Es posible contar una historia perturbadoramente exhaustiva y fascinante de Nueva York a través de los asesinatos de sus mujeres solteras: Elma Sands, estrangulada y arrojada a un pozo en SoHo en 1799; Helen Jewett, una prostituta asesinada con un hacha y a quien después se le prendió fuego en 1836; Alice Augusta Bowlsby, cuyo cuerpo se descubrió en una maleta en 1871, asesinada por un abortista, en lo que llegó a conocerse como el Gran Misterio de la Maleta; Emily Hoffert y Janice Wylie, conocidas como las Chicas de Carrera (y que trabajaban en Newsweek), asesinadas en su apartamento de Upper East Side en 1963; Kitty Genovese, muerta a puñaladas en 1964 afuera de su casa en Queens, mientras los vecinos escuchaba sus gritos; Kendra Webdale, empujada al paso del tren subterráneo por un esquizofrénico en 1999; Sarah Fox, asesinada en 2004 mientras corría en un parque en la aburguesada parte alta de Manhattan, posiblemente por un ruso desquiciado.
Muchas veces la historia del Mundo Occidental está sujeta a la narrativa de los Grandes Hombres: Platón, César, Kant, et al. También ha habido grandes hombres en Nueva York pero, casi inevitablemente, su grandeza se ha visto suplantada u olvidada. Las mujeres muertas permanecen. Aunque, en silencio, ellas siguen hablando.
Ningún caso dice más sobre lo que Nueva York fue alguna vez y en lo que se ha convertido que el asesinato de Roseann Quinn. Estaba sola en la ciudad, tratando de ganarse la vida. Tenía algunos recursos y algunas ambiciones. Era una mujer promedio pero no ordinaria. Luego, la noche del 2 de enero de 1973, un encuentro en un bar ubicado en un sótano, una caminata por la Calle 72, las luces de su natal Nueva Jersey ardiendo en la distancia como las hogueras de un campamento enemigo. Pocos minutos después, estaba muerta. Sólo tenía 28 años.
Su asesino, que fue hallado lo suficientemente rápido, se suicidó en la cárcel. Se hizo justicia, en forma cruda pero eficaz.
Y, sin embargo, Roseann Quinn no cayó en el olvido. Sigue con nosotros, acechando las calles de una ciudad a la que le gusta concebirse a sí misma como sumamente acogedora y segura, una ciudad que desea demostrar, más que cualquier otra ciudad del mundo, que millones de personas pueden subsumir sus anhelos y preocupaciones animales mientras abordan diariamente los trenes abarrotados y hacen cola para comprar pastelillos, reafirmando con cada “disculpe” los dogmas de la civilización occidental.
No es cierto, susurra Roseann Quinn.
SUPE QUE era hora de irme de Nueva York cuando lo que pagaba cada mes por un lugar de estacionamiento en Brooklyn llegó a ser lo mismo que pagaba por el alquiler de mi primer departamento, en una franja de Williamsburg donde, hace 15 años, viejos polacos todavía miraban con el ceño fruncido desde las entradas de las tiendas, y los hípsters que pasaban por Bedford Avenue se enorgullecían de vivir en un vecindario cuya principal institución financiera era un anquilosado cajero automático situado en la tienda de la esquina. Hoy, Williamsburg es tan culturalmente trasgresor como el Mall of America. Me voy sin amargura, pero es hora de partir.
Mi inminente partida me hizo pensar en Roseann Quinn o, mejor dicho, en la extrañamente perdurable franquicia de Waiting for Mr. Goodbar (Esperando al señor Goodbar), que debe su origen a la muerte de ella, ocurrida en 1973. La novela de Judith Rossner, publicada en 1975 y que cumplió 40 años esta primavera, fue, en esa época, reseñada con gran entusiasmo, y The New York Times comparó al personaje principal de Rossner con los protagonistas femeninos de Henry James y F. Scott Fitzgerald. Newsweek calificó al libro como una lectura “difícil, rápida, atemorizante.” Dos años después se produjo la versión cinematográfica, estelarizada por Diane Keaton y Richard Gere, que es más notable por los desnudos de Keaton. De esta manera, Quinn (Theresa Dunn en el libro) entró en ese desafortunado panteón de mujeres convertidas a regañadientes en lecciones de la historia.
Al final, toda historia es sólo un romance con el pasado. Mi propio romance con un tiempo y un lugar más frecuentemente despreciado que amado: la ciudad de los tumultos, las huelgas y los apagones, de bares oscuros donde Roseann Quinn pasaba sus tardes, algunas noches ansiando la soledad, otras anhelando compañía. En ese entonces, la ciudad, como yo la veía, era más peligrosa y más atractiva. Era Gotham caída, inquietante y lastimada, una ciudad para Roseann Quinn, y no para Carrie Bradshaw. Si tienes éxito aquí, ¿por qué querrías tener éxito en cualquier otra parte?
Dado que no puedo viajar al pasado, recurrí a medios más rutinarios. En ese entonces, trabajaba en una gran institución cultural en la zona residencial, donde una de mis colegas era una mujer de poco menos de 40 años. Ambos mirábamos con condescendencia a nuestros colegas, la mayoría de los cuales querían imitar el estilo de vida de Friends, Sex and the City o Seinfeld, si no es que alguna magnánima combinación de los tres. Así que, naturalmente, pasábamos cada vez más tiempo juntos: nada une más a las personas que una enemistad compartida.
Ella llegó a Nueva York a mediados de la mugrienta década de 1980, justo cuando el crack invadía Harlem y el sida invadía Chelsea, mientras que un renaciente Wall Street seducía a jóvenes para los que Gordon Gekko se convertiría en un modelo a seguir carente de toda ironía. Me llevaba a dar largas caminatas por Manhattan y señalaba a los lugares donde habían estado los clubes más legendarios: aquí estaba el Limelight; allá estaba Danceteria. Ahora, todo era tiendas de conveniencia. Su vida, en esa Nueva York de ventanas rotas antes de la Teoría de las Ventanas Rotas, parecía infinitamente más rica que la mía, en la metrópoli global del alcalde Bloomberg, donde fumar acababa de ser absurdamente prohibido en lugares donde aún podía beberse alcohol y comer enormes trozos de carne roja.
Hablando de bares, a menudo terminábamos en uno llamado All State Café. Era un nombre curiosamente ecuménico para un bar de sótano situado en la Calle 72, en una zona en la que alguna vez hubo numerosos “bares para solteros”. La mayoría de ellos había desaparecido, siendo reemplazados por establecimientos para quienes se habían liberado de su soledad mediante acuerdos familiares. En la misma calle había un restaurante de barbacoa kosher que alimentaba a la numerosa población de judíos fieles del vecindario, que había llegado mientras el Upper West Side recuperaba su prosperidad a fines de la década de 1990. No era un restaurante muy bueno, pero siempre estaba lleno. Supongo que eso son los caprichos de la barbacoa para los ortodoxos.
El All State era esa clase de lugar donde la música era suave y las voces bajas, casi de forma reverencial. El sitio estaba ordenado, pero no impecable como los bares de hoy, que parecen aguardar eternamente la llegada de un inspector sanitario. Mi compañera de trabajo decía que Kevin Bacon había atendido la barra ahí alguna vez, lo cual parecía plausible pero no demasiado impresionante. Luego me dijo que Looking for Mr. Goodbar (Buscando al señor Goodbar), el libro y la película sobre una mujer asesinada tras una aventura de una sola noche, estaban basados en un encuentro fatal que tuvo lugar dentro de estos confines de madera oscura manchada de grasa y humo de cigarrillo (en esa época, el sitio se llamaba W.M. Tweeds). Esto era infinitamente más intrigante.
Eso fue lo primero que escuché sobre Goodbar. La semilla echó raíz en mi cerebro y, en los años que siguieron, creció con obstinada perseverancia, haciendo a un lado todas las nimiedades que se acumulan en el transcurso de una existencia normal: ¿Sigue funcionando aquel lugar coreano…? ¿Salió de Goldman Sachs para…? De vez en cuando, sus raíces chocaban con alguna maraña neural muy importante y yo caía en un ensueño sobre Roseann Quinn, acurrucada sobre un libro y un vaso de whisky en el All State Café. Para mí, Goodbar se convirtió en un extraño primo que vivía en Staten Island, que se aparecía pocas veces y, de manera impredecible, pero siempre con alguna loca historia sobre Norman Mailer o RuPaul, acerca de algunos matones de Queens que le dieron una paliza a Dee Dee Ramone. Goodbar reprende a la ciudad internacional donde ahora hay menos vagabundos de Bowery que multimillonarios rusos, recordándonos lo que hay debajo de las capas de barniz, a la vez grueso y efímero. Sus lecciones trascienden los cambios demográficos, los precios de los bienes raíces, las tendencias de la criminalidad, e incluso la mundialmente aclamada sofisticación de Brooklyn. Nos hablan de algo más oscuro en la condición humana, algo que es tan relevante en 2015 como lo fue en 1973 o en 1799.
Recuerdo una fotografía de Steven Siegel, quien captó gloriosamente la ciudad en algunos de sus días menos gloriosos. La foto muestra la fachada del Teatro Times Square en 1996. No se presentaba ninguna obra, pero la marquesina fue una de las varias que se utilizaron en el vecindario para mostrar un mensaje del artista Jenny Holzer. Esta dice: “El asesinato tiene su lado sexual”.
ROSEANN QUINN fue, y sigue siendo, la clásica niña buena que se volvió mala, y quizás a eso se deba que Goodbar haya perdurado. Incluso, recientemente fue convertido en una ópera rock por un joven emprendedor aspirante a Andrew Lloyd Webber. Sólo durante el año anterior, fue mencionado por The Paris Review y el blog político liberal Daily Kos, así como en i09, el blog derivado de Gawker. A todos nos gusta un poco de sangre, mientras no sea la nuestra.
“Una conferencia ilustrada sobre cómo las niñas buenas se vuelven malas”, dijo Pauline Kael acerca de la versión fílmica del libro de Rossner. Good Girl Gone Bad (La niña buena se volvió mala) fue el nombre del disco de 2007 de Rihanna, la cantante de R&B que fue golpeada en 2009 por su novio Chris Brown. El terrible subtexto es siempre el mismo: la niña es una víctima, no se lo merecía, quizás sólo un poquito. Fue cierto en el caso de Rihanna. Fue cierto en el caso de Quinn.
En el relato de Rossner, ella no es del campo, pero su sección del Bronx es tan irlandesa que ella bien podría ser de County Cork (la verdadera Quinn era de los suburbios de Nueva Jersey, como puede verse en Closing Time (Hora de cerrar) de Lacey Fosburgh, promocionada como “La verdadera historia del homicidio de Goodbar”). Su escape de Manhattan es, en parte, un escape del destino de una hermana que se había convertido en otra “máquina católica de hacer bebés”. En la actualidad, muchas personas vienen a Nueva York por algo: es demasiado caro vivir aquí a menos que tengas una muy buena razón para hacerlo. Pero, en ese entonces, cuando todo el mundo parecía escapar de la ciudad, uno podía colonizar eficazmente Manhattan como lo hicieron los pioneros en las Grandes Planicies. En esa época, las ratas eran del tamaño de un búfalo. O al menos, eso fue lo que escuché.
No es que la Quinn ficticia a quien Rossner presenta en Goodbar sea una romántica sin rumbo fijo, vagando por Greenwich Village en busca de Joe Gould, escribiendo poesía en un apartamento sin agua caliente. No se ha alejado lo suficiente de su vieja tierra para ese tipo de sinsentido. Asiste al City College, donde tiene una aventura amorosa con un catedrático de idioma inglés que parece considerar sus cargos con desprecio puro. Su intensidad la atrae: “Sus ojos aburrieron un orificio en ella, y el orificio era su identidad absoluta.” Dejando de lado el problema ontológico de que “el orificio era su identidad absoluta”, el texto nos da una muy buena idea de la prosa endurecida de Rossner. Si no, he aquí otra parte, de una cita posterior: “Vino, comprendió que era lo que le había ocurrido a ella, pero no la importancia que tenía.” No es una gran prosa, pero sí un gran estilo, Hemingway filtrado a través de la segunda ola de feminismo y de una Nueva York judía e hiperintelectual esforzándose por salir de su propia cabeza.
En todo caso, Rossner está demasiado endurecida, demasiado dispuesta a abrir las cortinas del estudio de Quinn, dejando que sus lectores miren su procesión de aventuras sexuales. Mientras el relato de no ficción de Fosburgh da cuenta de la carrera magisterial de Quinn en la Escuela St. Joseph para Personas Sordas y en otros lugares, Rossner pasa mucho más tiempo en la cama que frente a la pizarra. Ella describe una vida sexual que es abundante y, luego, repentinamente, demasiado abundante para nuestras sensibilidades burguesas. Su Quinn empieza a frecuentar la escena de los bares de la ciudad, aparentemente usando el sexo para satisfacer alguna vaga carencia interior. “Pasa mucho tiempo aquí”, dice acerca de ella un parroquiano del bar. “Se acuesta con cualquier cosa que tenga pantalones”. Más tarde, comienza a salir con un abogado llamado James, pero es demasiado tímido para ella. “Me he acostado con hombres a quienes apenas conocía”, le dice con un tono de burla. Rossner, nunca un demonio tentador, la hace pensar: “Si pudieras haberme dado una buena paliza cuando actué de ese modo, me gustarías más por ello. Quizás hasta podría disfrutar el sexo”. Bueno, por lo menos sabe lo que le gusta.
El Sr. Goodbar, “un bar de solteros de Manhattan”, hace su aparición aproximadamente a media novela como “un lugar cómodo con viejas máquinas de chicles como lámparas de mesa y una pared completamente cubierta con un montaje laqueado de envolturas de golosinas”. No recuerdo un mural de Snickers en el All State, ni ninguna máquina de chicles. Pero era un lugar cómodo, con poca luz pero no sin calidez.
Goodbar es donde la Quinn ficticia conoce a Gary Cooper White, el nombre que dio Rossner al verdadero asesino John Wayne Wilson. White es un vago con gustos sexuales indeterminados y una evidente inestabilidad mental. Ella lo lleva a su casa de todos modos, tan hambrienta de rudeza. En su sucio departamento, copulan con tanta gracia como adolescentes en la noche de graduación, borrachos de Franzia y feromonas. Sin embargo, ella no cree que sea muy bueno, y lo echa. Enfurecido, White la apuñala hasta matarla.
El libro inicia con su confesión. “¡Vaya!, Hay que ver a la gente a la que ponen a enseñar a los niños; no mandaré a los míos a la escuela”, le dice a la policía. “Especialmente si tengo una niña”.
Los tabloides de Nueva York existen principalmente para ratificar la antigua verdad de que todos somos unos bastardos. Se aprovechan de los defectos humanos: el crimen, la corrupción, la traición, la codicia, con una postura irresistible que es mitad indignación y mitad regocijo. Sus columnistas pueden, en un solo párrafo, hacer de sacerdote, barman y empresario de pompas fúnebres. A veces lo hacen todo en una sola frase.
El cuerpo de Quinn, que Wilson profanó con 18 cuchilladas, fue encontrado por el encargado de su edificio, a donde un compañero de ella, otro profesor de St. Joseph, acudió cuando ella faltó a sus clases. Pasaron varios días antes de que el Departamento de Policía de Nueva York anunciara el descubrimiento del cuerpo de Quinn, pero en cuanto la noticia se dio a conocer, causó un gran impacto. “Maestra encontrada desnuda y muerta”, rezaba la de ocho (la nota de ocho columnas, en el lenguaje periodístico), del Daily News el 5 de enero de 1973, mostrando su sucio departamento y un retrato de Quinn, con lentes de sol y un rostro risueño. “Joven Profesora asesinada en departamento de West Side”, se lee en un titular interior del periódico. “Escuchaba las súplicas de los sordos”, decía otro, sobre su carrera de enseñanza.
Poco tiempo después, la feminista Susan Brownmiller escribió sobre la forma en que el caso fue cubierto por los tabloides, conjeturando que “el propósito subliminal del titular de violación-asesinato de los tabloides es dar a los lectores masculinos un estímulo suficiente para la fantasía”. Brownmiller, quien publicó en 1975 Against Our Will (Contra nuestra voluntad), un libro clásico sobre la violación, también señaló que “las mujeres que mueren con violencia en Nueva York y que entran en la categoría de jóvenes, blancas y hermosas son rememoradas en los titulares de los tabloides y copias de historias que dan fe de su atractivo físico para los hombres, independientemente de si su atractivo físico se relaciona realmente con el crimen”.
Esto es una crítica justa, y no ha dejado de serlo en las cuatro décadas desde que Brownmiller la escribió. El solo hecho de hojear el periódico matutino suele dejarme horrorizado, a la vez preocupado por mi hija y avergonzado de todos aquellos que llevan el cromosoma Y. Los hombres son los mensajeros de la virulenta oscuridad que se llevó a Elma Sands en 1799 y a Roseann Quinn en 1973. Apenas esta tarde, unas horas antes de sentarme a escribir este artículo, la policía de Nueva York arrestó a un hombre de edad madura llamado Rodney Stover. El sábado anterior, cerca de las 7:45 p.m., una mujer que había estado bebiendo con sus amigos en el Turnmill Bar del lado este de Manhattan bajo las escaleras para usar el baño. Stover, que vivía en un refugio cercano para personas sin hogar, saltó repentinamente de un compartimiento y la violó. Nadie escuchó los gritos de la mujer.
Hay historias así todas las semanas. Algunas son peores y otras no son tan horrendas. Cuando estaba en el Daily News, uno de mis colegas de la redacción era Errol Louis, que actualmente es anfitrión de un programa de entrevistas sobre política. En su columna, escribía con cierta frecuencia sobre el caso de Chanel Petro-Nixon, una joven de dieciséis años de Brooklyn que en 2006 fue estrangulada y depositada en una bolsa de basura. Podría haber estado en camino para reunirse con un hombre que resultó ser un violador, pero el caso permanece sin resolver hasta el día de hoy. Eso quiere decir que quizás no sea resuelto nunca.
Unos cuatro meses antes de la muerte de Petro-Nixon, una joven llamada Imette St. Guillen fue secuestrada por el sacaborrachos de un club nocturno de Manhattan; la violó y la mató antes de dejarla sobre un trecho desolado de la autopista de Brooklyn. Y cerca de un mes después de la muerte de Petro-Nixon, una mujer llamada Jennifer Moore fue secuestrada en un club nocturno de Chelsea. Fue encontrada muerta en un contenedor en Nueva Jersey.
Como siempre, los tabloides se encargaron de explorar la psiquis de la ciudad y de excavar los miedos que la mayoría de nosotros preferiría mantener en las partes prelingüísticas y reptilianas de la mente humana. El New York Post no nos decepcionó. Pocas veces lo hace. El titular de 29 de julio de 2006: “TEMPORADA DE CAZA DE CHICAS JÓVENES.”
Se ha dicho que Goodbar perdura porque alimenta nuestro pánico moral relacionado con las mujeres y su sexualidad, que Rossner participó en la amada actividad de avergonzar a las zorras, tan popular entonces como lo era en la época de Nathaniel Hawthorne y como lo sigue siendo hoy.
“La razón por la que la muerte de Roseann Quinn aterrorizó a las personas no era que ella hubiera sido un bicho raro o una hippie”, escribió Sady Doyle en una reseña de la película publicada en Slate hace un par de años. “La razón fue que ella tenía un empleo estable, vestía recatadamente y le caía bien a todo el mundo. Era una chica normal. Pero su normalidad era nueva; una normalidad que, décadas después, aún tratamos de negar o ahuyentar.” Estoy bastante seguro de que la nueva normalidad a la que Doyle se refiere es aquella anunciada una década antes de la muerte de Quinn por Helen Gurley Brown en su libro Sex and the Single Girl (El sexo y la chica soltera), en la que les decía a las mujeres que estaba permitido disfrutar el sexo, disfrutarlo a menudo y disfrutarlo fuera del matrimonio.
El argumento de Doyle tiene muchos méritos pero no sondea totalmente las sombrías profundidades de Goodbar. Al menos para mí, Goodbar tiene que ver tanto con las mujeres como con los hombres ya que, aunque su representación de las mujeres es incómoda, su representación de los hombres es insoportable. ¿Los hombres son naturalmente violentos? Es imposible decirlo, ya que la naturaleza y la violencia no son conceptos que se presten fácilmente a ser cuantificados en un laboratorio. Pero no tenemos más que abrir el periódico: mujeres lapidadas hasta la muerte en Pakistán, mujeres miembros de grupos estudiantiles violadas en escuelas estatales y en universidades prestigiosas por igual, esposas golpeadas por pobres y ricos. Incluso las culturas marginalmente permitidas de la pornografía de venganza y el “arte” del ligue se deleitan en una violenta dicotomía cazador-presa. En otras palabras, no fue un simple psicópata solitario con el que Roseann Quinn tropezó aquella noche de enero.
Por cierto, resulta curioso que en la cabecera de Roseann Quinn se encontrara un ejemplar de Deliverance (Liberación), la novela de James Dickey publicada en 1970. No hay ninguna mujer en el libro que trata sobre un viaje en canoa que cuatro hombres realizan por el sur rural. La escena más famosa de la versión cinematográfica es cuando Bobby, un miembro del grupo, es violado por un campesino blanco hostil que le ordena que “chille como un puerco” (la escena es relatada de manera diferente en el libro). La novela trata sobre la violencia en el corazón de todos los hombres; cuando Dickey escribe sobre la “increíble violencia y brutalidad” del río, temo que le esté dando mala fama al agua en movimiento. Lo único que hace es fluir, siguiendo los mandatos de la gravedad y la tensión superficial. Somos nosotros los hombres quienes pintamos ese río con sangre.
Hace algunos meses, cuando Nueva York aún tenía resabios del invierno, tomé el tren hasta el Bronx. No sé cuál era el tren que Roseann Quinn tomaba para llegar a la Escuela St. Joseph para Sordos, así que tuve que adivinar y tomé el número 6. El tren toma un carril elevado en el Bronx, pero la vista alta es apenas mejor que la de abajo: un mar de ladrillos agobiados, los vecindarios de clase media-baja cerca del tren sitiados por todos lados por complejos de viviendas subvencionadas con nombres absurdamente bucólicos (Río Bronx) o desenfrenadamente aspiracionales (Sonia Sotomayor; John Adams).
El Bronx es el único de los cinco municipios unidos a la tierra firme estadounidense, y eso lo ha convertido de algún modo en un paria en esta ciudad de islas. El municipio está siempre en la cúspide del resurgimiento, una figura retórica favorita del cuerpo de periodistas de la ciudad. Y, sin embargo, la antigua propiedad de Jonas Bronck (de ahí el nombre) no se ha recuperado aún de aquella noche de 1977 cuando, a la mitad de un partido de la Serie Mundial entre los Yankees y los Dodgers de Los Ángeles, Howard Cosell declaró famosamente, “Allí lo tienen, damas y caballeros. El Bronx arde”. Para fines de la década, los incendios, la pobreza y las drogas habían reducido al Bronx a una pila de escombros que resumían todos los infortunios de la vida urbana. Se requiere más que un par de conversiones en cómodos departamentos para reparar el daño acumulado durante generaciones.
St. Joseph está en un vecindario lejano al este del Bronx llamado Throggs Neck, asentado en un mugriento y pequeño lote justo al lado de una autopista bautizada en honor de Anne Hutchinson, que en 1638 fue expulsada de la Colonia de la Bahía de Massachusetts y en 1643 fue muerta por los indios en lo que actualmente es la parte norte del Bronx. Si alguna vez has conducido al norte para salir de Nueva York, es casi seguro que has pasado frente a la fachada de ladrillo de color rojo sangre de la escuela, que parece haber cedido gran parte de su color original al permanente efluvio de hollín. Para Quinn habría sido una larga caminata desde el subterráneo, por lo que probablemente tomaba el autobús, que le habría permitido leer Deliverance durante algunos minutos más, habiendo tan poco que ver por la ventana.
El edificio es de un estilo victoriano institucional, imponente y presuntuoso, y parece más un asilo que una escuela. Hay imágenes religiosas por todas partes, pero no es fácil mantener la devoción bajo una autopista. En la recepción, el secretario estaba dispuesto a dejarme mirar, inquietantemente indiferente sobre mi aparición no anunciada. Buscaba algún monumento a Roseann, alguna señal de su paso por estas puertas. Pero no había nada, o al menos nada visible. Fue olvidada aquí, donde más merecía ser recordada.
También volví al All State Café, por primera vez en una década. Ahora se llama Emerald Inn. Curiosamente, el Emerald Inn estuvo ubicado en la Calle 69 y Columbus Avenue. En la década de 1990, un profesor llamado Jonathan Levin vivió en el mismo edificio, en un departamento del tercer piso. Levin fue asesinado en la primavera de 1997 por uno de sus estudiantes de Bronx cuando éste descubrió que Gerald, el padre de Levin, era el Director Ejecutivo de Time Warner. En muchos sentidos, este se convirtió en el asesinato que definió el fin de la década de 1990, un símbolo tan incisivo como Goodbar lo había sido dos décadas atrás.
El Emerald Inn estaba bien. La comida no era muy buena pero podía ser porque mis gustos a los 35 años eran ligeramente más refinados que a los 23. La cerveza era mejor de lo que había sido pero no era del tipo artesanal, rica y en la onda, que uno podría razonablemente esperar en estos días en cualquier bar medianamente decente de Brooklyn. El sitio era demasiado brillante, demasiado limpio. No tenía nada de siniestro. Y un bar de sótano siempre debe tener algo de siniestro.
Junto a mí se sentaron dos hombres con traje, los Amos del Universo en entrenamiento. Escuché fragmentos de su conversación: quejas sobre niñeras, escuelas privadas, las preocupaciones acostumbradas de las zonas residenciales. Luego, los hombres pagaron sus cervezas y se fueron. Miré la televisión encima de la barra en contra de voluntad, y descubrí que me preocupaba por un partido de básquetbol universitario que no me interesaba en lo más mínimo. Sería difícil leer aquí, o sentarse en esa clase de silencio fecundo que Roseann Quinn buscaba con frecuencia.
Entonces, una mujer se sentó junto a mí. Pidió una bebida y pasó a sorberla en una forma que sugería que no esperaba a nadie. Caí en la cuenta de que, en 2015, es muy raro ver a una mujer sin compañía en un bar, sentada a solas, cómoda en su soledad, sin buscar a nadie, sin pedir nada. No pude ver su cara, aunque no me importaba. Pudo haber sido Roseann.