En la ventana de su oficina en el Centro Médico de la
Universidad de Stanford, la Dra. Kimberly Allison mantiene una transparencia de
células de cáncer de mama. “Hermosas”, dice al mirar las células tumorales,
cada una de ellas trazada con una fina línea anaranjada y dispuestas en racimos
semejantes a un panal de abejas.
El trabajo de
Allison es examinar muestras de tejido en busca de pistas que puedan explicar
qué es exactamente lo que ha salido mal en el interior de las células de una
persona. Comenzó su carrera a mediados de la década de 2000, justo cuando los
investigadores médicos empezaron a reconocer que todos los tumores y cánceres
son distintos desde el punto de vista genético y biológico. En otras palabras,
dos mujeres con cáncer de mama pueden tener dos tipos diferentes de cáncer con
poco en común, fuera de que ambos se producen en el seno.
De repente, los
fármacos dirigidos contra tipos específicos de cáncer llegaron al mercado, y la
descripción del cáncer hecha por un patólogo se convirtió en una poderosa guía
para determinar cuáles pacientes recibirían los nuevos tratamientos. El primero
de esta clase de medicamentos, Herceptin, debutó en 2006 para tratar a mujeres
con tumores de cáncer de mama que tienen números anormalmente altos de un
receptor celular llamado HER2, el cual estimula el crecimiento de las células
cancerosas.
Allison se
convirtió en una experta en cáncer de mama, en gran parte debido al
descubrimiento de HER2. “Fue muy emocionante para mí poder macar una diferencia
en el plan de tratamiento de un paciente”, dice ella. “No sólo describíamos
cánceres. Salvábamos vidas”.
Luego, en marzo de 2008, a los 33 años de edad, sintió una
formación en forma de placa bajo el brazo y fue al médico para obtener un
diagnóstico. Tenía cáncer de mama. “Fue completamente desconcertante”, dice.
Recuerda haber pensado, “Yo lo veo todo el tiempo bajo el microscopio, pero
esta no es mi historia”.
GRANDE Y MALO: Una diapositiva de las células cancerosas
de Allison. Las membranas externas de las células son de color naranja, el
color de un tinte especial que se adhiere a los receptores HER2, lo que indica
que su cáncer de mama fue positivo para este. // FOTO: DR. KIMBERLY ALLISON
Los cánceres de crecimiento lento aparecen casi como
células normales bajo la lente del microscopio. Pero entonces, dice Allison,
hay cánceres agresivos “grandes, malos y feos”. En lugar de estar acomodadas
ordenadamente en estructuras, estas células cancerosas se hinchan y pierden su
alineación ordenada. Eso es lo que Allison vio cuando miró sus propias células
a través del microscopio. Las membranas externas de las células también
mostraron un brillo naranja, el color de un tinte especial que se adhiere a los
receptores HER2. Allison tenía cáncer de mama HER2-positivo.
No es común que los científicos y los médicos se vean
afectados precisamente con la enfermedad que estudian, pero cuando ocurre, el
choque es perturbador. Incluso tras muchos años de investigación, experimentar
de primera mano una enfermedad conocida puede hacer que ésta se vuelva
repentinamente aterradora. Puede añadir una nueva urgencia al tedioso trabajo
de sondear la base molecular y genética de la enfermedad, pero los investigadores
arrojados a la confusión de la vida como pacientes también pueden perder
rápidamente la visión neutral que han desarrollado.
En 1971, Ernie García, un joven astrofísico convertido en
radiólogo de la Universidad Emory, desarrolló un software para permitir que los
cardiólogos miraran el interior de los corazones de los pacientes. Su Caja de
Herramientas Cardíacas Emory incluye un programa que rastrea un “trazador”, es
decir un material radiactivo que se inyecta a través de las venas en el músculo
de un corazón que late. En una pantalla, los médicos pueden ver cómo los
ventrículos se encienden en colores brillantes si el flujo sanguíneo es normal,
o se ponen oscuros si no lo es. Una lectura anormal indica la presencia de
enfermedad cardíaca coronaria, que puede causar ataques al corazón y afecta a
15 millones de estadounidenses.
García pasó las siguientes tres décadas trabajando con
pacientes cardiacos. Pero pasó por alto los signos por completo en 2008, cuando
sufrió un ataque al corazón. Una noche de abril, después de una cena con pasta
con mucho ajo, sintió un fuerte dolor en el pecho. Él lo atribuyó a la acidez
estomacal. “El esófago y el corazón comparten una gran cantidad de nervios”,
dice, encogiéndose de hombros. Cuando despertó al día siguiente, su corazón
estaba acelerado. Sus colegas del Hospital de la Universidad de Emory lo
conectaron a la caja de herramientas que había inventado para ver cómo fluía la
sangre a través de su corazón. Después, García encontró a sus cardiólogos justo
tras la puerta, acurrucados alrededor de una pantalla que mostraba sus
resultados. “No tuvieron que decir una sola palabra”, dice. Las secciones
ennegrecidas mostraron que los dolores agudos que sintió meses antes eran
signos de un ataque al corazón causado por una enfermedad cardíaca coronaria, y
el daño era grave. Veinte por ciento de la funcionalidad de su ventrículo
izquierdo se había perdido para siempre.
La experiencia de García casi lo había matado. Desestimó
sus síntomas porque tras muchos años de estudiar padecimientos cardiacos
fatales, se había convencido a sí mismo de que nunca desarrollaría uno de
ellos. Esa distancia psicológica le permitió tratar a los demás sin preocuparse
sobre la inevitabilidad de la decadencia de su corazón. “Se llega al punto en el
que tienes que poner un muro, pensando que a ti nunca te va a pasar”, dice.
“Luego, años más tarde, ese muro te atrapa cuando piensas que los síntomas no
son reales”.
García tuvo suerte; algunos médicos acaban teniendo que
vivir con las graves consecuencias de un autodiagnóstico deficiente. Siendo un
joven oncólogo gastrointestinal especializado en cáncer colorrectal, el Dr.
Deming Dusty encontró su trabajo ideal en la Universidad de Wisconsin-Madison,
donde pasaría la mitad de su tiempo cuidando a los pacientes y la otra mitad en
un laboratorio, desarrollando tratamientos. Pero Deming ocultaba un embarazoso
problema: había estado sangrando por el recto durante casi un año. Ese tipo de
sangrado es un síntoma clásico de cáncer colorrectal. Deming lo sabía, por
supuesto, pero también sabía que la gran mayoría de las personas diagnosticadas
con cáncer colorrectal tienen al menos 55 años de edad. Él tenía apenas 31.
Asumió que tenía hemorroides, pero se mostró reacio a buscar atención para una
condición tan embarazosa.
Sólo cuando el sangrado empeoró y cuando tuvo problemas
para defecar, finalmente se hizo una colonoscopia. Durante el examen, el médico
encontró un gran tumor en el colon de Deming. “Ni siquiera tuvimos que
confirmarlo”, dice Deming. “Tan pronto como me mostraron las imágenes de la
colonoscopia, sabía lo que estábamos tratando”. Los cirujanos retiraron varias
partes de su colon e insertaron una ostomía, una apertura permanente que
conduce directamente desde su colon hacia una bolsa que se vacía una vez que se
llena con residuos. Si hubiera visitado a un médico cuando se dio cuenta de la
hemorragia, podría haber salvado su colon.
Pero hay un lado positivo. Deming dice que varios de sus
pacientes que se habían negado a la cirugía porque no podían imaginar la vida
con una ostomía cambiaron de opinión después de hablar con él. “De hecho, no
puedo pensar en algo más gratificante”, dice.
Deming trabaja ahora con colegas para desarrollar
tratamientos para tipos específicos, o subtipos, de cáncer de colon. Su
laboratorio utiliza ratones modificados por ingeniería genética para diseñar
regímenes personalizados para los pacientes según las mutaciones de sus
cánceres. Él se mantiene deliberadamente ignorante de su propio subtipo. “Si
supiera cuál es el subtipo que tengo, probablemente sería lo único que querría
estudiar”, dice. “Creo que es mejor que lo ignore, de manera que vayamos hacia
donde la ciencia nos lleve y nos centremos no sólo en curar mi propio cáncer
sino el cáncer de todos los pacientes”.
La experiencia personal de Allison con el cáncer de mama
también contribuyó a orientar su investigación, pero en la dirección opuesta.
Mientras se sometió a radiación, seis meses de quimioterapia y una mastectomía
doble, Allison siguió investigando el cáncer de mama HER2-positivo y llevando a
cabo sus funciones como directora de patología mamaria en el Centro Médico de
la Universidad de Washington. También tomó Herceptin durante un año. No todas
las mujeres con cánceres HER2 positivos responden a la infusión, pero Allison
sí lo hizo.
Sin embargo, ella recuerda muy bien lo que es esperar
ansiosamente para ver si un tratamiento habrá de funcionar. Es por eso que hoy
en día se concentra en afinar la forma en que los patólogos clasifican al 5 a
10 por ciento de las mujeres con cánceres que tienen resultados dudosos o
inusuales con la prueba HER2. Esa es también la razón por la que mantiene las
transparencias de su propio cáncer de mama colgadas en su oficina. Cada
diapositiva que obtiene, dice, representa un paciente cuyo tratamiento está
conformado por las decisiones que ella toma.
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Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek