reubicados en Kiev.
—¿Cómo fue tener de vecina a toda esa gente?
—Lo perdieron todo. No podían traer de su casa ni juguetes, ni libros, ni fotos. Nada, porque cualquier cosa podía estar contaminada. Vinieron desnudos, y no es una metáfora: debían quitarse la ropa con que llegaban. Hablaban mal de un gobierno que les había asegurado: ustedes trabajan en una planta atómica con todas las medidas de seguridad. Y de repente, explota.
LOS BUENOS Y LOS MALOS
El gobierno de Vladímir Putin niega estar detrás de los separatistas ucranianos de ideología pro rusa que en Donetsk y Lugansk han tomado las armas contra el gobierno de Petró Poroshenko. Su posición es: no tenemos nada que ver, esos soldados ni siquiera traen insignias rusas. “Los civiles separatistas no saben luchar en las batallas —refuta el embajador—. Son guiados por oficiales en máquinas blindadas que no se venden en el súper, y que vienen de Rusia. (El conflicto) nos afecta mucho: destinamos personal y financiamiento para defendernos contra Rusia, aunque en realidad (Ucrania) defiende a toda Europa: nadie sabe cuál será el próximo objetivo ruso”.
—¿Ese encono Rusia-Ucrania se filtra a los pueblos?
—Históricamente somos vecinos y hermanos. Pero las absurdas visiones políticas rusas hacen chocar a las naciones. La propaganda rusa explica a su población: “Hay malos y hay buenos. Los ucranianos son los malos”.
—¿Hay dolor por todo lo que sienten que Rusia les ha hecho vivir?
—La filosofía del pueblo ucraniano es: lo que no mata, fortalece. Sobrevivimos bajo cualquier presión. Hay que defendernos con la paz; Ucrania se niega a la guerra. Dijo Gandhi: “No hay caminos para la paz; la paz es el camino”.
Por Ucrania pasan ductos del gas que Rusia comercializa en varios países de Europa. La nación que dirige Poroshenko tiene, de cierto modo, control de una importante fuente de recursos para Rusia. Pero hay más: “Ucrania es hoy un país desarrollado en lo cultural, científico, tecnológico y agrícola, y es cuna de la civilización rusa —añade—: Kiev tiene 1500 años, Moscú 850. Antes (del siglo IX al XIII) Rusia se llamaba ‘Rus de Kiev’. Al independizarnos, Rusia perdió sus raíces y quiere recuperarlas. Rusia salió de Ucrania”.
PECES MUTANTES
Las mujeres embarazadas o con intenciones de tener hijos se enfrentaron a un drama: si su cuerpo estaba contaminado, su hijo podía presentar mutaciones genéticas. Y eso significaba que podían nacer muertos o con malformaciones. “Cada mujer que venía de esa zona tenía miedo: muchos (bebés, que hoy son) jóvenes nacieron con enfermedades genéticas”.
La leucemia, el cáncer de tiroides y mama tuvieron un alarmante crecimiento tanto en quienes se expusieron a la radiación como en su descendencia.
La templanza ucraniana quizá sirvió para inhibir el pánico. En 1941, el Ejército Nazi invadió Ucrania con la Operación Barbarroja, capturó Kiev y sometió a la población judía a una violencia despiadada. La guerra Nazi-Soviética, quizá la lucha armada más mortífera de la historia, arrojó 3 millones 500 000 muertos.
La impronta de ese dolor en las generaciones de los padres y abuelos de Ruslán ya había curtido el pellejo de la población, que no se aterrorizaba fácil. “En la Segunda Guerra Mundial los nazis ocuparon todo el territorio y ya sabíamos cómo actuar ante situaciones graves. Lo primero que (en 1986) nuestros padres nos enseñaron fue: calma. Jamás aterrorizaban con emociones y palabras a sus hijos. La idea era: si estás afectado (por la radiación) no puedes hacer nada: gritar o llorar no ayuda. Seguíamos sus órdenes, y si no perdimos más vidas fue por su actuar”.
Pero a las atrocidades de la radiación no había modo de ponerles un alto total, y peor aún si el gobierno soviético mandaba al infierno a su gente. Desde el día de la explosión y durante varios años fueron enviados a la propia planta y a las regiones aledañas unos 600 000 liquidadores, como el gobierno llamó a los obreros, científicos, mineros y bomberos a los que ordenó, con acciones de limpieza, mitigar los efectos de la radiación. Ese personal llegó a recibir 40 000 roentgens. Es decir, 50 millones de veces más de las unidades máximas de radiación tolerable en un ser humano. “Los liquidadores no tenían respiradores especiales ni trajes de plomo para protegerse y ni siquiera les informaron qué clase de tragedia era. La vida en Ucrania continuó incluso con discotecas y cines, pero atrás de toda esa vida que seguía hubo héroes que lucharon por nuestra supervivencia. Aún les damos las gracias”, dice Ruslán.
—¿Y que hacía el gobierno ucraniano del primer ministro Oleksandr Liashko ante la exposición mortal de sus compatriotas, conducidos fatalmente a Chernóbil y sus cercanías para faenas de limpieza?
—Él entendió que si reaccionaba contra las órdenes de Moscú perdía su trabajo. Todos actuaban según las reglas políticas: como en la guerra, no puedes desobedecer órdenes. Y (Liashko) cumplió —responde el embajador.
En datos de la Unión Chernóbil de Rusia, tras el contacto directo con los químicos 60 000 liquidadores murieron y 165 000 quedaron discapacitados.
¿Había síntomas evidentes entre los habitantes de Kiev de los males causados por la radiación? Ruslán guarda silencio, y tras unos segundos refiere alopecias furtivas. Como si se hubieran sometido a quimioterapias, mujeres y hombres se quedaban calvos en procesos veloces e inexplicables. “Una comadre” de su familia y “un amigo perdieron el pelo”, se limita a decir. Ni una palabra más. El diplomático prefiere extraer de la memoria el humor. La Fábrica de Repostería Karl Marx lanzó en 1956 el llamado “pastel de Kiev”, que se volvió un símbolo de la ciudad: sus hojas de castaño, capas aireadas de merengue con avellanas, glaseado de chocolate y crema de mantequilla cautivaron a la URSS, que pronto asoció el postre con la capital de la nación. “En ese entonces circulaba una broma —dice Ruslán—: ¿cómo identificas un ucraniano de Kiev de uno de otro lugar? Los dos están partiendo el pastel, pero el de Kiev está completamente calvo”. El embajador hace una mueca que no alcanza a ser sonrisa.
La amenaza de Chernóbil superaba los límites de Chernóbil. El río Prípiat, aledaño a la planta nuclear, había sido contaminado en su afluente con radioisótopos de cesio. Y su agua entraba al río Dniéper, del que históricamente los habitantes de Kiev obtienen alimento. Las aguas se mezclaron y el mal invadió, por ejemplo, los lucios, tradicional alimento kievita. “Hay peces mutantes por la radiación”, afirma Ruslán.
Comer y caminar se volvió un riesgo. En masa, las familias comenzaron a adquirir contadores de Geiger, aparatitos poco más grandes que una pluma para colocar sobre el piso del lugar al que uno llegaba o bien insertar en el bocado que uno pensaba ingerir. De ese modo se medía la radiación ionizante a la que el ser humano se estaba exponiendo.
“Si tu comida tenía radiación, el Geiger hacia un ruido: trrrrrr”, exclama Ruslán. Y si los niveles eran muy altos había que apartar el platillo. Entonces, más dudas: pocos sabían qué nivel de radiación era tolerable. “(El Geiger) te indicaba: la radiación es 200, 199. ¿Y eso qué significaba? ¿Qué hacías con esa información?”.
Prípiat, hasta hoy una ciudad fantasma en la que dentro de los edificios abandonados aún están los lúgubres vestigios de la gente que ahí vivía —con muebles, fotos, libros, todo contaminado e intocable—, fue cerrada y protegida por personal militar, igual que los fértiles campos de los alrededores, de los que la población ucraniana obtenía productos naturales. Las manzanas, las ciruelas, las bayas y muchos otros alimentos solían estar contaminados. Y durante un tiempo surgió otro problema: los campesinos cultivaban en zonas prescritas para la agricultura especies de hongos como el boletus edulis y el lactarius deliciosus porque crecían como nunca antes. “Los hongos llegaban de los bosques de la zona prohibida hasta los mercados: por ser mutantes eran muy grandes y bonitos, pero contaminados: si comías eso podías morir”.
Hasta mediados de la década de 1990, los muertos por consumo de hongos en lo que años antes fue la URSS se contaron por cientos. “El veneno ataca el hígado y los riñones. Las autopsias muestran que los órganos de las víctimas estaban totalmente destruidos. La gente intoxicada muere a los tres días”, dijo en 1992 Larisa Zhigúlina, subjefa del Comité de Salud Pública de Vorónezh, al periódico El País.
Clavar el aparato Geiger en las frutas y verduras era un acto de conciencia y supervivencia.
Comer, caminar, procrear, respirar, mojarse con agua de lluvia: todo era riesgo de muerte. “Chernóbil no fue una tragedia ucraniana —dice Ruslán—. Fue una tragedia universal”.
PAZ CON ARMAS
Al hombre que hace cuatro años asumió la embajada de Ucrania en México se le traba el gesto cada vez que Rusia se vuelve tema. Y se vuelve tema a cada minuto. Si pregunto sobre la planta nuclear, sobre los liquidadores, sobre su familia, sobre Kiev, pronuncia “Rusia” con amargura.
—¿Qué piensa de la energía atómica?
—Es peligrosa. Hace 25 años, en el colapso de la URSS, Ucrania era la tercera potencia mundial nuclear. En 1994 se firmó el Memorándum de Budapest: debido a Chernóbil, los países del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas obligaron a Ucrania a deshacerse de sus armas nucleares. A cambio, esos países, entre ellos Rusia, garantizaron nuestra integridad territorial, soberanía e independencia: debían defendernos de cualquier amenaza. La realidad fue que Rusia aprovechó que Ucrania se quedó sin armas, sin defensa, para atacarnos: han violado unos 20 tratados de amistad y cooperación, y destruyen los sistemas de seguridad y jurídicos internacionales. Con ese precedente, los países con armas nucleares nunca van a querer deshacerse de ellas. ¿Para qué? Ven que el país que debía defendernos nos atacó, y además ese país es miembro del Consejo de Seguridad con derecho a veto. El año pasado, más de 30 resoluciones de la ONU contra Rusia por sus agresiones a Ucrania no fueron aprobadas por el veto de Rusia (ríe).
Ruslán me señala la bandera de su país que se alza en la embajada. “Azul y amarilla —dice—: azul, el cielo; amarillo, los campos de trigo. Ucrania producía el 80 por ciento de los alimentos de la URSS. Nuestra tierra es fértil y representa riqueza: siembras un palo y crece una planta. Eso interesa a los conquistadores, y por eso toda la historia de Ucrania es la lucha por la independencia”.
Aunque Ruslán acude a Gandhi para decir “la paz es el camino”, en su discurso se entrevén las armas: “Debemos mantener nuestra defensa contra Rusia, que ocupa 3 por ciento de nuestro territorio —advierte—. En Donetsk y Lugansk hay 10 000 soldados y oficiales rusos. Y eso afecta hoy tanto como entonces Chernóbil: lanzan bombas y cohetes, derriban aviones, explotan y hunden minas de carbón. Esas explosiones producen radiación que contamina el agua de Europa”.
El embajador, con sus casi dos metros, se levanta y da un apretón de manos con la fuerza de un gladiador. Ayer fue Chernóbil; hoy es Rusia.
A 30 años de la explosión nuclear, a Ucrania le nacen enemigos.
“La paz se aproxima y vamos a florecer”, dice. Pero el aire huele a guerra.