Hace poco menos de cuatro años, 70 negocios y organizaciones profesionales
tomaron una postura notable en uno de los problemas sociales más divisivos en Estados
Unidos. En noviembre de 2011, ellos firmaron un documento legal en el que
pedían a la corte federal de apelaciones en Massachusetts que anulase la Ley de
Defensa del Matrimonio, la ley de 1996 que prohibía al gobierno federal
reconocer los matrimonios homosexuales.
Obtener el apoyo de grandes corporaciones, incluidas Aetna,
Google y Nike, no fue fácil. Los abogados que escribieron el documento amicus
curiae “tuvieron que esforzarse mucho para hallar a la gente correcta”, dice
Susan Manning, abogada de una de las compañías que ayudaron a escribir ese
documento. Contraste eso con lo que pasó la primavera pasada, cuando Manning y
sus colegas en Morgan Lewis, un despacho de abogados con una larga lista de
clientes corporativos, se dispusieron a escribir un documento similar en
Obergefell v. Hodges, el caso que la Suprema Corte resolvió el 26 de junio, el
cual legalizó efectivamente el matrimonio homosexual a nivel nacional. El día
en que la Corte accedió a tomar ese caso, dice Manning, ella tenía líderes
empresariales llamándola y preguntándole: “¿Ustedes van a hacer esto? Queremos
involucrarnos”. Ella dice que 379 compañías firmaron el documento, incluidos
gigantes del menudeo (Wal-Mart), las finanzas (JPMorgan Chase) y los deportes
(los Patriotas de Nueva Inglaterra).
Eso es una señal de cuán rápido ha cambiado el sentir público
con respecto al matrimonio homosexual, pero también es un indicador de cuán
fuertemente las corporaciones estadounidenses se sienten obligadas a apoyar las
causas sociales, ya sean los derechos de los homosexuales, la desigualdad de
género en los salarios o la lucha por la bandera confederada. En un momento en
que los políticos de Estados Unidos están mimando a porciones cada vez más
reducidas del electorado, más y más corporaciones del Fortune 500 tratan de
atraer (o por lo menos, evitan ofender) a la mayor cantidad posible de
estadounidenses. La “inclusión” tal vez no sea una buena política en estos días
de polarización y micro-selección de votantes, pero parece ser buena para los
negocios. Y eso está convirtiendo a la comunidad empresarial en la especie de
fuerza política tipo “gran carpa” que ninguno de los grandes partidos políticos
puede afirmar ser.
“Queremos que todos compren en Wal-Mart”, dijo su director
ejecutivo Douglas McMillon a la Fox Business Network a fines de junio,
explicando por qué el gigante minorista estaba parando la venta de toda
mercancía con la bandera confederada. Eso pasó menos de una semana después de
un tiroteo en masa durante una reunión de estudios bíblicos en la Iglesia
Episcopal Metodista Africana de Emanuel en Charleston, Carolina del Sur. La
medida de Wal-Mart fue seguida rápidamente por otros minoristas estadounidenses
importantes, incluidos Amazon, eBay y la venerable Sears, mientras que los
directores ejecutivos Marc Benioff, de Salesforce.com, y Tim Cook, de Apple,
repitieron el sentir contra dicha bandera en Twitter. Desde entonces, Apple ha
retirado de su tienda de aplicaciones juegos que contengan la bandera.
Este es un cambio significativo para las compañías grandes, que
solían buscar dónde refugiarse cada vez que estas controversias surgían. Pero
las expectativas de la dirigencia corporativa han cambiado en años recientes,
y, como lo señaló Benioff a Newsweek en una entrevista telefónica desde Europa,
las redes sociales facilitan mucho el apoyar el tópico del día. Incluso hace
una década, “no era tan fácil comunicar tu mensaje”, dice él. “Hoy, si traigo
mi teléfono celular, tengo la capacidad de comunicarme con millones de personas
al unísono”. Ese es el tipo de debate social que otrora sólo se daba a nivel
local. Por ejemplo, de vuelta en 2000, la Cámara de Comercio de Carolina del
Sur cabildeó duramente para que la legislatura estatal retirara la bandera
confederada de la cúpula del capitolio después de que la NAACP (siglas en
inglés de la Asociación Nacional para el Progreso de la Personas de Color)
lanzó un boicot turístico. Pero no fue sino hasta este junio que el Estados
Unidos corporativo rechazó la bandera en masa.
Una ley de libertad religiosa promulgada esta primavera en
Indiana impulsó a las corporaciones, dentro y fuera del estado, a combatir la
medida porque parecía autorizar la discriminación contra los gays.
Organizaciones locales, como la NCAA (siglas en inglés de la Asociación
Nacional Atlética Colegial), con sus oficinas centrales en Indianápolis,
temieron un boicot. Pero el argumento más persuasivo en la comunidad
empresarial nacional fue que la nueva ley tendría un impacto negativo en las
grandes y diversas fuerzas laborales de las compañías, diseminadas en estados
que tienen toda una gama de leyes matrimoniales.
“No tenía alternativa, como el más grande empleador tecnológico
dentro de Indiana”, más que opinar, dice Benioff. “Mis empleados estaban… tan
agitados por lo que estaba pasando”. Eso repite una plataforma central del
documento de la Suprema Corte que apoyó el matrimonio homosexual a nivel
nacional, el cual declaraba: “A los empleadores les favorecerá que haya una
norma uniforme de matrimonio que dé una dignidad igual a las relaciones de los
empleados”.
Eso está a años luz de la noción, popularizada por Milton
Friedman, economista de la Universidad de Chicago, en las décadas de 1960 y
1970, de que “hay una y sólo una responsabilidad social en los negocios:
aumentar sus ganancias”. Eso es lo que le enseñaron a Benioff en la escuela de
comercio, pero hoy, dice él, “el negocio de los negocios es mejorar la
condición del mundo, y ello incluye los problemas sociales que estamos
discutiendo”. Las compañías ahora son alabadas por pensar en algo más
significativo que sus balances finales: vea el eslogan corporativo “No seas
malo” de Google o las acciones (no siempre exitosas) de Starbucks de meterse en
el debate sobre el control de las armas de fuego y las relaciones raciales.
Incluso gigantes corporativos de la vieja escuela como la farmacéutica Eli
Lilly dan un paso adelante: la compañía de Indianápolis fue un actor clave para
presionar a los legisladores de Indiana a que cambiasen la ley de libertad
religiosa de ese estado. “Ha habido una transformación importante en el
pensamiento”, dice Peter Madsen, profesor de ética y responsabilidad social en
la Universidad Carnegie Mellon. Ahora, “las corporaciones tienen personas
interesadas, no sólo personas con intereses”.
Esas personas interesadas incluyen clientes y empleados –así
como cualquiera afectado por las acciones de la compañía–, una variedad mucho
más amplia de personas con orígenes y valores más diversos que simplemente la
clase inversionista. Grandes corporaciones estadounidenses como Apple y
Wal-Mart ahora tratan de reclutar y mantener fuerzas laborales masivas con todo
tipo de orígenes, y atienden a una población creciente y cambiante. Como lo
dice McMillon, de Wal-Mart: “Queremos que todos se sientan cómodos al entrar en
nuestras tiendas, y que remos que nuestros asociados se sientan bien con el
lugar donde trabajan”.
En contraste, los partidos políticos son más estrechos de miras
al seleccionar, destinando la mayor parte de sus esfuerzos a aumentar su base
electoral mientras pasan menos tiempo tratando de persuadir a los votantes
indecisos. Los republicanos se enfocan en tratar de animar a los conservadores
religiosos confiables, mientras que los demócratas buscan aumentar la
participación de las minorías, las mujeres solteras y otros segmentos de los
fieles al partido. Cuando se trata de la división partidista, las grandes
empresas tradicionalmente se han alineado con los republicanos y sus principios
de libre mercado. Pero cuando tratan de seguirle al paso a las corrientes
sociales, algunos directores ejecutivos tienen rupturas muy públicas con los
republicanos. Conforme problemas como los derechos de los homosexuales alcancen
un momento crítico en la aceptación pública, pocas corporaciones querrán verse
atrapadas en el lado equivocado de la historia.
Las normas sociales también empiezan a darle forma a las
posturas de las compañías Fortune 500 en problemas políticos que obviamente sí
afectan sus balances finales, cosas como las prácticas laborales y de empleo.
En meses recientes, McDonald’s, Target y Wal-Mart han anunciado que aumentarán
los salarios de sus trabajadores por encima del salario mínimo federal,
mientras que otras compañías, como Chipotle y Microsoft, ahora prometen
permisos con goce de sueldo. Los demócratas han hecho una campaña fuerte sobre
ambos problemas en años recientes, y estas son políticas populares entre los
votantes. Pero el Congreso encabezado por los republicanos se ha resistido.
Incluso mientras esos debates sobre el trabajo se vuelven el
foco de la elección presidencial de 2016, seguro que van a continuar algunas
escaramuzas por el matrimonio homosexual. Conforme se vaya entendiendo la
decisión de la Suprema Corte en el caso Obergefell, sin duda habrá otros
estados que busquen aprobar leyes de libertad religiosa como la de Indiana,
cuyos partidarios argumentan que son necesarias para permitir a los dueños de
negocios e individuos privados negarse bajo razones religiosas a participar en
ceremonias de matrimonios homosexuales. Timothy Head, director ejecutivo de la
conservadora Coalición Fe & Libertad, jura que la agarrará contra las
compañías que estén a favor de los derechos de los homosexuales. Combatir el
activismo social corporativo, dice Head, será “una nueva línea del frente, por
así decirlo, en este debate nacional”.
Manning es escéptica. Ella dice que no sabe de alguna “crítica
o revés masivo… que nuestros clientes hayan tenido como resultado” de firmar
los documentos legales a favor de los matrimonios homosexuales. De hecho, dice
ella, estos tipos de posturas sociales han demostrado ser buenas para los
negocios. El mismísimo Friedman fue un gran partidario de permitir que los
mercados libres propongan su parecer a la sociedad. Cuando se trata de guerras
culturales, los mercados parecen haber hablado ya.
TODOS SALUDEN A NUESTRA REVOLUCIONARIA (¿HIPÓCRITA?) SUPREMA
CORTE
Por Matthew Cooper
El fallo histórico que ratificó el matrimonio homosexual es una
prueba más de que esta Suprema Corte es una de las más revolucionarias (¿e
hipócritas?) en la memoria reciente, una que de manera regular enfurece y anima
tanto a la izquierda como a la derecha.
En su opinión de la mayoría, el juez Anthony Kennedy, nombrado
por Ronald Reagan en 1988, declaró sobre los homosexuales estadounidenses: “La
esperanza de ellos es no ser condenados a vivir en soledad, excluidos de una de
las instituciones más antiguas de la civilización. Ellos piden una dignidad
igual ante los ojos de la ley. La Constitución les garantiza ese derecho”.
Kennedy, un católico devoto, ha surgido como un inverosímil defensor de los
derechos de los homosexuales. Sus votaciones memorables incluyen un voto
asombroso en 2003 en la decisión de abolir las leyes estatales de sodomía, y un
fallo en 2013, Estados Unidos v. Windsor, el cual declaró que el gobierno
federal no podía negar beneficios conyugales a las parejas homosexuales
casadas.
Hace dos años, los conservadores denunciaron al Windsor como revolucionario,
y estaban todavía más molestos por este último fallo. Los disentimientos de los
conservadores en la corte, incluido el presidente de la corte John Roberts,
fueron feroces. Antonin Scalia, el otro juez de la corte nombrado por Reagan,
denostaron el dictamen de la mayoría en Obergefell v. Hodges como un exceso, un
golpe de estado, y compararon su razonamiento con los que se ven en una
“galleta de la suerte”.
En un lenguaje más mesurado pero todavía mordaz, Roberts lo
comparó con el fallo de Roe v. Wade, la decisión histórica de 1973 que abolió
las prohibiciones estatales al aborto. “Si eres uno de los muchos
estadounidenses –de cualquier orientación sexual– que favorece ampliar el
matrimonio a los homosexuales, tienes toda la razón de celebrar la decisión de
hoy”, escribió Roberts. “Celebra el logro de una meta deseada… Pero no celebres
la Constitución. Ella no tuvo nada que ver en esto”.
Roberts y Scalia tienen razón en cuanto a que esta fue una
decisión activista, un fallo audaz que fue el remate de una extraordinaria
transformación política y social en la vida estadounidense durante los últimos
15 años. El papel de la Suprema Corte al ampliar el matrimonio a los
homosexuales refleja el activismo fervoroso de la izquierda y la derecha que todos
los jueces condenan pero en el que todos han tenido algo que ver. Eso es lo que
hace a esta corte revolucionaria o hipócrita o ambas, dependiendo de cuáles
sean las opiniones de usted con respecto a cualquiera de sus fallos
controversiales.
Desde que Roberts fue confirmado como presidente de la corte en
2005, la corte ha anulado un siglo de leyes de financiamiento de campaña y
derogado una sección importante de la Ley de Derecho al Voto de 1965, una de
las leyes más veneradas en la historia estadounidense. El activismo de la corte
de Roberts contrata de manera pasmosa con la afirmación del presidente de la
corte durante su confirmación en 2005 de que él quería una corte humilde y se
veía a sí mismo sólo como “un umpire” determinando “bolas y strikes”. Los
liberales se escandalizaron por el fallo de Ciudadanos Unidos que retiró las
prohibiciones a algunos tipos de donativos corporativos de campaña y ayudó a
dar lugar a los súper comités de acción política tan opulentamente desplegados
en la campaña presidencial de 2016. También fueron despreciados por la decisión
sobre el derecho al voto, denunciándola como un regreso a una época más oscura
de la historia estadounidense.
Esta corte ha derogado menos leyes que sus predecesores
recientes, pero ese punto ignora la importancia de las leyes que la corte de
Roberts ha desechado. El financiamiento de campaña y el derecho al voto son
fundamentales en la democracia estadounidense. La decisión del matrimonio
homosexual subrayó la verdad detrás del cliché cuatrienal de que la próxima
elección presidencial tendrá un impacto profundo en la sociedad estadounidense
en muchos años por venir. El remplazo de los jueces más viejos como Kennedy (78
años), Scalia (79 años), Ruth Bader Ginsburg (82 años) y Stephen Breyer (76 años)
por el nuevo presidente fácilmente podría desequilibrar la corte por mucho
tiempo.
Desde la década de 1950, los conservadores han prometido ¡Nunca
otro Earl Warren!, una referencia al nombramiento que hizo el Presidente Dwight
D. Eisenhower en 1953 de un gobernador republicano de California como
presidente de la corte. Warren resultó ser un héroe liberal en asuntos como
orar en las escuelas y los derechos de los criminales. Los conservadores e Ike
se sintieron traicionados por Warren y otros jueces nombrados en la década de
1950, incluidos William Brennan y, en menor medida, Potter Stewart. Los
presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y George H.W. Bush nombraron a juristas
que los conservadores pensaban como confiables –Harry Blackmun (1970), autor de
la opinión sobre Roe; John Paul Stevens (1975) y David Souter (1990)– y se
decepcionaron tremendamente. Ese patrón continuó con los votos de Kennedy sobre
el matrimonio homosexual. (Los presidentes liberales han enfrentado muchas
menos sorpresas; tal vez sólo Byron White, nombrado por John F. Kennedy, fue
tildado de traidor ideológico.)
Sin duda, los candidatos republicanos ahora tendrán que jurar
¡Nunca otro Anthony Kennedy!, pero posiblemente se decepcionarán. Ningún
presidente puede contar con la pureza ideológica de los hombres y mujeres que
nombran a la corte, y el activismo de esta corte –ya sea que dé fallos
liberales como el del matrimonio homosexual o conservadores– parece que llegó
para quedarse. Roberts tiene 60 años, y es probable que tenga su mano en el
timón por mucho tiempo.