Han pasado nueve meses desde que el
presidente Barack Obama expuso una política —“degradar y destruir”— para lidiar
con el Estado Islámico (EI): el grupo radical que surgió como sucesor de Al
Qaeda en Irak. A pesar de los ataques aéreos diarios, un ritmo acelerado de
entrenamiento de las tropas iraquíes y una coalición tambaleante de sesenta
naciones tratando de combatirlo, el EI ha avanzado de manera constante tanto en
Irak como en Siria; no sólo controla todavía la ciudad de Mosul, sino que el 17
de mayo también derrotó a las tropas iraquíes en el baluarte suní de Ramadi, a
unos 110 kilómetros de Bagdad. En Siria tomó la ciudad estratégica de Palmira.
Ha extendido su alcance hasta Libia y llevó a cabo su primer ataque terrorista
en Arabia Saudita, haciendo estallar una mezquita chiita en la ciudad oriental
de Qatif. Lejos de estar degradado, el grupo, que una vez Obama vergonzosamente
ridiculizó como “las ligas menores”, parece estar en marcha al parecer de
muchos. Si la pregunta es: ¿el Estado Islámico está ganando? La respuesta, por
ahora, parece innegable: sí.
La administración de
Obama y el Pentágono han aconsejado paciencia. Perder Ramadi fue un “revés”,
dijo la Casa Blanca, y no uno que valga “perder la cabeza”, según el portavoz
Josh Earnest. Washington dice que redoblará el ritmo de entrenamiento de las
tropas iraquíes, entrenamiento que, señalan los críticos, se ha estado dando
por años después de la invasión estadounidense, en 2003.
Pero entrevistas con
funcionarios militares y políticos y analistas en Irak —tanto iraquíes como
extranjeros— dan un escenario más sombrío. El hecho desalentador que enfrentan
la administración estadounidense y sus socios internacionales es que la campaña
“degradar y destruir”, como está constituida actualmente, está fracasando. Y
“en realidad no [hay] buenas opciones para avanzar”, conforme lidia con la
forma de contrarrestar al Estado Islámico, dice Sajad Jiyad, analista de Irak y
alto investigador del Centro Al-Bayan de Estudios y Planeación en Bagdad.
Cuán desesperada se
está volviendo la realidad en Irak quedó en claro el 18 de mayo, el día en que
cayó Ramadi. La provincia de Al Anbar, donde se ubica Ramadi, es el corazón del
islam suní en Irak. Fue ahí donde líderes tribales trabajaron eficazmente con
las fuerzas de Estados Unidos en 2007 y 2008, durante el llamado “Despertar de
Al Anbar”, para derrotar al predecesor del Estado Islámico, Al Qaeda. Sin
embargo, muchos de los que combatieron entonces se sienten privados de sus
derechos políticos bajo el liderazgo tremendamente sectario del exprimer
ministro Nouri al-Maliki, un líder chiita. Algunas de las tribus suníes en Al
Anbar ahora apoyan al EI, y otras están tremendamente divididas con respecto a
apoyar al gobierno actual en Bagdad, liderado por Haider al-Abadi, quien aunque
también es chiita no necesariamente es considerado como hostil con los suníes
del país como lo fue su predecesor. El 18 de mayo, el consejo provincial de Al
Anbar votó por aceptar ayuda de las milicias chiitas, armadas y guiadas por
Teherán. A finales de mayo, las fuerzas milicianas y gubernamentales iniciaron
operaciones para tratar de recuperar Ramadi. “En esta etapa”, dice el jeque Abu
Majid al-Zoyan, un líder tribal, “aceptamos cualquier fuerza que venga y nos
libere del poder asfixiante de Estado Islámico”.
¿Cómo llegamos a esto?
Si el Estado Islámico está
ganando es a causa de una “serie de errores cometidos por sus oponentes”, dice
Lina Khatib, directora del Centro Carnegie para Oriente Medio. “Yo describo el
EI como agua que se filtra por las grietas, las grietas en la política y
estrategia de la comunidad internacional.”
Empecemos
por Siria: uno de los aspectos subestimados del atractivo del Estado Islámico
ha sido, simplemente, su riqueza. Ya sea a través de las ventas de petróleo o
la extorsión, el EI no sólo es capaz de pagarles a combatientes más de lo que
puede pagar un grupo moderado de la oposición como el Ejército Libre Sirio
(ELS), sino que también ha establecido servicios de bienestar social —como lo
ha hecho Hamas desde hace mucho— que proveen a una población harta de la guerra
con “ganancias monetarias y servicios sociales”, dice Khatib. Por ejemplo, en
Raqqa, la llamada capital del Estado Islámico, este ahora provee servicios
médicos. La respuesta de la comunidad internacional, cree ella, ha sido
inadecuada. Se ha enfocado —con retraso— en entrenar y armar a la oposición
moderada, y ha hecho poco para contrarrestar la fuerza económica del EI.
Estados
Unidos a menudo es visto como indiferente, incluso por grupos a los que ha
tratado de ayudar. Khatib dice que funcionarios del ELS con los que se reunió
recientemente se habían acercado al Departamento de Estado estadounidense en
busca de asistencia para establecer cortes a las que adjudicar las disputas en
áreas que controla en la parte sur del país. “Nunca recibieron respuesta”,
dice. El ELS en el sur “tiene el potencial de transformarse en un órgano
gobernante. Tiene credibilidad en el terreno. Necesita ayuda, no obstante, más
allá del mero equipar y entrenar”.
Aún más, los analistas
militares ven la muy limitada campaña de ataques aéreos contra posiciones del
Estado Islámico como “mal concebida”, como lo dice un exfuncionario de
inteligencia en la región. Y cada vez que los ataques matan civiles, se sigue
una propaganda del EI —¿Ven? ¡Es una cruzada contra tierras musulmanas!— “y su
popularidad aumenta”. La campaña actual, apunta, “está demasiado limitada como
para tener mucho impacto. Simplemente no está funcionando”.
Tampoco
está funcionando en Irak, dicen los analistas. Abadi tal vez sea menos sectario
que Maliki, pero la falta de confianza entre los suníes de Al Anbar y Bagdad es
profunda. “Es una tarea hercúlea para Abadi el enmendar eso, y va a llevarse
mucho tiempo”, dice Khatib. La decisión de enviar a las milicias chiitas a
combatir en Al Anbar también marcó pauta, y mancha todavía más la estrategia de
Estados Unidos en el país. Según Jiyad, el analista iraquí, Estados Unidos
tenía un acuerdo con Abadi de que se haría cargo de Al Anbar, donde su
“aumento” por un tiempo pacificó la región. Estados Unidos buscó ese acuerdo
porque no quería que el primer ministro tuviera que recurrir a milicias chiitas
vinculadas con Irán para combatir al Estado Islámico en la región
predominantemente suní.
Washington
no quería eso por dos razones obvias: una, la tensión sectaria es lo bastante
fuerte en el país, y la inserción de las milicias aumenta el riesgo de una
guerra civil sectaria intensificada. Dos, quería desmentir la creencia, muy
difundida en la región entre sus aliados árabes suníes tradicionales —Jordania,
Arabia Saudita y los otros estados del golfo—, que en su búsqueda de un acuerdo
nuclear con Teherán, Washington había hecho, efectivamente, a sus amigos a un
lado. Así, Estados Unidos redoblaría sus esfuerzos para entrenar las tropas
iraquíes en Al Anbar y golpear al Estado Islámico con poder aéreo.
Ese plan ahora está
hecho jirones. “La caída de Ramadi es un desastre”, dice Jiyad. Estados Unidos,
añade, “fracasó en entregar suministros por paracaídas. Fracasó en golpear [al
EI] lo bastante fuerte desde el aire. El involucramiento estadounidense fue
débil”.
¿Qué hacemos ahora?
Según varias fuentes y analistas
iraquíes, Washington agravó el daño por la caída de Ramadi en sus consecuencias
inmediatas. Ashton Carter, el nuevo secretario de Defensa de Estados Unidos,
culpó de la derrota al ejército iraquí y dijo que carecía de la voluntad para
combatir. Estos comentarios enfurecieron a las élites iraquíes. Ellos señalaron
que el ejército había combatido al EI en Ramadi por diecisiete meses. “La
manera en que se está presentando esto es que sucedió de repente. Que el Estado
Islámico atacó y el ejército huyó. Eso no fue lo que sucedió”, dice un diplomático
árabe en Bagdad. El ejército estaba estresado y cansado, indica Jiyad. “Ellos
pensaron: Podemos pelear hasta la muerte y la ciudad caerá de cualquier forma.
Así, más bien, retírense y reagrúpense. Fueron pragmáticos. Tomaron la decisión
correcta.”
La
lucha por Al Anbar ahora sólo reforzará la influencia de Teherán, exactamente
lo opuesto de lo que quería Washington. Y Qassem Suleimani, el jefe de la
fuerza Quds de la Guardia Republicana Iraní, fue mordaz en su revisión sobre la
actuación de Estados Unidos contra el Estado Islámico. “Sr. Obama, usted no ha
hecho una maldita cosa en Irak”, dijo el 24 de mayo, según reportes de prensa
iraníes. “Usted no tiene la voluntad de confrontar a Daesh”, añadió, usando el
término árabe para el EI.
En
Siria, el régimen de Assad tendrá que confiar en delegados y dinero iraníes
para detener los avances del Estado Islámico. La idea de que Irán está en
marcha en la región y Estados Unidos parecía despreocupado por ello ya se
había, por supuesto, difundido ampliamente (vea el boicot suní a la cumbre
convocada recientemente por Obama para discutir el acuerdo nuclear de Irán y la
seguridad regional). Ahora los gobiernos suníes están en la posición incómoda
de ver a Teherán surgir como la primera línea de defensa contra el Estado
Islámico. Hassan Nasrallah, secretario general de Hezbolá, el delegado iraní
con base en Líbano, prometió el 23 de mayo que sus hombres combatirían
“doquiera sea necesario” en Siria para reducir las ganancias del EI. Los
iraníes, de acuerdo con un funcionario de inteligencia en la región, “han
reaccionado mejor, con más flexibilidad y eficacia que cualquier otro. Es un
hecho simple”.
Contra
este trasfondo, la discusión sobre el Estado Islámico en Estados Unidos a
menudo le parece surrealista a la gente en la región. Los miembros más
belicistas de la comunidad política hablan de nuevo sobre poner más soldados en
el terreno. “No hay posibilidad de derrotar realmente al EI sin poner una
cantidad significativa de soldados estadounidenses en el terreno y entrenar
especialmente a los sirios que asumirán el combate contra el EI, pero también a
miembros de las tribus suníes en Irak”, dice Michael Doran, un alto
investigador del Instituto Hudson que trabajó en el equipo del Consejo de
Seguridad Nacional del presidente George W. Bush.
Los
analistas están divididos con respecto a si una cantidad significativa de
soldados es necesaria para derrotar al Estado Islámico, pero Doran acepta que
la realidad política imposibilita eso. Prácticamente no hay posibilidad de que
Obama aumente significativamente la cantidad de soldados de Estados Unidos,
porque los votantes estadounidenses ya no se tragarían eso. Menos entendida es
la realidad política en Irak. “Los iraquíes se negarían”, dice Jiyad.
Estados
Unidos y sus socios también enfrentan ahora esta realidad: lejos de ser un
grupo terrorista variopinto, el Estado Islámico está demostrando ser un enemigo
astuto y peligroso gracias, en gran medida, dicen los analistas, a los
exoficiales militares iraquíes que sirvieron a Saddam Hussein y luego se
unieron a la insurgencia. Ellos están endurecidos en batalla y son tácticamente
expertos. Una de las cosas que dejó en claro la caída de Ramadi fue el uso
amplio que hizo el EI de las células durmientes, las cuales se alzaron en su
apoyo conforme se intensificó el combate. Los analistas militares creen que hay
células similares en Bagdad, listas para desestabilizar todavía más la
seguridad allí. Bagdad, a causa de su gran presencia chiita, probablemente no
caiga ante el EI, pero hay el potencial de aumentar el nivel de violencia.
A
pesar del aspecto negativo obvio de una campaña aérea intensificada —bajas
civiles—, esta quizá sea la única opción realista para Washington. Ha habido un
promedio de sólo quince ataques aéreos al día en la misión “degradar y
destruir”, en comparación con los alrededor de ochocientos durante la campaña
“choque y temor” que inició la invasión de 2003. Los tres mil soldados
estadounidenses que Estados Unidos ha desplegado en Irak están atascados detrás
de la alambrada, dicen los analistas. Incluso las fuerzas especiales
canadienses tienen más espacio para maniobrar que sus colegas estadounidenses,
dicen las fuentes. Las reglas de combate necesitan relajarse, y las fuerzas de
Estados Unidos necesitan involucrarse más en la solicitud de ataques aéreos,
así como trabajar más estrechamente con operadores especiales iraquíes —quienes
son respetados y están bien entrenados— para que persigan a miembros clave del
Estado Islámico en el país.
El
problema global con esa táctica es este: con las milicias chiitas desplegadas
para enfrentar al EI en Al Anbar, una más intensa campaña aérea encabezada por
Estados Unidos de nuevo evocará la idea de que la Fuerza Aérea estadounidense
se está convirtiendo efectivamente en una rama de los militares iraníes, una
perspectiva que a los altos funcionarios del Pentágono difícilmente les agrada.
Al mismo tiempo, Washington está entrenando combatientes tribales suníes en la
base aérea Al Asad, al noroeste de Ramadi. “Queda por verse”, dice Theodore
Bell, un analista del Instituto para el estudio de la Guerra en Washington,
“cómo el gobierno iraquí integrará las fuerzas [suníes y chiitas] para efectos
benéficos”.
Una
campaña aérea intensificada —si se da— tendrá repercusiones regionales.
Conforme se acerque el día en que Irán y los P5 más uno (Estados Unidos y sus
socios internacionales) firmen un acuerdo nuclear que los gobiernos suníes en
la región creen que pondrá a Teherán en un camino aprobado internacionalmente
para tener la bomba, las imágenes de ataques aéreos estadounidenses
incrementados en apoyo a combatientes chiitas en Irak distraerán a Riad, Amán y
Co. Una revuelta suní ya está más que en marcha en la región: en Siria, en la
guerra subsidiaria entre Irán y Arabia Saudita en Yemen, y en el apoyo al
Estado Islámico entre una porción significativa de los suníes en Al Anbar. ¿La
guerra suní-chiita en Medio Oriente y África del Norte se intensificará ahora?
Washington
ha dicho que busca un equilibrio de poder suní-chiita en la región, y espera
que ello sea estabilizador. Ha tratado de tranquilizar a sus aliados suníes con
acuerdos de seguridad más robustos. No obstante, los eventos en el terreno no
son en absoluto estabilizadores, y es difícil ver cómo eso cambiaría pronto.