En noviembre, investigadores chinos anunciaron un descubrimiento alarmante: un nuevo superagente bacteriano que acechaba en la cadena alimentaria.
Luego de realizar pruebas animales de rutina, hallaron una gran cantidad de muestras de E. coli resistentes a la colistina, antibiótico utilizado como última línea de defensa contra las infecciones más mortíferas. Las muestras, procedentes de una granja de cerdos comercial cerca de Shanghái, confirmaron que luego de años de mezclar toneladas del medicamento con el alimento animal, se había desarrollado una cepa bacteriana que ya no podía aniquilarse con uno de los antibióticos más eficaces y tóxicos que existe.
El hecho de que la colistina ya no tuviera efecto contra esa cepa de E. coli no era la peor parte —ni la más sorprendente— de la noticia. Los investigadores también descubrieron que la bacteria había desarrollado un nuevo gen, el mcr-1, el cual permite que la resistencia pase de célula a célula, de cepa a cepa, e incluso a distintas especies bacterianas. Pareado con microbios más agresivos, como la Klebsiella (bacteria común en ambientes hospitalarios, que puede ocasionar neumonía), este gen podría dar origen a organismos resistentes a todos los tratamientos conocidos.
“Este es un punto de inflexión”, dice el Dr. Yohei Doi, experto en resistencia antimicrobiana de la Universidad de Pittsburgh, quien colaboró con los investigadores en China. Junto con la comunidad de expertos en enfermedades infecciosas, hace años que Doi ha advertido que el abuso de los antibióticos en agricultura y medicina nos está orillando a un futuro donde las infecciones rutinarias se volverán aún más difíciles de combatir, y más letales. A diferencia de otro tipo de medicamentos, los antibióticos pueden perder su potencia con el tiempo, toda vez que mutan los microbios que deben combatir; y el gen mcr-1 es la mutación más reciente. “Esta vez, la diferencia es lo rápido y fácil que puede transmitirse el gen de un tipo de E. colia otro”, apunta Doi.
El surgimiento del mcr-1, que ya ha sido detectado en al menos cuatro continentes y 18 países, subraya un problema mayor que confronta a los expertos en enfermedades infecciosas, y a la comunidad médica en general. Durante gran parte del siglo XX, el desarrollo de nuevos antibióticos dominó el campo y mantuvo el paso de las enfermedades que estaban destinados a tratar. En su mayoría, los pacientes recibían la atención que necesitaban para salvar sus vidas, pero también hubo un aspecto negativo: se abandonaron otros tipos de terapias, sobre todo las que fomentaban la respuesta inmunológica.
Conforme se agudiza el riesgo de resistencia antibiótica, un reducido aunque creciente grupo de científicos, doctores e investigadores médicos intenta recanalizar la atención y los recursos hacia proyectos que estudian la manera de aprovechar la inmunidad humana para combatir infecciones mortales. No están argumentando en contra del desarrollo de nuevos antibióticos, pues reconocen que son muy necesarios para combatir las superbacterias que matan a casi 700 000 personas cada año. Sin embargo, sostienen que sería absurdo enfocarse sólo en destruir bacterias con fármacos y pasar por alto el hecho de que los anticuerpos —el mecanismo de defensa natural del organismo— desempeñan un papel crítico. “En resumidas cuentas, las bacterias están desarrollando resistencia a los agentes antiinfecciosos más rápido de lo que podemos desarrollar agentes antiinfecciosos”, dice el Dr. Jean-Laurent Casanova, profesor de la Universidad Rockefeller, quien estudia la manera como la codificación genética puede volver a una persona más susceptible a las enfermedades. “Si seguimos dependiendo exclusivamente de los antibióticos, vamos a tener un problema”.
Las distintas clases de antibióticos matan las bacterias de diferentes maneras. Algunos destruyen la pared celular, y otros interfieren con alguna parte del proceso metabólico. En cambio, los anticuerpos son proteínas que actúan de varias maneras para acabar con las infecciones. Buscan las bacterias y facilitan que las células blancas de la sangre (leucocitos) las ingieran. También pueden activar otras proteínas sanguíneas, llamadas complementos, las cuales cubren la superficie de los invasores y facilitan que los leucocitos los eliminen. Una vez activado, el sistema del complemento puede eliminar ciertos organismos haciendo orificios en las paredes celulares. Estos procesos no suelen dañar los anticuerpos, que pueden seguir funcionando tanto como sea necesario. De esta manera, el sistema inmunológico ataca las bacterias en varios lugares, haciendo casi imposible que evolucionen y se vuelvan resistentes.
No se ha esclarecido cómo pasamos de tener al bicho a desarrollar la enfermedad. La teoría germinal —el concepto de que la responsabilidad final de la enfermedad estriba en el patógeno— ha monopolizado el debate desde la década de 1860. No obstante, si bien es evidente que hace falta un patógeno para que la enfermedad arraigue, nadie que sea portador de un organismo patógeno termina enfermo. “Nuestra percepción actual, en ese sentido, es anticuada”, apunta la Dra. Liise-anne Pirofski, jefa de la división de enfermedades infecciosas del Colegio de Medicina Albert Einstein. “Sabemos que hay muchos casos en los que el microbio es completamente inocuo para una persona, pero mata a otra”. Por ejemplo, uno de cada 1000 niños infectados desarrollan el mortal paludismo; menos de diez por ciento de los portadores de tuberculosis manifiestan la enfermedad; y durante la pandemia de influencia de 1918, sobrevivió más de 90 por ciento de quienes fueron infectados por el virus. Además, los científicos saben que, a veces, el problema no es el patógeno, sino las toxinas que libera al reproducirse en el huésped humano. Y los anticuerpos también tienen ventaja en esa situación, pues ayudan a expulsar ese veneno del cuerpo, mientras que los antibióticos sólo matan el patógeno.
“La mentalidad siempre ha sido ‘mata al bicho, mata al bicho, mata al bicho’”, acusa el Dr. Arturo Casadevall, microbiólogo e inmunólogo de la Universidad Johns Hopkins. “El campo de las enfermedades infecciosas se ha estancado, y ahora estamos pagando el precio”. Conforme medicamentos como la colistina se vuelvan menos eficaces, se espera que la cifra de muertes atribuidas a organismos fármacorresistentes aumente a diez millones para 2050.
Y, sin embargo, la respuesta de la salud pública ante el problema creciente de la resistencia bacteriana sigue enfocada, eminentemente, en acelerar el proceso de aprobación de nuevos antibióticos. En marzo de 2015, la Casa Blanca publicó un amplio plan de acción nacional que enfatiza la necesidad de nuevos fármacos. En julio de ese año, la Cámara de Representantes aprobó una legislación que permitirá a las farmacéuticas emprender ensayos clínicos más breves y reducidos para sus antibióticos, con la esperanza de que los medicamentos nuevos lleguen más pronto al mercado. En 2016, Institutos Nacionales de Salud (NIH) de Estados Unidos proyecta gastar 461 millones de dólares en estudios de resistencia antimicrobiana, un incremento de 100 millones de dólares respecto al año anterior. Pero sólo una fracción de toda esta atención se ha dedicado a los anticuerpos, las vacunas y otros tratamientos potenciales.
Científicos pueden probar la resistencia antibiótica de las bacterias en el laboratorio. El plato de la izquierda indica sensibilidad a la tigeciclina, que se usa para tratar varios tipos de infecciones. FOTO: SUZANNE PLUNKETT/REUTERS
La buena noticia es que, en los últimos cinco años, ha repuntado la investigación en anticuerpos, dice el Dr. Brad Spellberg, experto en infecciones fármacorresistentes del Centro Médico del Condado de Los Ángeles-Universidad del Sur de California, cuyo laboratorio intenta aprovechar los anticuerpos para derrotar patógenos mortales, como la Acinetobacter, otra bacteria común en los hospitales y resistente a casi todos los antibióticos disponibles en la actualidad. El proyecto, financiado con fondos de NIH, ya ha producido varios anticuerpos prometedores, y por lo menos uno de ellos ha protegido ratones de la letal bacteria. También hay otra investigación pionera en SAB Biotherapeutics, pequeña compañía de Dakota del Sur, la cual está reproduciendo vacas que producen anticuerpos humanos. Representantes de la empresa informan que al inocularlas con patógenos como la Staphylococcus aureus, resistente a la meticilina (comúnmente llamado MRSA), las reses producen anticuerpos eficaces que, según los investigadores de SAB, en un futuro podrían administrarse a personas para combatir la infección. Y MedImmune, compañía de biotecnología de Maryland, está realizando ensayos clínicos con un anticuerpo que ataca una toxina producida por la Staphylococcus.
Dos meses después de la noticia del descubrimiento de la cepa E. coli resistente a la colistina, NIH anunció que invertiría 5 millones de dólares en 24 programas dirigidos a desarrollar lo que denomina “terapias no convencionales” para resistencia antibiótica. Spellberg calcula que hay varias docenas de universidades y compañías —mayormente, en el campo de la biotecnología— que realizan trabajos similares. Hasta ahora, las grandes farmacéuticas todavía no han visto avances importantes que prometan jugosas utilidades. Mas eso podría cambiar muy pronto. “Durante mucho tiempo no hubo gran interés académico en el uso de anticuerpos para infecciones bacterianas porque, cada vez que la resistencia daba alcance a los fármacos que teníamos, alguna compañía lanzaba el siguiente antibiótico”, apunta Spellberg. “Pero las farmacéuticas han decidido que los antibióticos no son lo suficientemente rentables, y en buena medida han abandonado el trabajo en esa área. Así que muchos empiezan a pensar que es hora de considerar las inmunoterapias”.
Esta estrategia nada tiene de novedosa. Se han utilizado anticuerpos desde fines del siglo XIX, cuando se desarrollaron sueros que fortalecían la inmunidad para tratar pacientes con difteria y tétano, que en aquel tiempo cobraban miles de vidas cada año (el primer Premio Nobel de Medicina fue otorgado en 1901 a Emil von Behring por su labor en ese campo). Para 1910, investigadores de Nueva York habían desarrollado un suero de anticuerpos para neumonía que, más adelante, llamaría la atención del comisionado de salud del estado, Thomas Parran Jr. En 1936, cuando Parran fue designado secretario de Salud Pública, fundó un programa nacional para el control de la neumonía que distribuyó el suero a la población de casi la mitad de los estados del país.
El interés en los sueros decayó en la década de 1930. Y a principios de 1940 comenzó la producción de penicilina en pequeña escala, el primer antibiótico utilizado ampliamente. Mientras Estados Unidos se disponía a involucrarse en la Segunda Guerra Mundial, el gobierno federal se asoció con las grandes farmacéuticas para expandir la capacidad de producción. Fue un esfuerzo de dimensiones equivalentes al Proyecto Manhattan. Al finalizar la guerra, los antibióticos entraron en la corriente principal de la vida estadounidense, revolucionando la práctica médica. De pronto, los doctores pudieron curar enfermedades que a menudo eran mortales. “Fueron un remedio mágico”, dice el historiador médico Dr. Scott Podolsky. “Los antibióticos marcaron el comienzo de la época de oro de la medicina”.
Tal es el poderoso legado que enfrentan los proponentes de las inmunoterapias. Los antibióticos fueron uno de los descubrimientos más importantes del siglo XX. Será difícil convencer a la comunidad de investigadores de que una idea del siglo XIX es la medicina del futuro, pero el descubrimiento del gen mcr-1 podría ser una señal de alarma que ayude a iniciar esa conversación.