Este
artículo apareció por primera vez en el sitio de la Hoover
Institution.
Estados Unidos ha visto mejores días. El tejido político y económico del
país se está desenmarañando, pero existen pocos acuerdos sobre cuál es la mejor
forma de lograr que el país avance.
Desde hace mucho tiempo, mi postura ha sido que los culpables del
crecimiento lento y del descontento social son los niveles cada vez más altos
de tributación y de regulaciones que succionan el alma productiva de la sociedad.
Actualmente, quienes mantenemos esta postura somos minoría.
Un grupo vociferante de pensadores progresistas está optando por el camino
opuesto, y uno de sus miembros más prominentes es Robert Reich, ex Secretario
del Trabajo durante el gobierno de Bill Clinton. En su nuevo libro Saving Capitalism: For the Many, Not the Few
(Salvar al capitalismo: Para la mayoría, no para la minoría), define un
conjunto de políticas que perjudicarían a la economía estadounidense. Un mejor
título para su libro sería Condenar al
capitalismo para todo el mundo.
Reich no se anda con rodeos sobre su argumento principal, que consiste en
apoyar “a un gobierno activista que aumente los impuestos a los ricos,
invierta las ganancias en excelentes escuelas y otros medios que las personas
necesitan para salir adelante, y que redistribuya los recursos a los
necesitados.” En su opinión, únicamente con estas reformas y por “otros
medios”, la mayoría de los cuales no especifica, podemos regresar a los
días de gloria de su padre, cuando los miembros de los sindicatos podían
permitirse darles una buena vida a sus hijos, lo cual no es posible en la
actualidad.
Reich no ofrece ninguna explicación sobre la causa de la decadencia, sino
que se contenta con denunciar el “mito del libre mercado” y la idea
de que el gobierno no debe “entrometerse” en los asuntos de sus
ciudadanos.
Más concretamente, Reich comienza insistiendo en que es una fantasía asumir
que puede haber un libre mercado sin que el gobierno genere derechos de
propiedad, controle los monopolios y haga cumplir los contratos. Pero no se da
cuenta de que es precisamente esta lista de tareas lo que los liberales
clásicos como yo también asignamos al gobierno.
De hecho, su lista es demasiado breve. En primer lugar, pasa por alto la
función del gobierno en el control del crimen y la contaminación. En segundo,
no habla de los límites que se deben imponer al subsidio de ciertas empresas
por parte de otras. En tercer lugar, deja de lado las preguntas difíciles sobre
la organización y la financiación de la infraestructura pública y la gestión de
recursos públicos. Irónicamente, un buen gobierno es mucho más grande de lo que
Reich parece comprender.
Entonces, las verdaderas diferencias entre los progresistas como Reich y los
liberales tradicionales como yo mismo no se basan en la proposición de que los
mercados dependen de muchas formas de apoyo público. En lugar de ello, el
desacuerdo radica en los medios elegidos para generar mejoras sociales.
Es aquí donde Reich se equivoca repetidamente. Al tratar los derechos de
propiedad, está bien que Reich se declare contra la esclavitud, pero resulta
problemática la forma en que desestima el derecho de todas las personas a determinar
las ofertas de empleo que desean aceptar para trabajar en el mercado abierto.
El tema adquiere preponderancia en la cuestión del salario mínimo, donde
Reich asume la visión optimista de que el inmenso incremento del salario mínimo
de su nivel actual de 7.25 a 15 dólares por hora sería en gran medida una
transferencia de la riqueza de los ricos directores ejecutivos y sus
accionistas a los trabajadores, que pueden usar el dinero en cuestión para dejar
de depender de la asistencia pública.
¡Sigamos soñando! Reich está en un grave estado de negación cuando supone
que las apremiadas empresas que trabajan en mercados competitivos no harán
cambios radicales en la manera en que hacen negocios cuando los costos de mano
de obra aumenten drásticamente. Si el salario mínimo se dispara para estas
empresas, comenzará a tener más sentido, económicamente hablando, sustituir a
los trabajadores no especializados con máquinas y tecnologías que puedan realizar
el mismo trabajo.
Los empleados que se queden serán, en general, más experimentados, cerrándoles
el camino aún más a los pobres. Por ejemplo, Reich nunca toma en cuentalos excesivos índices de desempleo entre
los adolescentes pertenecientes a minorías, cuya regulación los ha expulsado
del mercado laboral.
Las consecuencias no intencionadas de las regulaciones también desempeñan
una función. El primer resultado del aumento del salario mínimo en Seattle fue una pérdida de
1 000 puestos de trabajo en los restaurantes de la ciudad, en comparación con
un incremento de 2 300 de esos mismos puestos en el resto del estado. Y esto,
solamente en la primera ronda de aumentos del salario mínimo.
Es poco probable que Reich sepa más sobre el negocio restaurantero que las
empresas mismas, que probablemente recurrirán a los quioscos de autoservicio y a
otros ajustes para compensar los crecientes costos de la mano de obra. Es
simplemente una tontería proyectar que las disminuciones relativamente pequeñas
en los índices de empleo, derivadas de los pequeños aumentos en el salario mínimo
habrán de transferirse cuando logren incremenar la brecha entre el mercado y el
salario mínimo.
Reich asume una postura aún más extraña en su explicación del control del
poder de los monopolios. No existe ningún liberal clásico que mire con
indiferencia la creación o la tolerancia de cárteles o monopolios,
especialmente cuando son apoyados por el poder estatal. Pero no puede decirse
lo mismo de Reich.
En su análisis de los sindicatos obreros, parte de la fantasía de que los
empleadores de los mercados competitivos pueden “determinar” los
salarios que pagan a sus empleados. La respuesta obvia es que los trabajadores
enfrentarán a un empleador con otro, de manera que los salarios competitivos
aumentarán en las épocas de alta demanda y se reducirán en las épocas de poca demanda.
Luego, Reich no reconoce que todo el tejido de las leyes laborales desde la
aprobación de la Ley Nacional de Relaciones Laborales de 1935 ha conferido un poder
monopólico a los sindicatos que, cuando son reconocidos, tienen los derechos
exclusivos de negociación de todos los trabajadores dentro de la unidad de
negociación colectiva correspondiente.
El ejercicio de este poder monopólico es mucho más peligroso que el poder que
tienen las empresas, porque puede producir la imposición de grotescas normas de
trabajo, al tiempo que aumenta el riesgo de que las huelgas y los cierres
patronales suspendan servicios esenciales cuando ambas partes choquen de frente.
El sistema también tiende a desplomarse bajo su propio peso conforme las
nuevas empresas no sindicalizadas, nacionales y extranjeras, pueden producir
mejores mercancías a menores precios para las familias de menores ingresos que
las empresas agobiadas por onerosos contratos sindicales. No es de sorprender
que el porcentaje de incorporación a los sindicatos en el sector
privado se haya reducido desde su punto máximo de cerca de 35 por ciento en
1954 a cerca de 6.6 por ciento en 2014.
Es sólo el aumento en el número de miembros de los sindicatos públicos, que
en la actualidad asciende a aproximadamente 35 por ciento, el que mantiene la
cifra global de incorporación a los sindicatos en cerca de 11 por ciento. Muchos
de esos miembros de sindicatos de empleados públicos son profesores que imponen
una pesada carga en sus esfuerzos continuos de mantener el monopolio de las
escuelas públicas en Estados Unidos.
Reich desea invertir en educación las ganancias de una mayor tributación,
pero en ningún momento habla de los peligros que los sindicatos de maestros
plantean para esa misión. Tampoco menciona la posible función que las escuelas
particulares subvencionadas no sindicalizadas tienen en la mejora de la
educación. No hay duda de que los alumnos de ese tipo de escuelas en Nueva
York, por ejemplo,superan en gran medida a los estudiantes de
las escuelas públicas, y esa es la razón por la que los padres claman por
inscribir a sus hijos en las escuelas particulares subvencionadas.
Es necesario tomar una difícil decisión. ¿Reich piensa que un compromiso
con los sindicatos debe tener prioridad por encima de la excelencia educativa?
Luego, está la cuestión de cómo financiar el programa ambicioso, aunque equivocado,
de la redistribución de ganancias de Reich. Reich no menciona cuáles programas
fomenten el crecimiento, y su receta de aumentar los impuestos a los ricos por
los ingresos ordinarios y las ganancias de capital únicamente empeoraría las
cosas.
No tengo ninguna objeción a su propuesta de gravar las ganancias no
realizadas (es decir, las obtenidas por acciones sin vender) en el momento de
morir, y de forma semejante, por permitir las deducciones por pérdidas no
realizadas. Desde hace mucho tiempo, ambos elementos han sido parte del programa
liberal clásico, dado que cualquier exención de grandes cantidades de ganancias
en el sistema fiscal impone cargas adicionales a otros elementos, lo cual
desacelera el ritmo de la formación de capital y el intercambio voluntario.
Sin embargo, su llamado al progresismo que se centra en el 1 por ciento
superior resulta contraproducente. No puede hacer crecer la economía despojando
a los miembros más productivos de la fuerza de trabajo o invirtiendo las
ganancias de una economía de bajo crecimiento. Reich deplora el poder desmedido
de los ricos sin nombre, pero nunca explica cómo esegrupo amorfo se las ingenió
para pagar alrededor de 38 por ciento de los impuestos sobre unas ganancias de
21.9 por ciento, cuando el 50 por ciento inferior pago tan sólo 2.8 por ciento.
Tampoco tiene en cuenta el riesgo de que unos niveles más altos de
impuestos sobre los ingresos ordinarios tenderán a quitarle el incentivo al
trabajo, inclinando a las personas a jubilarse más temprano o a rechazar
segundos trabajos. De igual manera, pasa por alto el riesgo de que los altos
índices de ganancias de capital haga que los inversionistas se muestren reacios
a desechar las acciones de bajo rendimiento, lo cual les permitiría invertir en
empresas más productivas; este es el mismo error que Hillary Clinton cometió en su
problemática propuesta para aumentar los índices de ganancias de capital a
corto plazo.
Reich tampoco está alerta ante los peligros de los subsidios a ciertos grupos
políticos bien relacionados. Los crecientes
subsidios para la energía eólica y solar que recomienda están mal fundados. Si estas
formas de energía pueden tener éxito en el mercado, nadie debería bloquearlas.
Pero si no pueden competir con los combustibles fósiles sin un subsidio,
entonces que así sea. Se les debe permitir languidecer.
El punto básico está sujeto a la simple advertencia de que los subsidios a
los combustibles fósiles también son inadecuados, y que todas las formas de
energía deben tener en cuenta cualesquier factores externos que generen, sea la
contaminación del aire o la muerte de aves en peligro de extinción. El mismo
criterio se aplica de manera más enfática a los generosos subsidios al etanol, que logran
distorsionar los mercados de los energéticos y de los alimentos en un solo
programa mal concebido.
Existe un punto importante que sobresale en la agenda social de Reich. Sin
importar sus largos años de servicio en el gobierno, parece no tener ningún
conocimiento de la enorme distancia que hay entre un ambicioso programa de
reforma social y su exitosa puesta en práctica.
He pasado la mayor parte de mi vida académica entre las malas hierbas,
analizando las operaciones específicas de la acción del gobierno en lo
relacionado con las empresas farmacéuticas, el ambiente, la vivienda, los valores,
la educación, el empleo, la banca, la industria aseguradora y otras
instituciones sociales.
En todas estas áreas, he llegado a la conclusión de que un estado
progresista moderno ha provocado daños sin revelar por dos razones muy simples.
En primer lugar, no tiene una sensibilidad para decidir cuándo debe intervenir el
gobierno y cuándo debe retirar la mano. La regulación de los mercados laborales
competitivos casi siempre sale perdiendo, y la pesada mano de gobierno en esta
área hace mucho para explicar la disminución de las ganancias de la clase
obrera.
En segundo lugar, el gobierno no tiene un sentido de cuáles son los medios
que funcionan y cuáles no. Si el riesgo son los monopolios, contrólenlo con una
ley anti-trusts que se limite a los monopolios. Pero no destrocen a las
industrias competitivas, y por supuesto, no usen el poder gubernamental para apoyar
a los monopolios, como en los mercados laborales.
Pero Reich es ciego a todo esto. No hay ni siquiera una propuesta de desregulación
en su inconexo libro. Desafortunadamente, Salvar
al capitalismo no ayudará tanto como promete. Si se implementan sus
políticas, ello provocará un caos económico y social a todas las personas.
Richard A. Epstein es miembro de alto rango Peter y
Kirsten Bedford de la Hoover Institution.
Publicado en cooperación conNewsweek/ Published in cooperation withNewsweek