LA AVENIDA BRASIL está hecha de asfalto y retazos de vida. Sus 58 kilómetros perforan las entrañas de 26 distritos que retratan la heterogeneidad de Brasil.
Es un trazo urbano que enlaza las favelas de suburbios marginados como Bangu (a las que el Cristo de Corcovado da, literalmente, la espalda) con los sofisticados barrios de Ipanema o Copacabana a los que la estatua ofrece sus brazos abiertos.
Todos los que moran a lo largo de dicha autopista tejen sus historias con los habitantes de otra veintena de estados para conformar un solo titán sudamericano que hoy se doblega.
Brasil atraviesa, posiblemente, la peor crisis político-económica desde la Gran Depresión. En 2016, por segundo año consecutivo, su economía retrocederá 4 por ciento, lo que supondrá la destrucción de un millón de empleos más.
Sólo a Venezuela le aguarda una realidad más precaria en Latinoamérica.
Curiosamente, se trata del mismo país que desbancó al Reino Unido como la sexta potencia económica global hace cinco años, el que cuadruplicó su producción agropecuaria entre 2000 y 2010, presumió poseer tierras cultivables que superaban a las de Rusia y Estados Unidos juntos, y se posicionó como una potencia petrolera.
Para comprender su caída hay que mirar el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, pero sobre todo, hay que entender la psique de la clase “C”, como han bautizado sociólogos y economistas a la naciente clase media que hoy tiene acceso a “casa”, “coche” y “crédito”, porque es la misma que actualmente sale a las calles a exigir un nuevo gobierno.
UN FRÁGIL BIENESTAR
En 2012, una serie televisiva llamada Avenida Brasil hipnotizó a uno de cada tres brasileños porque narraba, por primera vez, la historia de una huérfana que ascendía en la escala social —nada nuevo en realidad—, pero describiendo con agudeza la cotidianidad de la nueva clase media brasileña.
La vida de los millones de telespectadores era una versión matizada de la proyectada en las pantallas.
Hoy, la clase “C” está conformada por 120 millones de personas (60 por ciento de la población de Brasil) que ganan entre 500 y 1400 dólares mensuales.
Pero el rasgo más importante: 40 millones de ellos vivían en estado de pobreza hace menos de diez años.
Son hombres y mujeres pertenecientes a familias de obreros o empleados cuya calidad de vida ha mejorado, y que son más críticos que sus padres o abuelos con respecto a la Iglesia y el Estado.
Sus coches tienen seis años de antigüedad (en vez de 20 años, como los de sus padres); uno de cada cinco tomó un avión por primera vez durante el gobierno de Lula, y sus hábitos de consumo se han transformado.
Pese a ello, siguen lidiando con un sistema de transporte público ineficaz, un sistema educativo mediocre y se atienden en hospitales que carecen de insumos básicos.
El bienestar que les concedió Lula da Silva está prendido con alfileres.
LA ERA DE LULA
Lula es un tipo inteligente y profundamente carismático. Barack Obama lo llamó alguna vez “el político más popular del planeta”.
Durante los ocho años de su mandato (que concluyó el 31 de diciembre del 2010) transformó su país. La economía creció a un ritmo anual promedio de 4 por ciento, el desempleo se redujo de 11 por ciento a 5.5 por ciento, se amortizaron los pasivos de Brasil con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la nación se consolidó como un jugador petrolero global.
La pobreza cedió.
Pero Lula no lo consiguió solo.
El “milagro brasileño” no habría sido posible sin los Fernandos que le antecedieron.
Fernando Collor de Mello —quien asumió el poder en 1989— fue el precursor de reformas como el congelamiento de precios, tarifas y salarios, e iniciador de una etapa privatizadora en Brasil. Pero era malo para las alianzas políticas y el poder se le escapó de las manos en 1992. Durante los dos años posteriores fue relevado por su vicepresidente, Itamar Franco.
En las elecciones de 1994, Lula ya era una figura política que contendió contra Fernando Henrique Cardoso, pero resultó vencido.
Como presidente, el neoliberal Cardoso puso en marcha el “Plan Real”, que inició una oleada de privatizaciones (muchas de ellas, cuestionadas en el presente), redujo la inflación de 2000 por ciento a 2 por ciento y mejoró los índices de pobreza.
Cuando Lula tomó las riendas de Brasil —el 1 de enero de 2003— no quiso arriesgar lo ganado ni provocar una fuga de capitales. Lejos de romper con el modelo de sus antecesores, nombró a Antonio Palocci como ministro de Finanzas, y a Henrique Meirelles como banquero central, para asegurar la continuidad.
LOS ESTRAGOS DE DILMA
Lula da Silva abandonó el poder con la aprobación de 87 por ciento del electorado brasileño, un privilegio del que pocos exmandatarios pueden ufanarse.
Dilma Rousseff parecería pues la única responsable del desastre. Pero no, la ecuación es más compleja.
En economía, nada sucede de un día para otro. Las decisiones tomadas hoy se traducen en hechos en dos, tres o diez años.
Con los yerros sucede exactamente lo mismo. Y el Brasil de Lula cometió errores económicos y políticos.
En el ámbito puramente económico, apostó por China y su generosa demanda de materias primas. Pero la potencia asiática perdió ritmo.
En casa, Lula depositó su confianza en la demanda interna acicateada por la clase “C”, desatendiendo la competitividad del país.
El Índice de Competitividad del World Economic Forum (WEF) confirma lo anterior. En 2002, poco antes de la llegada de Lula a la presidencia, ubicaba a Brasil en la plaza 45 (de un total de 150 países).
Cuando este abandonó el poder, Brasil había descendido al lugar 56 pese a su aparente pujanza económica.
En 2015, Brasil cayó hasta el sitio 75.
¿Qué supone lo anterior? Que el país se olvidó de generar un entorno institucional propicio para los negocios de largo plazo, desatendió la construcción de un mercado laboral propicio para el empleo; y se apoya en un marco impositivo alto que desincentiva la innovación y los nuevos proyectos.
EL ESCÁNDALO PETROBRAS
Los errores económicos habrían sido reversibles. Los políticos, no tienen marcha atrás.
Se presume que Petrobras, la empresa estatal más importante de América Latina, otorgó licitaciones a algunas constructoras a cambio del cobro de sobornos. Coimas que sumaron 3000 millones de dólares que, según las investigaciones preliminares, fueron “blanqueados” a través de lavanderías de autos.
Un entramado de corrupción se registró entre 2004 y 2012, cuando Lula era jefe del Ejecutivo y Dilma Rousseff presidía el Consejo de Administración de Petrobras.
Este expediente ya generó la detención de Joao Vaccari Neto, tesorero del PT, y de Marcelo Odebrecht, un conocido empresario brasileño, pero lo más importante: pone en entredicho la probidad de Lula, quien fue sujeto a un largo interrogatorio a principios de marzo.
Y la clase “C” brasileña arde.
Desde que Dilma asumió el poder, su ingreso se ha visto mermado en 35 por ciento (medido en dólares) por los desaciertos económicos, pero hoy, además, se siente defraudada por el presidente de los obreros.
Hace unos días, tres millones de brasileños vestidos de verde-amarelo tomaron las calles de 20 ciudades de Brasil para exigir la destitución de Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula, los iconos del Partido de los Trabajadores (PT).
Sus brazos agitaban simbólicos Pixulecos, los muñecos de todas las tallas que aluden a un Da Silva vestido de presidiario y con el número 171 grabado en el pecho (para recordar la legislación que castiga los fraudes contra el erario en Brasil).
Jóvenes, adultos y ancianos han decidido depositar su confianza en el juez federal Sergio Moro, quien desde Curitiba investiga los entresijos del escándalo de Petrobras.
Lula lo niega todo. Afirma que es víctima de persecución política. Deberá probar que todas las sospechas que enfrenta son realmente producto de la confabulación de quienes quieren cortarle el camino hacia la presidencia en 2018.
Tendrá que convencer de nuevo a la clase “C” que parió su gobierno, recuperar la confianza de aquellos que conocen la pobreza, y pueden aceptarla de regreso, pero cuyo código de valores no consiente la traición.