GAMBOA, Panamá.— El bosque tropical expande el aire caliente desde su follaje espeso. Los monos jujaná abren ahí dentro sus fluorescentes ojos amarillos para descolgarse por las ramas, las águilas crestadas sobrevuelan el cielo de la tarde y en el suelo enfangado reptan los caimanes cachirre de colmillos que se tuercen fuera de sus quijadas. La humedad atroz de agosto, bendición para las plantas y animales de esta área salvaje de Centroamérica, es un castigo para el hombre: empapados en sudor, decenas de obreros van abandonando las instalaciones de la División de Dragados del Canal de Panamá al concluir su jornada. Con las caras flácidas del esfuerzo, conversan, bromean, caminan por senderos verdes espantando insectos para llegar a su casa en esta comunidad, Gamboa, o retozan en la tierra en espera de que el autobús público llegue y los deje en la capital —a 30 kilómetros de aquí—, de donde vienen cada madrugada para cumplir sus jornadas de músculo y energía.
En este mismo instante, sobre las cabezas de los trabajadores de la única franja de agua del planeta que une al océano Atlántico con el Pacífico, se alza un monstruo mecánico nazi. Con su fuerza descomunal los auxilia en las extenuantes faenas con que dan mantenimiento al canal por el que pasan, cada año, catorce mil embarcaciones que unen a los cinco continentes. Ahí arriba, flotando en el agua, con miles de piezas de acero conectadas en indescifrables cruces geométricos, se eleva la grúa Titán. Adolfo Hitler ordenó su construcción en 1941, en plena guerra: quería probar al mundo que también en el mar el Tercer Reich y la raza aria ostentaban la supremacía. A setenta años de concluido el conflicto que mató a unas sesenta millones de personas, cinco mil toneladas distribuidas en 112 metros de altura aún dan forma a la grúa marítima más grande de la Tierra: levanta barcos hundidos, repara embarcaciones averiadas, desplaza hasta tierra firme a los botes, levanta compuertas, corrige portacontenedores y piezas monumentales: es decir, resuelve los más graves problemas de este cruce entre océanos.
Quienes salen del trabajo este martes del verano de 2015 saben que todo lo que la fuerza humana es incapaz de hacer lo hará Titán, el aparato con que la Kriegsmarine (marina de guerra alemana) reparaba los buques heridos por las bombas aliadas. Aunque en los obreros hay agotamiento, en este bosque tropical panameño no hay desamparo.
Una máquina que engendró la más despiadada industria de la muerte les brinda auxilio.
¡UN BARCO COMPLETO!
El Heritage Leader, un gran navío de Bahamas, se abre paso esta tarde con su imponente casco azul por el canal que desde su fundación, en 1914, han cruzado más de un millón de buques. Repleto de contenedores con productos que irán a Europa, Asia o África, el Heritage pasa por la División de Dragados, como se llama a lo que es, en realidad, el taller mecánico del canal. Son las tres de la tarde y en la instalación ha concluido el primer turno. Sin dar importancia a ese tremendo barco de bandera caribeña que pasa detrás suyo, Alfonso Vera, joven ingeniero eléctrico de hombros anchos y esbelto como un nadador olímpico, aguarda sobre la carretera a que el autobús público se detenga. Hace un minuto vio que uno de los guardias que vigila las instalaciones llenas de vallas y cámaras de seguridad exclamó “¡área restringida!” en el momento en que apunté mi cámara a la grúa alemana, y molesto me pidió que me alejara del área donde transitan los barcos.
“¿Qué quieres saber del Titán?”, pregunta Alfonso frunciendo el ceño, como si mi intención de averiguar algo sobre el aparato que se encumbra a metros de nosotros, en un canal que suma catorce mil tránsitos anuales, fuera indagar un secreto de Estado. “Difícil que te dejen acercarte. Mucha gente trabaja dentro y primero están nuestras vidas —advierte—. Nadie entra si no es de aquí.”
—¿Los movimientos de Titán son riesgosos?
—Imagina —dice viendo al cielo, hogar de la punta del aparato—: toneladas y toneladas de acero que se mueven arriba de mucha gente.
Desde nuestra altura, ese cúmulo de acero trenzado parece un complejísimo juego de mecano gigante que, con imaginación, parece un ave. “Sirve para los barcos dañados que se pegaron contra un costado del canal o que recibieron el golpe de una roca”, murmura Alfonso, y me aclara que para conducirla hay que ser un cerebro prodigioso: “Hay que saber electricidad, cálculo, matemáticas”.
—Cuéntame lo más impactante que hace.
—Levantar un barco.
Ve que no reacciono: “¡Un barco completo! Cuando esa cabeza gigante sabe a dónde se dirige, se mete al agua y llega a cualquier punto”.
—¿Ves a Titán y qué piensas?
Alfonso se ríe: “Magnífica”.
SIGUE LA CARRETERA
No hay modo de entrar por la puerta principal a la División de Dragado, residencia de Titán en el canal, cuyo reglamento me avisa: “Artículo 13. El acceso a las áreas patrimoniales, instalaciones, áreas de operación y, en general, a las áreas bajo la responsabilidad de la Autoridad, sólo está permitido a su personal”.
Insisto a un guardia que me dé acceso: “Es una vía de tráfico internacional y hay que cuidarla al cien por ciento”, se disculpa afuera de su garita rodeada de palmas, desde donde custodia el avance de buques que pagan de 300 000 a 400 000 dólares por cruce. Pero cuando escucha “vengo desde México”, el guardia se conmueve y comparte un secreto: “Puedes seguir el curso de la carretera”, me sugiere, insinuando que descubriré un camino alterno. Camino por la calle Winston Churchill y luego me cuelo en senderos del bosque. Piso yuyos, esquivo espinas, salto entre charcos, evito enormes raíces de árboles que emergen de la profundidad, paso junto a pequeñas casas de madera coloridas y con porches que hasta 1999 usaban los oficiales del gobierno estadounidense que controlaban la vía interoceánica. Entonces sí, cuando estoy sobre los rieles del Panama Canal Railway—el tren que desde 1850 acompaña el curso del canal—, la grúa ha quedado frente a mí. Los ruidos de sus motores son secos y continuos, como si el animal mecánico lamentara su inmortalidad.
Enfoco la vista en uno de sus costados y leo la palabra “Demag”. La historia de la Demag Crane Ag, fabricante de la grúa, comienza en 1906, mucho antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Pero fue con la persecución nazi al pueblo judío y la lucha contra los países aliados cuando la máxima constructora alemana de grúas se volvió el puntal tecnológico de la muerte. En los seis años del conflicto, DEMAG —una compañía existente hasta hoy— construyó 6600 vehículos militares —entre ellos el mortífero tanque Sonderkraftfahrzeug 250— con que fue destruida buena parte de Europa. En 1941, la armada de Alemania y el “jefe supremo” del poder marítimo, Erich Raeder, demandaban un aparato que reparara los submarinos y barcos germanos que Estados Unidos, Inglaterra y la URSS les dañaban al incursionar en el Mar del Norte.
Pero Titán, el gran enfermero de la armada nazi, también cayó herido.
La Royal Air Force británica y las USAAF estadounidenses querían marcar con fuego al más grande puerto y centro industrial alemán, y que un largo duelo fuera el escarnio. Por eso, bautizaron como “Operación Gomorra” una serie de bombardeos sobre Hamburgo. Así como el Antiguo Testamento relata que Jehová “hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego, destruyó estas ciudades y cuantos hombres había en ellas” porque esos hombres eran pecadores, los “pecadores” alemanes de esa ciudad vieron, la tarde del domingo 25 de julio de 1943, cómo cuarenta aviones estadounidenses hundían barcos, atacaban astilleros, arruinaban muelles para barcos y submarinos. Al día siguiente, el odio al gobierno nazi volvió a ser plomo: otros 71 aviones británicos arremetieron contra la central eléctrica de Neuhof y varias dársenas. El ataque, además de ciento cincuenta muertos, dejó a Titánhundido en las orillas.
Pese a las reparaciones intensivas hoy son visibles en su estructura original varias marcas: las cicatrices de las ráfagas. En sus cinco anclas, intactas, unas cruces svásticas han sido labradas junto a la Reichsadler, águila imperial icónica del gobierno de Hitler.
Las entrañas de la grúa son un portento. Una triple hélice Voith Schneider Propeller la dota de una velocidad de 15 km/h. Su avance es posible por tres generadores diésel Siemens-Schuckert de novecientos caballos de fuerza que transmiten electricidad a la intrincada red de cables en su interior, que si se desplegaran en línea recta alcanzarían trece kilómetros.
Nada es gratis: la Administración del Canal de Panamá gasta, por cada día en que sale a dar servicio, casi 2000 dólares, entre los sueldos de los veinticuatro técnicos que la operan, el mantenimiento y el diésel.
“El mantenimiento que se le da es tan seguido que si le ven una manchita de óxido corren a limpiarla”, dice Jorge Palacios, técnico del Canal de Panamá que ha trabajado con Titán.
Sólo así, acicalada por dentro y fuera como ningún otra grúa del canal, sortea cualquier señal de vejez.
UN ANIMAL
Durante meses, el ingeniero Jorge Palacios había trabajado con la grúa Titán admirado de la bravura con que acarreaba objetos que podían pesar cerca de cuatrocientas toneladas. En la vorágine de las tareas, sin embargo, jamás se detuvo a pensar qué mentes crearon semejante bestia electromecánica. “Por eso —relata— el día que me enteré de que pertenecía a Hitler me empecé a carcajear. Ahí lo entendí todo.”
¿Qué hace Titán? Palacios sintetiza: “Solucionar todo tipo de emergencias que requieren la capacidad inmensa de esa vaina (sic)”.
Y entonces enumera: “La he visto recuperar remolcadores accidentados bajo del mar, sacar buques con problemas y, lo más impresionante, levantar las compuertas del canal”. Nada tan prodigioso como lo que hace dentro de la Esclusa de Gatún: en esa área —donde los barcos son elevados veintiséis metros para que alcancen el punto más alto de la vía acuática—, Titán ayuda una vez al año al mantenimiento de las seis compuertas de entre 354 y 662 toneladas. Para que los técnicos trabajen en ellas y minimicen el margen de error, las eleva una vez al año.
En un área acuática que labora sin pausa los 365 días, la grúa opera en el canal lo mismo a las doce del día que en la madrugada asistiendo a barcos de todo el mundo, sobre todo de Estados Unidos, China, Japón, Corea del Sur y Chile, líderes en tránsitos. “Titán trabaja en Navidad, Año Nuevo y Día de la Madre”, bromea el marinero Raúl Garrido.
Para que sea capaz de cargar esos cientos de toneladas, los cálculos matemáticos son forzados a extremos desconcertantes. No obstante, el principio es simple: Titán está conformada por dos partes independientes: la grúa en sí, vertical y de piezas de acero ensambladas que suben y bajan, y lo que Palacios llama: “la bacha”: embarcación que mantiene a flote la estructura. ¿Cómo sostiene la “bacha” no sólo las cinco mil toneladas de la grúa, sino los pesos descomunales que esta levanta?
“Eso se llama física —explica el ingeniero—. La ‘bacha’ tiene bombas de aire comprimido que le hacen soportar todo ese peso sin hundirse”.
La ciencia lo explica todo, pero Palacios sonríe y juega a no descartar la magia: “A veces veo ese animal y me digo: es increíble que flote”.
DESCABEZADA
La bala 7.65 mm con que Hitler se perforó el cráneo el 30 de abril de 1945 en su búnker de la Cancillería del Reich aniquiló la última esperanza de supervivencia del gobierno nazi, arrebató a su pueblo al líder que con los crímenes más crueles creó un imperio y dejó cantidades fastuosas de armamentos e instalaciones que Estados Unidos hizo suyos.
Bajo la atmósfera de una paz mortuoria, en el puerto de Bremerhaven, al extremo norte alemán, quedó flotando sobre las heladas aguas del Mar del Norte una máquina silenciosa, inválida, sin barcos que reparar. Las tropas estadounidenses se apropiaron de Titán, la desarmaron y remolcaron desde el Atlántico. Y algún día de aquel año la travesía efectuó un trazo perpendicular para ingresar al Canal de Panamá, llegar al Océano Pacífico y ascender hasta California, donde en el astillero de Long Beach el aparato fue rearmado y puesto a funcionar bajo las siglas Gercrane 350T (YD 171), el nombre con que se disimuló su oscuro pasado nazi. Durante medio siglo la grúa fue usada para el mantenimiento del astillero y de los buques militares, civiles y comerciales que ahí atracaban. Impulsado por la espiral tecnológica que se produjo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y en el medio siglo posterior, en 1994 Estados Unidos se propuso desprenderse del viejo artefacto, ya en desuso. En contraste, aceptó adoptarlo la recién nacida Comisión del Canal de Panamá, que sólo poseía la grúa a vapor Hércules, grande pero muy distante del tamaño y el poder de la germana.
En 1996, tres años antes de que Estados Unidos cediera a Panamá el canal después de un siglo de control, la armada estadounidense comenzó a trasladar la grúa a Centroamérica en un barco carguero sumergible. El viaje marítimo no presentó mayores inconvenientes, pero al llegar el 31 de mayo de 1996 a los límites de la Ciudad de Panamá, hubo problemas para el gigante. El Puente de las Américas, una estructura para el paso de automóviles creada en la entrada del canal, pese a su altura le quedaba chico a Titán. La opción de retirar una de las piezas del puente, dejar pasar el aparato y recolocarla, implicaba un gasto excesivo. La opción fue descabezar a la máquina. “A la grúa le tuvieron que cortar la parte de arriba: era demasiado alta”, narra el marinero Raúl Garrido, testigo del procedimiento. La Titán fue mutilada en su brazo o aguilón para reducirse a 85 metros de altura (casi treinta menos de los que hoy tiene) y, además, fue inclinada 24 grados. “Y con todo y que le hicieron la modificación —agrega el marinero— Titán tuvo que pasar el puente cuando se produjo la marea más baja de Panamá en mucho tiempo.” Su reconstrucción y puesta a punto tardaron tres años más: fue el 19 de septiembre cuando empezó a laborar. Su primera jornada transcurrió con la instalación de dos compuertas de las Esclusas de Miraflores, que en suma rozaban las mil toneladas.
Desde entonces no ha habido descanso.
ESTO ES LATINOAMÉRICA
Si uno se coloca al pie de la grúa e intenta avistar su punta, molesta el cuello. La relación del hombre y la máquina es aquí la misma de un gato y un elefante. Hace tres años, para pintarla de arriba abajo fueron necesarios seis meses de labor. En su cabina —un edificio naranja de tres pisos empotrado a la estructura de acero— las maniobras tampoco son simples. Es cierto que la vista es amplia y panorámica en este espacio cuyo tablero aún guarda inscripciones en alemán como “trolley” (carretilla), pero los movimientos del brazo mecánico suponen una paradoja: aunque voluptuosos, requieren precisión quirúrgica. Por lo tanto, para operarlo no basta con la pericia del conductor. “Como es la grúa más poderosa y grande del mundo, el operador (Braulio Girón) no puede trabajar basado en su vista —dice el marinero Garrido—; un oficial en tierra le da órdenes por radio. El operador tira la pluma de la grúa y, como no ve, le dicen: ‘Sube, baja, suelta el gancho 1, el 2’. Todos sus toques deben ser finos.”
Dentro de unos meses, en abril de 2016, es muy probable que el canal ya no sea lo que es. Después de nueve años de trabajos de ampliación que han costado 5000 millones de dólares y huelgas que reclaman la hostilidad en las condiciones laborales, el canal poseerá un tercer y nuevo carril. Los trescientos millones de toneladas de carga que hoy atraviesan sus aguas se duplicarán, y entonces Panamá podría ser, más que nunca antes, centro logístico del comercio mundial. Pero el taxista que me lleva hasta la selva de Gamboa para que conozca a Titán no se ilusiona en que ese dinero mejore la vida de sus compatriotas. “La recaudación es para el Estado panameño y para algunos bolsillos. Usted sabe, las fugas. Esto también es Latinoamérica”, se ríe, y por el parabrisas me señala: “Ahí está, ahí usted lo puede ver”. Percibo a lo lejos esa quimera de metal que se erige sobre un manto boscoso y tropical, que se extiende desde la franja de agua verdosa hasta ambos lados del horizonte.
Desciendo del coche. Cae la tarde y atraviesa el canal Tiburón V, un barco blanco repleto de contenedores llenos de productos: aunque enormes, al lado de Titán esas cajas metálicas parecen los pequeños bloques coloridos de un juego de construcción infantil. La grúa descansa silenciosa, en espera de que la orden llegue y sea hora de salir veloz a rescatar buques portacontenedores, de carga refrigerada, graneleros, portavehículos, tanqueros o de pasajeros.
Lo que sea, cuando sea, bajo las condiciones que sea: si en 1943 sobrevivió a un bombardeo, en 2015 la vieja máquina resiste las más duras faenas bajo el desalmado clima del trópico.
Y aún hoy, la inmortal grúa Titán no sabe nada del paso del tiempo.