LA ABUELA ROXANA mira a todos lados: quiere privacidad y no la encuentra.
Los familiares de Los Otros Desaparecidos de Iguala concluyen su sesión y se esparcen en el atrio de la parroquia de San Gerardo María Mayela. Hablan, discuten, e incluso hallan algún motivo para sonreír, aunque todos los minutos de su vida los persiga la tragedia. La abuela elude el gentío que hoy acordó el plan para la próxima caravana hacia las fosas comunes del pueblo de Carrizalillo, y elige un cantero bajo la sombra de un árbol para contar su historia. Diez metros atrás de esta mujer bajita de mirada esquiva se impone la presencia de un recio agente del Servicio de Criminalística de la PGR con una ametralladora entre sus brazos. Dentro de unos días, justo en la Navidad de 2015, Roxana cumplirá tres años sin ver a su hijo Cidronio.
Su pueblo, Tepecoacuilco, se recuperaba de la juerga de Nochebuena de 2012, cuando sonó el teléfono en la casa donde vivía con él, su nuera Rita y los dos pequeños hijos del matrimonio. Un querido amigo de la familia, Rogelio, había sido ejecutado en la localidad de Mezcala, en el sur del estado de Guerrero.
Junto a los cinco miembros de su familia, la mujer de 43 años abordó una camioneta y viajó 52 kilómetros por la Carretera 95.Al llegar a Mezcala dejó a sus nietos de uno y cinco años, Alma y Marcelino, en casa de sus abuelos maternos, habitantes del mismo pueblo. Roxana, sus dos hijos y su nuera caminaron unas cuadras sobre senderos terrosos y entraron en el velorio. Dieron el pésame a los deudos, vieron el ataúd ocupado por el hombre al que una bala mató a los 58 años de edad y tomaron asiento. Guardaron cinco minutos de una silenciosa paz fúnebre que se desgarró con la violenta frenada de tres camionetas seguida por gritos histéricos, furiosos, que daban órdenes. Cerca de quince sujetos irrumpieron en la ceremonia soltando tiros y sacando gente: “Yo y mi hijo pequeño corrimos al fondo de la casa a escondernos. Al mayor, Cidronio, lo perdí de vista”. Los disparos continuaron en la calle.
Al cabo de cuarenta minutos el fuego cesó y ambos salieron de su refugio. “Cuando se acabó la balacera busqué a mi hijo grande y ya no lo encontré. La gente que vio lo que pasó me dijo que se lo habían llevado junto a otros dos”. “Horrible”, se limita a decir mirando al piso al pensar en esas horas al lado de su nuera y su otro hijo, casa por casa, en la búsqueda del joven de veintitrés años.
Todo fue inútil. Al caer la noche Roxana se resignó: Cidronio estaba oculto en algún lugar del mundo que quizás ella nunca conocería. La mujer fue a recoger a sus nietos a la casa de sus abuelos. Y ahí era imposible postergar la explicación, la que fuera: antes de volver a Tepecoacuilco debía decirle a su nieto por qué él y su hermanita habían llegado un rato antes a este pueblo con papá y se estaban yendo sin él: “Tuvo que irse a trabajar”, fue lo que le dijo.
Desde el día que Cidronio se esfumó para siempre, desde el día que fue madre de un hijo menos, Roxana se volvió madre otra vez: el pequeño Marcelino, asegura, ya no la llamó “abuela”, sino “mamá”, como a la de sangre.
—¿Al día siguiente del secuestro de su hijo qué hizo?
—Buscar, buscar con mi otro hijo.
—¿Dónde?
—Semefos (Instituto de Ciencias Forenses), hospitales, carreteras.
—¿Ninguna pista?
—Ninguna. Haga de cuenta: se los tragó la tierra.
En casa no pudieron disimular el duelo. “Al principio llorábamos todos los días y mi nieto me preguntaba: ¿cuándo regresa mi papá? ¿a dónde fue trabajar? (La abuela calla, llora unos segundos y sigue). Desde ese tiempo le mantuvimos una idea: ya va a regresar”. Pero Cidronio, zarpeador del Complejo Minero Los Filos, no regresaba: “El niño era la adoración de mi hijo. Le enseñaba a jugar los juegos de cuando era niño: trompo, canicas”.
En la presentación de fin de curso de preescolar, Marcelino, hoy de ocho años, se ocupaba menos de su actuación que del montón de adultos que tenía enfrente. “Mi niño volteaba, volteaba a todas partes como buscando algo y luego me veía, como si me preguntara: ¿dónde está mi papá?”.
La abuela y su nuera pactaron prohibir palabras: levantado, muerto, secuestrado, desaparecido. Pero en la escuela esas reglas no existen. Al año siguiente, cuando el pequeño ingresó en la primaria, se arrinconaba a llorar, un día y otro y otro. La maestra llamó a la abuela para hacerle una confidencia: el plantel sabía lo ocurrido al papá de Marcelino. “La maestra me contó: los niños le dicen al niño que a su papá lo mataron. Marcelino llegaba a casa llorando: ¿por qué no me dices la verdad?, me regañaba”.
JOSÉ I. HERNÁNDEZ/CUARTOSCURO
—¿Por qué usted ocultó la verdad?
—No puedo, no tengo el valor de decirle: a tu papá se lo llevaron unos hombres malos. Porque las personas que mataron al señor Rogelio y se llevaron a mi hijo eran malas. Una organización, pues.
A Marcelino, hoy en segundo grado, sus compañeros aún lo persiguen. “Pero ahora —narra la abuela—, cuando le dicen: ‘A tu papá lo mataron’, se retira. Él me lo cuenta así: ‘Mamá, los niños me dicen cosas feas de mi papá y yo me retiro’”.
Los padres de los otros dos secuestrados y desaparecidos el 25 de diciembre de 2012 no quisieron movilizarse, pese a que Roxana viajaba a Mezcala para buscar alguna huella de Cidronio. “Tenían miedo. Decían: aquí andan todavía los hombres que hicieron eso a nuestros hijos, son esos. A ratos yo me quedaba viendo a esos hombres”.
—¿Nunca pensó acercarse a decirles: sólo díganme dónde están?
—Creo que esperaban que les dijera algo así, pero temía por mis demás hijos, que me dijeran: ‘Te estás quieta o si no…’
—¿Está claro que ellos fueron?
—Sí, y ya se fueron (de Mezcala). Ahorita no están.
—¿En las denuncias los señaló?
—No se puede arriesgar.
Roxana lucha contra el dolor integrándose a una multitud: las mamás, los papás, los hermanos de los cientos de desaparecidos de Iguala: “Tengo temor de que en el transcurso del camino en que se traslada uno hasta acá algo vaya a pasar. No importa: así seguimos, en la lucha”.
Esta tarde de diciembre, el sótano de esta iglesia donde las familias se reúnen se ha vaciado. Sólo quedan sillas desocupadas y un pizarrón blanco donde está escrita lo siguiente: “106 + 3 + 34 + 30 + 100 = 273 cuerpos”, una ecuación que abarca Guerrero y Morelos. En la suma de 116 cadáveres que toda esta gente ha hallado hasta enero de 2016 en Iguala, sus cercanías y municipios morelenses, no figura Cidronio. “Espero que mi hijo salga de los cuerpos que están encontrando ahorita en el pueblo de Carrizalillo”.
—¿Perdió la esperanza de hallarlo vivo?
—Nunca. Tengo la esperanza.
—Cuando surge una fosa y va sabiendo las identidades, qué esper… (interrumpe).
—Ya le pedí a Dios que me lo devuelva. Como sea: mi idea es encontrarlo vivo, pero si no, aunque sea sus restos.
Alma, de cuatro años, no tiene recuerdos de su padre. La abuela y Rita, su mamá natural, le muestran fotos para que conozca su cara. En la casa de Tepecoacuilco los objetos personales de Cidronio siguen ahí. “Mi nieto ve sus cosas y recuerda: ‘Esto es de mi papá.
¿Te acuerdas, mami, de que estas chanclas se las ponía?’. Ahí empieza el dolor. Llora mucho, dice: ‘Esto nunca se me va a olvidar’, y luego pregunta: ‘¿Está muerto?’. Le decimos: ‘No, a los muertos los vamos a enterrar’. Se calma y me responde: ‘Es cierto’”.
Como si fueran hija y madre, suegra y nuera viven juntas, y se organizan para trabajar y criar a los niños: “Por ellos estamos juntas en la lucha”.
—¿Cómo imagina a Marcelino de grande?
—Mi hijo me dice: de grande quiero ser abogado. Aunque lo invade la tristeza a veces es juguetón, alegre. Lo meto a danza, bailes y en la pastorela va a ser el renito de Santa Claus. Quiero que se acuerde de su papá siempre y que lo que sea que haga en su vida lo haga en honor a su papá. Así va a ser.
—¿El tiempo le ha ayudado a usted a calmar el dolor?
—Hay un segundo dolor: ver que mis nietos están con la idea de que su papá va a llegar. Lo siguen esperando. Marcelino me dice: “Mami, voy a echarle muchas ganas a mi estudio para ser grande cuando mi papá regrese”.
—¿Y usted qué le contesta?
—Sí, m’hijo, échale ganas.
JOSÉ I. HERNÁNDEZ/CUARTOSCURO
NO VUELVEN PORQUE DIOS NO LES DA PERMISO
Rosario Noverón ha elegido sentarse apoyada en el muro donde cuelga una enorme manta, negra de arriba abajo, cuya única luz son las letras blancas que forman la frase “Mientras no te entierre te seguiré buscando”. Frente al pizarrón que está a su derecha, un dirigente de Los Otros Desaparecidos de Iguala se expresa con energía, sin titubeos, como para en cada segundo inyectar fuerza a mujeres y hombres con motivos para derrumbarse. El hombre
no volvió a la casa donde vivían todos, ni el amanecer del día si habla sobre las fosas clandestinas recién descubiertas en Tetelcingo, dice algo sobre Javier Sicilia y el obispo Raúl Vera, pide a los familiares vigilar ciertos detalles de los peritajes forenses. Rosario, sin embargo, parece no estar aquí, en este sótano lleno de mamás y papás de desaparecidos. Mira al piso de cemento del sótano de la parroquia, se entretiene viendo sus propios pies juguetear con sus chanclas rosa. Y aunque a veces levanta los ojos y echa un vistazo de dos o tres segundos al pizarrón donde un plumón dibuja ahora la frase “105 cuerpos 11 + 2 identificados”, ella vuelve al piso gris que concentra los pensamientos de su mundo, el mundo al que hace casi dos años le arrancaron a Jaime Esmit Rodríguez, de 26 años, su único hijo.
“El niño más bueno del mundo —me dice—: noble, cariñoso. Lo tenía muy chipilón porque era mi único niño”. La mujer llora bajito cuatro o cinco segundos, pero resiste: observa la grabadora y hace la lucha, aguanta las lágrimas y pasa de golpe a la inexpresividad, como si en un segundo le hubieran congelado el alma. De pronto, en la sesión informativa que ajusta los detalles de una caravana hacia el municipio Eduardo Neri —un nuevo paraje con cadáveres bajo la tierra—, una niña de cuatro años se asoma al sótano, comienza a bajar las escaleras y a la mitad se detiene. Contempla al salón hasta detectar a su abuela Rosario y le sonríe: “Vea, mírela bien —me pide Rosario, de 46 años—: es una niña hermosa. Así estaba mi nuera de bonita”. La veo arreglada como para una fiesta, con sus dos colitas peinadas, vestida de princesa de Disney. Los rasgos redondos delinean a Eva, la preciosa niña que el 3 de abril de 2014 dejó de tener padres. “El día que desaparecieron tenía dos años y veinte días”, dice Rosario y me llama la atención su cálculo exacto: las matemáticas le confirman el brutal cambio de vida. “Ella ya me dice mamá”.
Rosario empezó a ser “mamá” de su nieta en la primavera de 2014. Su hijo recibió una llamada: desde el Centro de Readaptación Social de Iguala, su esposa, Isabel Jaimes, le avisó que un juez la había exonerado. La joven de 24 años, acusada de ser partícipe junto con su madre del secuestro, asesinato y entierro del empresario guerrerense Luis Jiménez Salgado, según la autoridad no tenía responsabilidad alguna y sería excarcelada. Isabel le pidió a su esposo ir a buscarla.
Jaime, un repartidor de Lama Gas de 26 años, le llamó a su madre para compartirle la noticia y le avisó que tomaría un taxi para que lo llevara hasta Tuxpan, el pueblo de la cárcel de Iguala.
FAMILIARES Y AMIGOS luchan contra el dolor integrándose a una multitud: las mamás, los papás, los hermanos de los cientos de desaparecidos de Iguala. FOTO: JOSÉ I. HERNÁNDEZ/CUARTOSCURO
Fue la última vez que Rosario oyó la voz de su hijo. Aunque en el registro de salidas del penal aparece la firma de la joven Isabel, a la mamá de Jaime le prohibieron revisar el libro de entradas con que los policías de la puerta principal detallan la identidad de cada persona que ingresa. “Me dijeron que no estaba autorizada para ver ese libro”. Por un testigo, la abuela supo que el matrimonio sí se reunió afuera de las instalaciones. Pero ni Isabel ni Jaime volvieron a casa. “La niña quedó triste”, dice Rosario, que se niega a escarbar con la memoria esa noche de abril en que el matrimonio no volvió a la casa donde vivían todos, ni el amanecer del día siguiente en que, con su consuegra en prisión, intuyó que volvería a ser madre.
En el Ministerio Público de Iguala, la Procuraduría General de la República (PGR) y luego en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Rosario presentó la denuncia. Todo lo que obtuvo, todo lo que ha obtenido hasta hoy, es una clave de desaparición: CNDH/1/2015//5047/R.
—¿Ninguna noticia?
—Nada. Ni una llamada. Ni la PGR, ni la CNDH, ni ninguna autoridad de Iguala me han notificado nada. Nada. Han pasado casi dos años y no hay una sola pista, la más escueta novedad del joven matrimonio. La incertidumbre no guarda ni un “quizá” lejano: “Ya perdí la esperanza. Quién sabe donde estarán”. Prefiere ser dura con ella misma a esperar por la eternidad una buena noticia que es una utopía.
—¿Le ha servido ser parte de Los Otros Desaparecidos?
—Aquí tampoco hay ninguna esperanza. Es por la ayuda que me dan, 100 pesos a la semana para la leche. Pero sirve para compartir: aquí hay gente con más dolor que el mío, madres que han perdido tres hijos.
—¿Qué le dice a su nieta?
—A esa edad preguntaba, y todavía pregunta, ¿y mis papás? Lo que le he dicho es: “Tus papás se fueron a trabajar al cielo”.
—¿Ha considerado decir la verdad?
—No le puedo decir “los mataron”. Está chiquita.
—¿Cómo reacciona?
—Piensan que están vivos y me pregunta por qué no vienen. Le digo a mi niña: “Tus papás no vuelven del cielo porque Dios no les da permiso. Dios les dice a tus papás: no se vayan del cielo porque, si se van, cuando regresen ya no va a haber trabajo”.
Eva, aturdida en su conciencia de niña, se volvió otra. La respuesta a su drama ha sido el descontrol. En su guardería —ubicada en la misma colonia donde los 43 estudiantes de Ayotzinapa fueron emboscados y desaparecidos—, la pequeña instaló el desconcierto: “En el kínder miente, pega, muerde, jala el pelo a los niños y ella misma se da sentones, se golpea —cuenta la abuela—. La maestra me dice: ella sola se agrede y se empieza a reír”.
La mancuerna con su hijo en el sustento del hogar se acabó, y su economía se fue desmoronando. Cuando cerró la fonda que tenía en la colonia Juan N. Álvarez comenzó a pepenar basura. Hoy es empleada doméstica. Su “hija” la acompaña en sus jornadas de limpieza en casas de Iguala. “La niña tiene miedos: se sienta y no se despega. Me dice: ‘Mami, me da miedo irme para allá, hay brujos y me van a comer’. Se levanta hasta que yo acabo”.
La sesión de Los Otros Desaparecidos de Iguala concluye.
Rosario dice que quiere que de grande su nieta sea “una buena persona” y también una “licenciada, lo que no fue ni su madre ni su papá”. Al subir las escaleras y salir al atrio pega un grito: “Evaaa, Evaaa”. La pequeñita corre por el jardín, donde jugaba con los hijos de varios de los casi 400 desaparecidos que contabiliza el organismo. Desde la lejanía, se va acercando a su abuela.
—¿Le va a decir la verdad algún día?
—Las cosas como se vayan dando. Por ahorita le digo: “Tus papás están en el cielo. Tu mamá es la cocinera de Dios, tu papá es el chofer de Dios”. Es lo único que le puedo decir.
EL DOLOR DE LA VERDAD: “Por ahorita le digo: ‘Tus papás están en el cielo. Tu mamá es la cocinera de Dios, tu papá es el chofer de Dios”. Es lo único que le puedo decir”. FOTO: JOSÉ I. HERNÁNDEZ/CUARTOSCURO