A finales de marzo Lauren Book y yo llegamos al Centro de Compromiso Civil de Florida (FCCC) armadas con hojas de papel, lápices y la certeza de que estamos a punto de sentarnos, cara a cara, con tres de los depredadores sexuales violentos más peligrosos del estado. “Son los tipos más manipuladores del planeta”, nos advierte Kristin Kanner, directora del Programa de Depredadores Sexuales Violentos del Departamento de Niños y Familias de Florida. De hecho, uno de los hombres que entrevistaremos ese día ha estado dirigiendo airadas cartas a Book y su padre en los últimos años.
Rodeado de inmensas extensiones de cañaverales, pastizales y naranjales, circundado por cercas de alambre de púas de tres y medio metros de altura y vigilado por más de doscientas cámaras, el FCCC retiene a 640 de los peores criminales sexuales del estado de Florida. Casi la mitad ha cometido crímenes exclusivamente contra niños y, un tercio, sólo contra adultos.
Visitas como la nuestra son inusuales. Amén de fiscales, abogados defensores y legisladores, la última vez que alguien del público general tuvo un acceso semejante al FCCC fue en 2013: la primera visita de Book. Sin embargo, su padre, Ron Book —uno de los cabilderos más poderosos de Florida— no estaba complacido con esa aventura. “No me gusta exponerla a esa población”, explica. “Son tipos que están a un paso de matar a un niño. Gente que robó la infancia a muchos chicos.”
Con treinta años, Lauren Book es uno de los cuarenta y dos millones de adultos estadounidenses que han sobrevivido al abuso sexual infantil. A partir de los once y durante seis años, la niñera que vivió con su familia abusó sexualmente de ella. Por ello, a través de la organización no lucrativa Lauren’s Kids, hoy habla con niños, progenitores y educadores sobre el abuso sexual infantil y la manera de prevenirlo. “Solía pensarse que el abuso sexual infantil sólo ocurría a niños desprotegidos de barrios pobres, nunca en nuestras escuelas privadas ni en nuestras comunidades cerradas”, dice Book, quien creció en la región aburguesada de Florida del Sur. “De modo que es importante decir: ‘Sí, también sucede a los niños rubios de ojos verdes que van a la universidad’.”
Al atravesar la entrada principal del FCCC, lo primero que vemos es un gran cartel que anuncia una recaudación de fondos para generar conciencia sobre el abuso sexual entre residentes y personal. Book, Claire VanSusteren (directora de comunicaciones de Lauren’s Kids) y una servidora nos hemos ya sometido a una revisión de antecedentes previa, así que sólo presentamos identificaciones al guardia y entregamos nuestras pertenencias. Luego de cruzar el detector de metales proseguimos por un pasillo interior donde un guardia de seguridad corpulento —y tranquilizador— nos conduce hasta la sala de visitas. “¿Se quedará durante las entrevistas?”, pregunto, y ruego por una respuesta afirmativa. El hombre asiente con la cabeza.
Es una habitación grande y estéril, con mesas blancas, sillas azules y máquinas expendedoras contra una pared. Cerca de nosotras se encuentran la abogada defensora, Jeanine Cohen; Brian Mason, abogado del FCCC; y el guardia de seguridad. Book, VanSusteren y yo compartiremos otra mesa con cada uno de los criminales sexuales. De pronto recuerdo el consejo que me dio un experto: “Sin duda estarás segura dentro de la instalación. Pero no permitas [que los delincuentes] se sitúen entre la puerta y tú”. Como si leyera mi mente, añadió: “Recuerda la película. ¡Hannibal Lecter!”
Si el estado de Florida determina que los delincuentes sexuales son demasiado peligrosos para reintegrarse a la sociedad, se considera legal mantenerlos encerrados después de cumplir su sentencia. Dicho procedimiento, denominado reclusión civil, ha existido desde 1999, cuando la Ley Jimmy Rice entró en vigor para honrar al niño de nueve años que, al volver a casa después de clases, fue secuestrado, violado, decapitado y desmembrado. Luego de que los criminales sexuales purgan su sentencia de prisión, el Programa de Depredadores Sexuales Violentos de Florida revisa los casos y busca evidencias de “una anormalidad mental o trastorno de personalidad; algo que aumente sus probabilidades de reincidir”, explica Kanner.
Una vez recluidos civilmente, los residentes deben someterse a un tratamiento exhaustivo de seis o siete años (a veces más) y demostrar que se han rehabilitado antes de que pueda considerarse su liberación. Si bien es improbable que el individuo salga sin participar en el tratamiento, puede haber situaciones especiales, como cuando “la salud [del residente está] gravemente comprometida”, explica Kanner o “ha excedido la edad de riesgo para reincidir”. En algunos casos, rechazar el tratamiento significa pasar el resto de sus vidas dentro de esas cercas de alambre de púas de tres y medio metros de altura.
La reclusión civil ya es legal en veinte estados, bajo ley federal y también es muy controvertida. “Si preguntas a cualquier psicólogo interesado en [la reclusión civil], te dirá que el tratamiento es la única posibilidad de cambiar a un individuo”, informa Kanner. Desde 1998, 932 criminales sexuales han sido recluidos civilmente en el FCCC y, en promedio, 85 por ciento ha optado por el tratamiento. “Las investigaciones demuestran que los delincuentes sexuales que reciben tratamiento especializado tienen una menor tasa de reincidencia que quienes no se someten a la terapia”, asegura Jill Levenson, profesora asociada de trabajo social en la Universidad Barry e investigadora de políticas sobre criminales sexuales y tratamiento. “¿Es perfecto? No. El tratamiento no funciona igual con todos. Hay pacientes que mueren después de recibir quimioterapia, pero no podemos afirmar que no sirve para tratar el cáncer.”
En efecto, el sistema de reclusión civil no siempre funciona como debiera. Una investigación reciente del Sun Sentinel reveló que, a lo largo de catorce años, Florida consideró recluir y después liberó a 594 delincuentes sexuales que, más tarde, fueron condenados por otros crímenes de la misma naturaleza. En total, aquellos hombres abusaron sexualmente a más de 460 niños, violaron a 121 mujeres y mataron a catorce de sus víctimas, informó el diario. Sin embargo, los Centros para Control y Prevención de Enfermedades afirman que la tasa de reincidencia de los agresores sexuales infantiles es de 13 por ciento y diversas investigaciones demuestran que los delincuentes sexuales con empleo estable y apoyo social y para vivienda tienen muchas menos probabilidades de reincidir. Con todo, Florida no ofrece programas de supervisión para delincuentes liberados del FCCC. “Sólo los dejan salir, cosa que me parece contradictoria y contraproducente”, acusa Kanner. “Están destinados a fracasar.”
Por otra parte, la reclusión civil es muy costosa. La construcción del FCCC tuvo un costo de 62 millones de dólares, y necesita unos 24 millones anuales para operar. En 2010 —según un análisis de Associated Press— los veinte estados con programas de reclusión civil desembolsaron casi 500 millones de dólares en 5200 delincuentes sexuales.
Un hombre cruza la sala de visitas hacia Book, VanSusteren y yo. Lo único que sé de él es que tiene 51 años y que su expediente público incluye dos delitos, uno por secuestro y el otro por manosear, agredir, cometer o simular actos sexuales con o en presencia de un menor. Como ha solicitado el anonimato, lo llamaré Jesse. Con su reluciente calva, labios delgados y camisa de manga corta, más parece un tímido nerd que uno de los depredadores más peligrosos del estado. Book se pone de pie, alarga la mano y dice: “Gracias por tomarse el tiempo de hablar con nosotras”.
“Lo que sea para contribuir a la comunidad y proteger a los niños”, responde, estrechando su mano, luego la mía y, después, la de VanSusteren.
Nos sentamos y Jesse acomoda su silla, sonriendo con incertidumbre. “¿Qué le trajo aquí?”, pregunta Book.
“Mi concienciación”, dice, regurgitando la literatura del tratamiento. “Darme cuenta del dolor que he dejado en la vida de mis víctimas, sus familias y comunidades. Todos están afectados. No quería venir, pero tenía que ayudar.” Relata que fue violado a los trece años, abusado sexualmente por sus hermanos y golpeado por su padre durante más de una década. Años después se dio a la bebida. “Un delincuente no viola sólo porque una mujer en el bar no quiso tener sexo con él. Entienda [que] en la vida de esa persona siempre hay algo que no pudo resolver.”
Sus labios tiemblan al hablar del maltrato de su padre. “Me sentía muy inadecuado, sin saber cómo pedir ayuda. Papá siempre me enseñó a resolver problemas con la ira y me hice un maestro en eso. Hacía lo que fuera para conseguir lo que necesitaba.” Entonces comprendo que Jesse fue, justamente, el tipo de niño que Book se esfuerza tanto en ayudar.
Nos mira con unos ojos castaños que, por momentos, se hacen cada vez más grandes, tristes y húmedos, y mientras garrapateo sus palabras, recuerdo algo que Kanner me dijo pocos días antes: “Escucha lo que dicen con escepticismo. La mayoría de los psicópatas son encantadores. Harán que los compadezcas”.
“ESO HICE MAL”
Lauren Book era la mayor de tres hermanos y la autodeclarada “niña buena” de la familia. Su padre viajaba a menudo o trabajaba hasta tarde y su madre estaba ocupada en una chocolatería. Como escribe en sus memorias, It’s OK to Tell: A Story of Hope and Recovery, soñaba con fracturarse una pierna “para ser el centro de atención por un día”.
Entonces, sus progenitores recurrieron a una agencia de niñeras respetable y contrataron a Waldina Flores quien, al principio, fue muy cariñosa con Book y le obsequiaba postres adicionales, la dejaba permanecer despierta hasta más tarde y celebraba su belleza. Eso se denomina acoso: el depredador identifica a su presa —en general, un niño o niña solitario y tímido, hambriento de la atención de sus progenitores— y la cubre de atención especial. Book se aferró a Flores como una madre sustituta. “Amor, consistencia y estabilidad. Lo que busqué toda mi vida”, dice Book.
Un día, Flores le pidió que escupiera su goma de mascar. “Con la insolencia de mis once años, respondí: ‘¿Qué harás si no obedezco?’”, recuerda Book. “Metió su lengua en mi boca y así sacó la goma de mascar.” A partir de entonces el abuso sexual escaló.
A lo largo de seis años, Flores realizó sexo oral con Book, y la obligaba a hacerle lo mismo. Penetraba a su joven víctima con verduras y tenedores; la empujó por la escalera en una ocasión; y orinaba y defecaba sobre ella. Era tan controladora que elegía la ropa de Book, la peinaba y seleccionaba sus productos de higiene femenina. “Quería que usara toallas porque debía ser lo único que entrara en mi cuerpo”, revela Book. Flores incluso la convenció de que un día se casarían y tendrían hijos. El abuso sexual, físico y emocional ocurría diariamente, en dormitorios, cuartos de baño y armarios, a menudo cuando sus progenitores y hermanos se encontraban en la habitación contigua.
“Waldina no me lastimaba todo el día. Sólo una hora, y las veintitrés restantes eran maravillosas; pero no por eso aquella hora era menos terrible. Sin embargo, era el precio de sentirme amada y tener consistencia”, explica Book. “Para ser sincera, el sacrificio valía la pena.”
Book tenía diecisiete años cuando habló con su novio del abuso sexual, después con su terapeuta y, finalmente, con su padre. “Papá no es dado a las lágrimas”, asegura. “Estaba encorvado y dijo: ‘Lo lamento, Pip. Lo lamento tanto’. Supe que estaríamos bien. Que aquello terminaría y no tendría que hacerlo más. Fueron las tres palabras más maravillosas de mi vida: ‘Lo lamento, Pip’.”
Fue afortunada, porque muchos progenitores toman el bando del violador, sobre todo si se trata del cónyuge o un pariente o si los paraliza la culpa de haber introducido un depredador en la familia. Ron Book presentó un informe policiaco inmediatamente y expulsó de su hogar a Flores, quien fue arrestada tres meses después en Oklahoma City, donde había conseguido trabajo de voluntaria como entrenadora de un equipo de fútbol integrado por niñas. En enero de 2002, los Book ofrecieron a Flores la oportunidad de declararse culpable a cambio de una sentencia de diez años de prisión. La respuesta (a través de su abogado): “Por favor, dígale al señor Book que se vaya a la mierda”.
Diez meses más tarde, un día antes de que Book cumpliera dieciocho años —el mismo día que debía iniciar el juicio—, Flores decidió que aceptaría la oferta de diez años. “En nombre del señor Book, no hay acuerdo y, por favor, dígale a la señorita Flores que se vaya a la mierda”, respondió Ron Book a través de su abogado. Flores terminó con una sentencia de quince años por el crimen de abuso sexual infantil y tuvo que disculparse ante el pleno de la Corte. En 2004, recibió diez años adicionales por dirigir a Book cartas de amor desde la prisión, violando la orden de no contactar a la víctima.
El sufrimiento de Book continuó aun después del arresto de Flores, con anorexia, automutilación, depresión, insomnio y trastorno de estrés postraumático. Su recuperación demoró muchos años e, incluso, ahora padece de terrores nocturnos. Su inminente boda, este verano, es un enorme carga emocional, pues quizá nunca pueda llevar a término un embarazo debido a las cicatrices del abuso sexual de Flores.
Pese a todo, Book se considera afortunada. “Tengo el enorme apoyo de mi familia, sin ellos no podría hacer esto. Habría muerto”, confiesa. “Esos años tan difíciles me han hecho la persona que soy ahora. No sólo los viví. Sobreviví.”
Este es el sexto año de la marcha Walk in My Shoes de Book,recorrido de 458 kilómetros y un mes de duración que la conducirá, junto con miles de supervivientes y simpatizantes, de Key West a Tallahassee. Entre tanto, su estupendo programa de estudio, “Safer, Smarter Kids”, se distribuye en más de dieciséis mil jardines de niños y aulas preescolares de todo el estado, así como en escuelas selectas de Nueva York, California, Georgia e Illinois, y en toda la región del Caribe a través de una sociedad con la UNICEF. Aunque los expertos no siempre concuerdan en cuanto al éxito de esos programas educativos, diversas investigaciones demuestran que Book ha mejorado en 77 por ciento los conocimientos de seguridad de los niños.
Ron Book ha dedicado más de una década a reformar legislaciones sobre abuso sexual, y ya transformó Florida en uno de los estados más estrictos para los delincuentes sexuales.
“No hace mucho, el castigo por no informar sobre el maltrato animal en Florida era más severo que no informar de un abuso sexual infantil”, informa Ron Book, pero la legislación que promovió hizo obligatorio que todos los floridanos —no sólo los progenitores o guardianes— comuniquen cualquier abuso infantil conocido o sospechado. El incumplimiento de esa obligación ciudadana se considera un delito de tercer grado, en tanto que escuelas y universidades enfrentan una multa de hasta un millón de dólares por no informar de posibles incidentes. Ron Book también cabildeó por leyes que criminalizaran todo contacto de los criminales convictos con las víctimas o sus familias (la Ley de Protección Lauren Book) e impuso sentencias obligatorias de cincuenta años para cualquiera que, a sabiendas, agrediera sexualmente a individuos con discapacidades. Cuando sus restricciones de residencia local prohibieron que agresores sexuales registrados vivieran a 750 metros (promedio) de escuelas, guarderías y otros centros de reunión infantil, una colonia de delincuentes que vivían en las calles se estableció repentinamente bajo la Calzada Julia Tuttle de Miami.
A pesar de lo mucho que Ron Book ha hecho para proteger a los niños de Florida, aún lleva a cuestas el aplastante dolor de lo ocurrido a su familia. “Te diré qué hice mal: dije a mis hijos, a los tres: ‘La nana tiene el control. Hagan lo que dice la nana. ¡Sigan sus instrucciones! ¡Obedezcan! ¡Respeten! ¡Escúchenla!’. Mi segunda hija y mi hijo solían decirme: ‘Es mala con nosotros’. Pero yo lo atribuía, simplemente, a un capricho infantil. No los escuchaba. No los atendí. Eso hice mal.”
“LA TIERRA QUE EL TIEMPO OLVIDÓ”
—Niñas, niños, ¿por qué tenemos reglas?
Lauren Book está parada frente a un grupo de treinta preescolares en una colorida aula de la Academia Glades, escuela particular subvencionada de Pahokee, Florida. Viste pantalones deportivos negros, zapatos tenis y una camiseta de Lauren’s Kids color pizarra con la emblemática mariposa de la organización estampada al frente, y lleva el cabello rubio en una cola de caballo.
—Porque las reglas nos ayudan a estar… —hace una pausa—. ¿Qué?
—¡Seguros! —gritan los chicos, sentados en pares, todos vestidos con pantalones deportivos caqui y camisas de cuello, uno de los pocos uniformes escolares que la academia otorga a cada niño al iniciar el año escolar.
—Así es. Las reglas nos ayudan a estar seguros. Y hoy he venido a contarles sobre algunas de mis reglas favoritas para que todos ustedes estén seguros. ¿De acuerdo?
Al unísono:
—¡Sí!
Book está casi obsesionada con la seguridad infantil. Con entonación tierna y algo aguda, pide a los preescolares que cierren los ojos e imaginen el aspecto de un desconocido.
—¿Su desconocido es alto o bajito?
—¡Alto!
—¿Su desconocido es hombre o mujer?
Book pregunta por la mirada (“¡Enojado!”), su nariz (“¡Grande!”), la boca (“¡Fea!”) y la ropa (“¡Sucia!”). Y luego pregunta qué lleva en las manos.
“¡Pistolas!”, exclama un niño. “¡Un cuchillo!”, dice otro. “¡Un hacha! ¡Una escopeta!”
—Ahora voy a preguntarles algo, niños y niñas —dice Book—. ¿Yo soy una desconocida?
—¡Nooo!
—¿No? ¿Cuándo me conocieron?
—¡Hoy!
—¿Hace cuántos minutos? Como cinco, ¿verdad? ¿Por qué creen que no soy una desconocida?
—Porque eres buena y bonita —responde una niña. —No tienes nariz fea ni cuchillo.
—Niños y niñas, les diré algo. ¡Yo soy una desconocida! Aunque mi cabello esté limpio, eso no significa que no sea una desconocida. Un desconocido es cualquier persona que no conocen bien. ¿Cómo pueden saber si alguien es bueno o malo con sólo ver cómo luce por fuera?
Por primera vez esa mañana, el grupo guarda silencio.
Book no ha ido a hablar del desconocido peligroso, sino de los adultos de confianza, y de lo que pueden hacer los niños cuando alguien les hacer sentirse “‘fuchi’, confundidos, asustados o no muy bien”. Son lecciones importantes, aunque infrecuentes en la Academia Glades.
Al otro extremo del pasillo, Book y el equipo de Lauren’s Kids ayudan a los preescolares a pensar en tres adultos de confianza (lo que Book denomina “triángulo de confianza”). “¿Cómo deletreo abuela?”, pregunta un niño. “¿Cuántas “M” tiene mamá?”, pregunta otro. En la última fila, una niña de trenzas empieza a distraerse. VanSusteren se arrodilla y pregunta a quién quiere incluir en su triángulo de confianza. La niña apoya la cabeza en el escritorio. “¿Quiénes son los adultos que te hacen sentir segura?”, insiste VanSusteren. La niña se cubre la cabeza. “¿Tu mami o tu papi?” La niña niega con la cabeza.
Después de clase, VanSusteren menciona el intercambio a la maestra, quien explica que la pequeña acaba de ser separada de sus progenitores y ahora vive con una tía. No es la primera vez que una visita escolar de Book resulta en un hallazgo así. “Me alegra saber que la maestra está al tanto porque, en ocasiones, hemos tenido actividades como esta y han surgido situaciones de inseguridad que las autoridades desconocían”, explica VanSusteren. “Muchas veces los niños quieren comunicarte que algo no está bien, pero no conocen las palabras para hacerlo.”
SÓLO 10 POR CIENTO DEL PROBLEMA
El mito del desconocido peligroso —“hombres sucios” que merodean en parques o centros comerciales, que nos separan de nuestros hijos valiéndose de cachorros o dulces— es, de por sí, un peligro. La realidad es que la abrumadora mayoría de los depredadores es parte de la familia de la víctima o de su círculo social. Un estudio realizado en el año 2000 reveló que los parientes representan 34 por ciento de los agresores de menores, en tanto que otro 59 por ciento está integrado de personas que los conocen. Sólo 7 por ciento son verdaderos desconocidos.
Sin embargo, las conversaciones sobre abuso sexual infantil suelen enfocarse en espeluznantes ejemplos de desconocidos peligrosos y buscamos consuelo en revisar los registros para averiguar si hay delincuentes sexuales registrados viviendo en nuestros barrios. Decimos a nuestros hijos que no hablen con desconocidos. Llamamos monstruos a hombres y mujeres que abusan de los niños. Pero esta demonización de los desconocidos es en extremo peligrosa si consideramos que una de cada tres niñas y uno de cinco niños son objeto de abuso sexual antes de cumplir dieciocho años, y que casi 90 por ciento de los individuos con discapacidades de desarrollo son víctimas de abuso sexual en algún momento de la vida.
“Tenemos la idea de que reconoceríamos [al delincuente sexual] con sólo verlo y de que podríamos evitarlo y alejar a nuestros hijos”, dice Karen Baker, directora del Centro Nacional de Recursos sobre Violencia Sexual. “Pero debemos renunciar a esa creencia de que somos capaces de saber si una persona es buena o mala.”
Como prueba de lo errado de esa percepción, tenemos el encubrimiento de los abusos sexuales de la Iglesia católica y los casos de Jerry Sandusky, exentrenador asistente del equipo de fútbol de la Universidad Estatal de Pensilvania, quien fue hallado culpable de abusar sexualmente de diez muchachos; el expresidente de la Cámara de Representantes, Dennis Hastert, quien presuntamente pagó millones de dólares a un estudiante para encubrir alegatos de abuso sexual; e incluso Josh Duggar, el hijo mayor del popular reality show sobre valores familiares cristianos de TLC, 19 Kids and Counting, quien abusó de cinco niñas durante la adolescencia, incluidas cuatro de sus hermanas.
“Es difícil tener presente ese pensamiento en todo momento”, reconoce David Finkelhor, director del Centro de Investigación de Crímenes contra Niños en la Universidad de Nueva Hampshire, quien ha investigado la victimización infantil y la violencia familiar durante casi cuarenta años. “No podemos interactuar con los vecinos y preguntarnos si estarán abusando sexualmente de nuestros hijos.”
La buena noticia es que, desde hace más de dos décadas, la tasa de abuso sexual infantil ha caído en Estados Unidos. Entre 1992 y 2013, la cifra de casos se desplomó 64 por ciento, según un estudio encabezado por Finkelhor. A menudo, ese impresionante cambio se ha atribuido a las costosas iniciativas de justicia criminal, incluidos el registro de delincuentes sexuales, la notificación comunitaria y la reclusión civil; pero Finkelhor argumenta que “esas medidas fueron implementadas después de que inició la tendencia a la baja”.
De cualquier manera, los imponentes esfuerzos de justicia criminal tienden a recibir todos los fondos y atraer toda la atención. No obstante, Finkelhor insiste en que las iniciativas “están dirigidas a personas que ya han sido identificadas y arrestadas, y sólo 10 por ciento de los nuevos casos de abuso involucran a individuos con antecedentes. De modo que, aunque encierren a todos los que han sido condenados por un delito, sólo estarán encargándose de 10 por ciento del problema… Necesitamos más prevención y tratamiento en este asunto. Pero eso cuesta y los legisladores no quieren pagar”.
Por ejemplo, los registros de agresores sexuales requieren de enormes recursos fiscales y humanos, pero “la mayor parte de las investigaciones sugiere que, en realidad, no son del todo exitosos”, apunta Levenson, quien ha conocido más de dos mil delincuentes sexuales en sus veinticinco años de carrera como trabajadora social clínica. “No obstante, hacen que la gente se sienta más segura.” En contraste, los programas de gestión y prevención de la delincuencia sexual reciben muchos menos fondos.
“¿No sería preferible acabar con el abuso sexual infantil antes de que ocurra? Todos dicen que sí, y luego me entero de que no hay dinero para hacerlo”, lamenta Elizabeth Letourneau, directora del Centro Moore para la Prevención del Abuso Sexual Infantil en la Escuela de Salud Pública Johns Hopkins Bloomberg. “Hay dinero para gastar millones de dólares en [procesar y castigar] criminales sexuales, pero no para prevenir que ocurran esos delitos.”
“NO TENGO MIEDO”
Hacia las diez de la mañana el abrumador sol floridano cae a plomo sobre todos: Book, el equipo Lauren’s Kids, los marchistas. Es el día veintidós de Walk in My Shoes y casi hemos paralizado el tránsito en un camino local de Bradenton, Florida. Nos sigue el autobús remodelado de Book, una creación en rosa, pizarra y blanco con una gigantesca fotografía de Book estampada en un costado y la frase. “Walk in My Shoes: Ven a caminar con nosotros”. Sus altavoces resuenan con el himno de Miley Cyrus, “Party in the USA”.
Hay días cuando la marcha atrae a cientos de personas, pero hoy nos acompañan apenas unas dos docenas, de suerte que Book circula entre el público como el conejito Energizer, presentándose con los recién llegados y abrazando a los marchistas que se han convertido en parte de la familia extendida Lauren’s Kids. Todos llevan las camisetas color pizarra de la organización, cada cual con un cuadro en blanco en la espalda para que la persona escriba allí su motivación para caminar. “Por mi esposa :)”, dice uno. “Soy un superviviente”, dice otro. La camiseta de Book anuncia: “Por todos nuestros niños”.
Ken Followell, de cincuenta y siete años, fue abusado sexualmente por diversos miembros de su familia a partir de los dos años de edad. El abuso continuó hasta los catorce y no habló al respecto hasta los treinta años. Followell fue criado en una familia extendida muy numerosa de Gary, Indiana. “Mantenían a todas las primas alejadas [de un varón de la familia] porque sabían que abusaba de sus hijas adoptivas. Nunca imaginaron que los chicos estaríamos en riesgo, pero era flexible”, revela Followell, actual miembro de la junta y expresidente de MaleSurvivor. “Como era pedófilo, no le importaba el género. Le interesaban los niños en general.”
Cada persona que conozco durante la marcha cuenta una historia de tragedia y resistencia muy parecida. Como Chuck y su hijo, Chris, quien tiene síndrome de Williams, una discapacidad genética. Han venido desde Sarasota para participar en la marcha porque, hace tres años, Chris reveló que un pariente abusó sexualmente de él. También tenemos a JR, una mujer de cuarenta y un años con discapacidad intelectual y de desarrollo, quien fue adoptada en la infancia por una familia que la trató como una esclava sexual, obligándola a soportar sádicos abusos sexuales, físicos y emocionales. Cuando Book la conoció, hace unos años, JR pesaba cuarenta kilogramos y sólo hablaba con Ninja y Ozzie, sus pingüinos de peluche. Ahora, gracias a la terapia de trauma y la amistad de Book, ha recuperado casi cinco kilogramos de peso y charló conmigo mientras caminábamos. Fue una de menos de una docena de personas que cruzaron la meta aquel día, y lo hizo sujetando la mano de Book, al tiempo que decía: “¡Soy fuerte! ¡Soy valiente! ¡No tengo miedo!”
Al caer la tarde, después de caminar casi cuarenta kilómetros, hacer de anfitriona en un evento infantil de una librería y hablar con familias durante una parrillada en una plaza comercial, Book colapsa en su autobús. Cubre sus hombros con una frazada rosada y pone enormes bolsas de hielo en sus espinillas.
“Las marchas son muy pesadas”, dice Book, quien ha cruzado Florida en días abrasadores y bajo torrenciales aguaceros, siempre con fuertes calambres en las piernas y otras lesiones. “Tengo dolor, pero eso no es importante. Lo importante es haber estado presente en el momento preciso para que JR emprendiera un mejor camino… Todos tenemos un propósito mayor con nuestro trabajo. Y ese propósito es JR. Es Ken [Followell]. Son Chris y Chuck. Que sucedan cosas terribles no significa que no seamos gente increíblemente fuerte y poderosa. No somos artículos dañados.”
“TUS DISPARADORES, TUS FANTASÍAS”
“Tengo cinco víctimas, dos menores y tres mujeres adultas. Me acercaba por detrás, estrujaba sus senos y, luego, escapaba de la escena.” Eso dice Jesse cuando Book pregunta por sus crímenes. Más tarde, nos preguntamos si había cometido otros delitos porque, como señala Book, “nadie termina en reclusión civil por manosear a unas cuantas mujeres y niños”.
Jesse, quien se encuentra en tratamiento y a punto de ser evaluado para liberación, tiene confianza en el proceso de reclusión civil. El programa de cuatro etapas del FCCC pretende ayudar a los delincuentes a aprender a controlarse, lo que significa incrementar su empatía por los demás, ayudarles a entender los factores que les condujeron al abuso, y enseñarles a reconocer sus disparadores, como el alcohol o los sentimientos de soledad.
“Ha cambiado mi vida y mi futuro”, asegura Jesse, quien tiene mucho por qué trabajar: una hija de treinta y un años en Pensilvania y un nieto de cinco. Dice que habla con ellos diariamente y sueña con mejorar, con salir de allí para vivir juntos. “El éxito depende de un grupo de apoyo y ellos deben conocer perfectamente tu pasado”, asegura. “Tienen que conocer tus disparadores, tus fantasías, lo que te desagrada.”
Book permanece sentada e inmóvil, escuchándolo hablar de lo que será su vida al otro lado de la cerca. Me doy cuenta de que le preocupa el nieto; y también el hecho de que Jesse está imponiendo a su familia la obligación de controlar sus debilidades, en vez de asumir la responsabilidad. Le pregunta cómo protegerá a su nieto si se muda a vivir con ellos. “No confiaría en nadie”, contesta. “Debes conocer bien a la gente que se acerca a tus niños.”
El siguiente residente —a quien llamaré Michael— parece un tipo que encontrarías en una cafetería de Brooklyn luciendo gafas de lujo, con una barba apenas crecida y tan cuidada que ni por asomo es resultado de la pereza. Como diría Book, más tarde, “si lo vieras en Starbucks, pensarías: ‘Vaya, no está mal’”. Pero Michael, de cuarenta y un años, confiesa que desde 1998 sólo ha pasado nueve meses fuera de la cárcel. Todo empezó cuando tenía veinticinco y tuvo que purgar dos años en California por “el primer delito grave por el que fui arrestado”. Las edades de sus víctimas oscilan de ocho a cincuenta años.
“Soy un masturbador público”, revela. “Al escalar en mis crímenes, empecé a tocar a las víctimas y a masturbarme cuando dormían y no se daban cuenta.” Conforme aumentaba su osadía, el acto se volvía menos placentero. “Así que intenté violar a una mujer en California. Luego, en Florida, manipulé a las hijas adolescentes del vecino para que me vieran masturbarme por la ventana.”
—¿Cómo lo hizo? —preguntó Book.
—Fui amable, encantador, gentil. Las hice sentirse deseadas; sabía que buscaban la atención de un hombre de veinticuatro años.
Un día, Michael escuchó que alguien cantaba una canción lasciva en la casa de al lado.
—En vez de actuar como un adulto y dejarlo pasar, pensé: “¡Ajá!” Supe entonces que podría aprovechar la situación. Esa noche hablaría con [las hijas de mis vecinos] por la ventana… Salí de la ducha y empecé a vestirme en mi dormitorio para que pudieran observarme.
—¿Recuerda la canción?
—Algo sobre cojones. La verdad, no recuerdo.
Es el décimo año de Michael en el FCCC. Hace ocho que está en tratamiento y, como Jesse, vincula sus crímenes con la infancia. “No viví en un hogar abusivo, pero mi madre tenía un vocabulario emocional muy limitado”, informa. “Al crecer, no maduré… Tenía pensamientos sexuales secretos e ideas horribles. Pensé que las conductas normales, como la masturbación, eran malas.” Al pronunciar la palabra masturbación, nos mira directamente a los ojos. “Fue mi heroína a los doce años.”
Michael quiere asistir a la escuela de camioneros, pero dice que salir del FCCC “será como cuando un ciego ve por primera vez. Aquí estoy practicando, aunque sólo a velocidad media. Tendré que pisar a fondo el acelerador y ese es mi temor. No somos monstruos. Pero lo fuimos”.
La última entrevista del día es con Donald (seudónimo), a quien han descrito como uno de los cinco hombres más manipuladores del centro. Él es quien escribe a Book y su padre quejándose de Lauren’s Kids, la reclusión civil y el FCCC. Llega vestido con camisa a cuadros, corbata roja y gruesos espejuelos negros. Parece un vendedor de autos usados que un día despertó y decidió postularse para alcalde. Lleva el cabello canoso peinado hacia atrás y, antes de sentarse, alarga una mano húmeda y pegajosa sobre la mesa. Estrecha la de Book, luego la mía, y dice: “Quiero tomar un momento para agradecer su interés en entrevistarme”.
Todos —la abogada Cohen; Mason, el licenciado de FCC; y el guardia de seguridad— responden de una manera muy visceral e intensa a la presencia de Donald. El guardia abandona su silla contra la pared y se sienta junto a Book y Mason. Entonces entra otro guardia para anunciar que nos quedan cinco o diez minutos máximo, y luego se para al otro lado del salón durante el resto de la entrevista. El propio Jesse, al enterarse de que veríamos a Donald, soltó una risita y se cubrió los ojos con un brazo.
Cuando Book pregunta a Donald porqué se encuentra en el FCCC, él responde que fue condenado por cuatro cargos de violencia sexual contra su novia. “Yo tenía treinta y nueve años y ella cuarenta y seis.” Descubrió que la engañaba. “Nuestra relación era algo así como 50 sombras de Grey. Por cierto, la película es decepcionante.” Se vuelve hacia Book al añadir. “¿Ya la viste?”
Ella niega con la cabeza (“Por supuesto que la vi y leí el libro, pero no iba a darle la satisfacción de saberlo”, revela después).
Donald prosigue. “Era una relación algo pervertida. Ella se desquitó por mi aventura y yo terminé preso por violencia sexual.”
Donald, hoy de cincuenta y ocho años, aún no ha sido recluido civilmente, pero de serlo, pretende rechazar el tratamiento. “Demora de seis a ocho años. ¡Tendré sesenta y cinco!”, estalla. “Y llaman a esto un centro de tratamiento de vanguardia. Es una prisión de vanguardia disfrazada como centro de tratamiento. Así que voy a jubilarme. ¡Una comunidad cerrada en Florida es un estupendo lugar para pasar la vejez!”
Antes de que Book y yo podamos hacer más preguntas, los guardias indican que la entrevista ha terminado. Donald mira a Book y sonríe. “Dile a tu papá que le mando saludos.” A VanSusteren y a mí: “Gracias, señoritas.” Luego levanta una mano y la mueve una vez, en un firme gesto de despedida.
De vuelta en el autobús, Book se sienta con las piernas cruzadas bajo su frazada rosada y saca osos de gomita rojos y blancos de una bolsa. “Inicias el día en Pahokee, rodeada de niños desamparados y con enorme riesgo de muchas cosas… Nunca te han visto ni conocen tu nombre, pero corren a abrazarte”, reflexiona. “Luego vas al centro, hablas con esos tipos y miras la maldad… ¿Te atreves a soltar eso [en Pahokee]? Es una receta para resultados horribles, espantosos…”
“Ver a esos hombres vestidos de paisano, sentados frente a mí, me recordó que son personas. Y sin embargo, son leones vestidos de corderos.”