El 11 de septiembre de 2011, poco después de que el segundo avión secuestrado golpeó el World Trade Center de Manhattan, una mujer que huía del edificio descubrió una nota escrita con premura que alguien había dejado caer: “Piso 84, Oficina Oeste”, decía; “12 personas atrapadas”. Ella entregó la nota a la persona en uniforme más cercana, un guardia de seguridad del Banco de la Reserva Federal de Nueva York. Él corrió a alertar a los equipos de emergencia, pero pocos minutos después el edificio se colapsó. Entre las casi 3000 personas que murieron ese día estaba Randolph Scott, un corredor de Euro Brokers Inc. y autor de esa nota.
Catorce años después, sus hijas, Jessica y Rebecca, llegaron a la base militar de Estados Unidos en Bahía de Guantánamo, Cuba. Ellas, junto con otros seis familiares de víctimas del 11/9, fueron a presenciar las audiencias previas al juicio del supuesto cerebro detrás del 11/9, Khalid Sheikh Mohammed (KSM), y sus cuatro supuestos co-conspiradores. Se espera que una comisión militar al final lleve a los cinco a juicio. Por años, la defensa ha presentado mociones, retrasando lo inevitable, mientras los dos bandos discutían sobre el derecho de los detenidos a usar atuendos militares en la corte y los micrófonos que el FBI había ocultado en las salas legales de reunión, entre otras cosas.
El 7 de diciembre, el juez militar titular, coronel James Pohl, celebró una sesión cerrada para discutir evidencia clasificada con la fiscalía y la defensa. Pero a la mañana siguiente, las familias de las víctimas, junto con un grupo limitado de espectadores, se abrieron paso a través de los varios puntos de revisión y detectores de metal antes de llegar a una pequeña sala de observación al fondo de la corte rectangular. Tomaron sus asientos, ubicados detrás de vidrio insonorizado, la única barrera entre ellos y los hombres que supuestamente asesinaron a sus seres queridos.
Mientras el equipo tecnológico probaba los micrófonos, las familias vieron cómo empezó la audiencia. Sin embargo, el audio se transmitía a la sala con un retraso de 40 segundos: si alguien en la corte tiene un lapsus y revela información clasificada, funcionarios de EE UU pueden taparla con un pitido, como las palabrotas en un episodio de El club de las chicas malas. Experimentar este desfase severo entre el audio y lo visual es surrealista, como ver una película muy mal sincronizada, excepto que esta duró días.
Enfrente de la sala, opuesto a las familias del 11/9, el juez habló a los acusados, quienes se ubicaban en la pared izquierda. En su mayoría vestían ropa de camuflaje y kufiyyas. KSM, con una larga barba rojiza, era el más próximo al juez, luego Walid bin Attash, Ramzi bin al-Shibh y Ammar al-Baluchi. El quinto acusado, Mustafa Ahmad al-Hawsawi, puso un cojín extra en su silla, resultado del abuso rectal que sufrió estando bajo custodia de la CIA, dice su abogado. (Un portavoz de la CIA se negó a comentar debido a una litigación pendiente que involucra a Hawsawi.) Conforme continuó la audiencia, los acusados revolvieron documentos y ojeaban sus laptops prestadas por la corte. Sus intérpretes y abogados se sentaron junto a ellos, ayudándolos a traducir y entender el proceso judicial.
Después, durante un receso, KSM y los otros detenidos colocaron pequeños tapetes de oración en el suelo de la sala y se inclinaron hacia La Meca. Muchos en la pequeña y tensa galería se pegaron al vidrio para ver más de cerca. “Quería ver a los bastardos, de frente y en persona”, dice Alfred Bucca. Su hermano Ronald –el primer jefe de bomberos que murió en la línea del deber en la historia del Departamento de Bomberos de la Ciudad de Nueva York– murió tratando de salvar gente en la torre sur antes de que colapsara.
Cuando el receso terminó, Bucca y los otros escucharon la objeción de los detenidos a ser tratados por guardias femeninas. “No estoy loco de contento”, dice John Eric Olson, un viudo del 11/9, sobre todo el tiempo y los recursos gastados en lidiar con las quejas de los detenidos. Pero no está frustrado por lo lento del proceso. “Estos tipos, por horribles que sean, tienen derecho a una defensa de calidad”, dice él. “Y según todo lo que he visto [aquí], la tienen”.
Phyllis Rodriguez, quien perdió a su hijo Gregory en los ataques al World Trade Center, está de acuerdo. “Si privamos de algunos derechos a estos tipos en aras de tener un juicio veloz y una resolución veloz, sea cual sea el veredicto, entonces ¿quién sigue?” Ella dice que la conmocionó lo que aprendió del resumen al informe del Comité de Inteligencia del Senado sobre el programa secreto de ejecución de la CIA. Publicado hace un año, confirmó públicamente que la agencia usó técnicas duras de interrogatorio como la tortura del agua y la rehidratación rectal de los prisioneros.
“[La tortura] es traumática”, dice Rodriguez. “¿Cuántos años me tomará superar la muerte de mi hijo? ¿Me llevaría a decir o hacer algo basado en el trauma de ello? Soy muy racional al momento, pero no siempre fui tan racional”.
De las audiencias, Rodriguez dice: “Es muy emotivo. De tanto en tanto, pienso: Esperen un minuto, ¿cómo pasó esto? ¿Por qué vine aquí? Y luego me acuerdo de Greg. Y he allí el porqué”.
“TUVE QUE REVIVIRLO TODO”
En diciembre de 2008, la Oficina de Comisiones Militares creó una lotería para que las familias de las víctimas asistieran a las sesiones de la corte. Para cada ronda de audiencias, la comisión elige al azar a cinco personas, a quienes se les permite traer un acompañante. El comandante Gary Ross, portavoz del Departamento de Defensa, calcula que 400 familiares de las víctimas se han suscrito. Casi 100 han asistido hasta ahora.
“Es todo un privilegio presenciar este proceso como ciudadana estadounidense”, dice Julia Rodriguez, hija de Phyllis. “Me gustaría que más gente pudiera verlo”. Su madre está de acuerdo, añadiendo que las audiencias deberían ser más accesibles al público estadounidense, ya sea mediante transmitirlas por TV o pasándolas a cortes federales. Sin embargo, a Bucca le gustaría que los detenidos se queden en la isla. “Manténganla abierta”, dice él sobre Guantánamo. “Mantengan [a los prisioneros] muy lejos”.
Las políticas de las familias del 11/9 varían, pero comparten la experiencia excepcionalmente dolorosa de presenciar a los hombres acusados de asesinar a sus familiares parados enfrente de ellos en la corte. Muchos están determinados a seguir las audiencias y el juicio, que podría estar a años de distancia. Entre quienes regresarían si se los permiten: Rebecca, hija de Randolph Scott. En julio de 2011, la nota de Scott terminó en la oficina del examinador médico de Nueva York. Después de practicarle pruebas, el examinador identificó la sangre en el borde del papel y llamó a la esposa de Scott para confirmar la caligrafía. “De inmediato, pensamos: [Es la de] Papá”, dice su hija. “Tuve que revivirlo todo”.
Ya sea que observen la audiencia en Guantánamo o estén en casa, las familias del 11/9 todavía viven con la pérdida al día de hoy. “No creo en los cierres”, dice Phyllis Rodriguez. “No hay tal cosa”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek