Tengo una teoría perversa. Tras haber trabajado de manera profesional con algunos cantantes y haber estudiado a muchos más, he llegado a comprender que cantar bien no necesariamente lo convierte a uno en un buen cantante. La habilidad puede matar, a menos de que se ejerza con cuidado; uno debe tener la humildad de ocultar a veces su poderoso arsenal para que el misterio no desaparezca. Después de todo, hasta una foca puede hacer girar una pelota sobre su nariz si se le entrena lo suficiente.
Christina Aguilera, por ejemplo, ha dedicado horas a enseñar a su laringe, sus labios y sus pulmones a hacer piruetas, pero, al final de ocho compases, tus oídos están exhaustos. Como dijo alguna vez Carmen McRae acerca de Billie Holiday, “Billie cantaba la nota que representaba la palabra”. Aquí es donde entra Bob Dylan, cuyos talentos vocales han suscitado décadas de comentarios y comedias. Cualquier hijo de vecino puede hacer una imitación sarcástica, exagerando la voz nasal/gimiente mientras aúlla una estrofa de “Idiot Wind”. Entonces, todos los allí reunidos ríen a carcajadas.
En febrero de este año, Dylan lanzó Shadows in the Night (Sombras en la noche), un álbum de canciones interpretadas por Frank Sinatra. El hecho de que Dylan haya invocado el espíritu del presidente del Consejo Directivo requirió una enorme cantidad de descaro, especialmente tratándose de cantar una canción como “The Night We Called It a Day”, que generalmente requiere una entonación precisa, un fraseo fluido y una consistencia tímbrica. Estas son cualidades que Sinatra tenía para dar y regalar, y que Dylan se ha esmerado en pasar por alto.
Pero mi más sincero argumento es que Dylan era un cantante tan capaz en sus mejores días (y en su género) como lo fue Sinatra en los suyos. Ambos empezaron haciendo crueles imitaciones de lo que estaba de moda: en el caso de Dylan fue Woody Guthrie y, en el de Sinatra, una amalgama de Bing Crosby y Billie Holiday, el primero por su sonido meloso y, la segunda, por su cruda emoción.
Escucha “Talkin’ New York” del primer álbum de Dylan y admira su asombroso oído y su veloz fraseo, presentado en un tejido íntegro dialectal de sus primos de Alabama. Dylan no era ningún granjero, pero era un estilista con un don increíble para la imitación. Ahora, salta hacia adelante apenas tres años a “Subterranean Homesick Blues” y escucha un enfoque para cantar que nadie había escuchado antes: un estilo descuidado, cáustico y posmoderno, el verdadero Bob Dylan saliendo de un capullo de enfoques antes de escoger uno de ellos para su bar mitzvah musical: cuando un niño se convierte en hombre.
Trata de reírte de ese Dylan, cuyo sentido del swing es tan seguro y relajado como el de Sinatra. Tienes que sentir el ritmo; sólo los cuadrados cantan exactamente en cada pulsación.
En otras palabras, Dylan fue un artista que tomaba decisiones astutas sobre qué reglas obedecer, como lo hicieron revolucionarios como Stravinsky, Picasso y, sí, Sinatra. Su contemporáneo Pat Boone aparentemente cantaba “mejor” que Dylan en 1962, pero pon a su “Speedy Gonzales” al lado de “Song to Woody” de Dylan y dime cuál terminará en el Museo Smithsoniano.
Una última falta de respeto a manera de elogio para el Sr. Bob: si es la exactitud técnica lo que quieres, sigue con Michael Bublé, un insensible replicante de Sinatra que nunca le dio un puñetazo a un borracho bocón ni voló a la Ciudad de México por enchiladas a la menor provocación. Dylan no parece tan “bueno” como Mike Bubbles, y vive la différence.