El 2 de diciembre, incluso antes de que la policía pudiera marcar la escena del crimen en el sitio del tiroteo de San Bernardino, California, los medios sociales debatían una gran interrogante: ¿Cuál partido político era responsable?
Si el ataque se etiquetaba como terrorismo islámico, los conservadores la emprenderían contra la administración de Obama y los demócratas, con el mensaje de que las muertes eran consecuencia de su debilidad para combatir a los yihadistas. Si resultaba ser violencia en el lugar de trabajo, los liberales argumentarían que la culpa era de los republicanos que bloqueaban el control de armas.
Es una vergüenza. Estados Unidos está tan dividido en tribus ignorantes, cada una enfocada en “ganar” para sus equipos políticos y tan convencida de la intención malévola de sus oponentes ideológicos, que cada horror o revés o conflicto sólo se percibe con la lente partidista para triunfar en una competencia de mensajes. Los debates han perdido todo tema y matiz, y asignar culpas es la orden del día, sin importar que aún no hayan identificado al asesino ni presentado las evidencias. Un genio de odio ha salido de la botella, y la mitad del país no mira a la otra como persona con filosofías políticas distintas, sino como fascista psicópata y perverso decidido a destruir Estados Unidos.
Horrible como fue el tiroteo de San Bernardino, y desgarrador como ha sido enterarnos de la muerte de catorce personas, el incidente ha dejado expuesta otra realidad terrible: la enfermedad corroe lo más profundo de la psique nacional, y el grado de inhumanidad y crueldad demuestra que el país está fracturado, quizás irremediablemente. Vamos a llegar a nada. Pero no por desacuerdos en las soluciones, sino porque nos dividimos en frentes enemigos tan irracionales en nuestro odio mutuo, como los combatientes chiitas y sunitas de Oriente Medio.
Para entender la causa hay que explorar el tiroteo y los temas que han dificultado tanto su interpretación, durante tanto tiempo. Los hechos no tienen precedente en tiempos modernos; y tal vez nunca en la historia. Los ataques terroristas masivos han estado dirigidos, casi exclusivamente, contra extraños, debido a que la aleatoriedad del ataque es un mecanismo para inspirar temor. Tal no fue el caso de San Bernardino. El sospechoso, Syed Rizwan Farook, trabajaba en el edificio y mató a sus compañeros en un típico tiroteo en el lugar de trabajo (los ejemplos más parecidos a Farook son: Yassin Salhi quien, según las autoridades, decapitó a su jefe este verano después de ser despedido de una compañía de entregas francesa; y Alton Nolen, acusado de hacer lo mismo a un compañero, el año pasado, tras su despido de una planta procesadora de alimentos en Oklahoma; los dos eran extremistas islámicos violentos sin nexos con un grupo organizado, pero ambos estaban furiosos con sus exempleadores).
Hay otros aspectos extraños. El segundo sospechoso es la esposa de Farook, Tashfeen Malik, quien presuntamente juró lealtad al Estado Islámico en Facebook. Un ataque por un matrimonio de tiradores —sean yihadistas, racistas o de cualquier otra categoría— es extraordinario, particularmente porque la pareja tenía un bebé (la comparación más inmediata es el atentado con bomba de 2005 en Amman, Jordania, donde el matrimonio de Ali al-Shamari y Sajida al-Rishawi formaron un equipo suicida, aunque la bomba no detonó; en el ataque contra Charlie Hebdo,a principios de año, Amedy Coulibaly y su esposa, Hayat Boumeddiene, eran parte del grupo militante Estado Islámico, mas ella no participó en el tiroteo).
Por definición, el terrorismo lleva la intención de comunicar un mensaje político. Aunque los asesinos de San Bernardino tenían una clara influencia del extremismo islámico, no hicieron un intento razonable de participar un mensaje. No hubo invocaciones de Alá cuando comenzó la matanza; de hecho, los supervivientes dicen que no pronunciaron palabra. Usaron máscaras, condujeron al lugar en un auto rentado, y no trataron de volarse en pedazos como suelen hacer los terroristas. Es verdad que Malik publicó en Facebook un juramento de lealtad al Estado Islámico, pero no era la amplia declaración que suelen hacer los terroristas que manifiestan su intención después de un ataque.
En otras palabras, fue un tiroteo masivo en un lugar de trabajo perpetrado por un empleado y su esposa quienes, al parecer, eran musulmanes radicales inspirados por el estado Islámico. ¿Cuál es el mensaje político?
Una pregunta más al caso: ¿A quién le importa?
“Si dejamos de lado la posibilidad del terrorismo transnacional real, lo de menos es que alguien actúe por la ideología del Estado Islámico o la ideología racista”, dice Patrick Skinner, exoficial de casos en el Centro Antiterrorista de CIA, y actual director de proyectos especiales en Soufan Group, compañía de inteligencia y seguridad estratégica. “Da igual que se trate de un individuo radicalizado por algo publicado en línea por el Estado Islámico o los neonazis, o que simplemente odie la vida, la amenaza es la misma”.
En otras palabras, las balas no conocen de motivos. Matan gente inocente sin importar que las disparen yihadistas, skinheads, un manifestante antiaborto, un enfermo mental, un empleado inconforme, un racista enardecido, un escolar con tendencias suicidas o cualquiera de la infinidad de bombas de tiempo humanas, homicidas y marginadas que viven entre nosotros. Todas ellas nos ponen en riesgo, y Estados Unidos debería unirse para encontrar una solución que reduzca ese riesgo, en vez de separarse en grupos de vociferadores rabiosos que buscan anotarse puntos.
En el ejemplo más extremo, los activistas de ambos frentes corren ahora para averiguar (o quizá inventar) si el asesino en masa estaba registrado como republicano o demócrata, para así utilizar su afiliación política como el motor que le condujo al crimen. “Los liberales no respetan la vida”, dijo un bloguero conservador para explicar su artículo, donde afirmaba que todos los asesinos en masa provienen de la izquierda política. “En este país, los únicos terroristas nacionales políticamente motivados vienen de la derecha”, replicó un bloguero liberal.
Políticos y comentadores políticos han aportado y tomado de este implacable odio que destruye a nuestra nación. Cuando individuos prominentes se atreven a decir, sin justificación alguna, que quienes cruzan la frontera política son asesinos, violadores, tiranos, racistas y toda suerte de criminales, no debe sorprender que el atemorizado populacho se divida y, en algunos casos, recurra a la violencia. Nada está abierto a discusión. El cambio climático —por ejemplo— no es un debate científico, y a los climatólogos se les considera parte de una enorme conspiración concebida por los liberales para acabar con Estados Unidos, mientras que los negadores de la ciencia no son más que herramientas de la industria de los combustibles fósiles. Cada bando está seguro de los motivos del otro; y muy pocos escuchan los hechos que subyacen al tema.
En los títulos de sus libros, los eruditos tildan a sus oponentes ideológicos de “traidores”, “pandillas criminales”, “el Gran Destructor” y muchos otros adjetivos. Cuando Carly Fiorina (candidata a la nominación presidencial republicana) mintió sobre haber visto un video donde los proveedores de abortos mantenían vivo un bebé para cosechar su cerebro, los conservadores —acostumbrados a escuchar el meme “Los demócratas son asesinos de bebés”— asintieron sin detenerse siquiera a pensar en la irracionalidad del alegato (¿Cosechar un cerebro, para qué? ¿Por qué lo necesitaban vivo? ¿Y por qué Fiorina no llamó de inmediato a la policía para informar del homicidio en un video que nadie más ha visto? ¿Y cuántos de esos pobres políticos, tan carentes de sentido común o cordura, se sentirán obligados a rescatar con violencia a esos bebés imaginarios?). El presidente Barack Obama ataca a los conservadores porque “temen a las viudas y huérfanos” en el tema de los refugiados sirios. La demócrata Hillary Clinton proclama con orgullo que los republicanos son sus enemigos. El senador Ted Cruz, otro candidato presidencial del GOP, dice que los demócratas cometen la mayor parte de los crímenes y que el asesino en el reciente tiroteo de Planned Parenthood, en Colorado, fue un “activista transgénero de izquierda”, aunque no existe evidencia racional alguna que apoye sus afirmaciones.
Un político prominente ha abordado el tema de que las invectivas y la politización de los dos partidos está desgarrando al país. En Face the Nation, pocos días después del ataque contra Planned Parenthood, Ben Carson, otro candidato a la nominación republicana, pidió mayor racionalidad y más respeto en el debate político de temas como el aborto. “No hay duda de que la retórica de odio exacerba la situación, y debemos hacer todo lo posible para entablar una conversación inteligente y civilizada sobre nuestras diferencias”, dijo Carson. “Creo que las dos partes debieran bajar su retórica y mantener una conversación cortés”.
¿Alguien podría objetar semejante propuesta? Parece que sí, porque en esta, nuestra locura moderna, algunos exsimpatizantes de Carson consideraron que cometía el error de convocar a un diálogo respetuoso con la perversa oposición. “El Dr. Carson acaba de arruinar su candidatura presidencial”, proclamó Troy Newman, quien dirige al grupo antiaborto Operation Rescue, en respuesta al llamado a la calma del candidato.
¿Hay manera de corregir algo de esto? Por desgracia, creo que no. En la última década, Estados Unidos se ha convertido en una sociedad inundada de hechos (desde la internet hasta la televisión por cable y la radio de entrevistas), pero sin conocimientos. La complejidad —y la realidad casi siempre es compleja— no gana clics en línea, ni teleauditorios, ni ventajas políticas. Son bombas y escándalos los que consiguen audiencias y donadores.
“Hay amenazas reales, pero a nadie le interesa resolverlas. Sólo buscan beneficiarse con ellas, o reunir fondos, o conseguir más tuits”, dice Skinner, el exoficial de casos de la CIA. “Es como hablar con un loco. Y nos hemos vuelto una nación de locos”.
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Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek