A principios de la primavera, cuando el caos y la violencia orillaron a miles de refugiados a abordar endebles embarcaciones frente a las costas de Libia –y algunos terminaron ahogándose durante el difícil viaje a Italia–, astrónomos y físicos de las más importantes instituciones globales se dieron cita en las afueras de Roma para debatir otro tipo de catástrofe: un asteroide de aproximadamente 400 metros de diámetro (suficientes para precipitar daños históricos) se dirigía hacia la Tierra y entre los países que podría impactar se encontraban algunos de los más pobres e inestables del planeta. Mientras los políticos discutían sobre hacerlo estallar o cambiar de curso, las naciones afectadas casi se declaraban la guerra porque cualquier deflexión (desviación) lanzaría la roca incandescente sobre su territorio.
Calma. Solo era un ensayo. De haber sido una emergencia real, nos habrían dicho que perderíamos un gran pedazo del mundo.
Dos estadounidenses –un científico y un militar– presenciaron entre bastidores esa guerra asteroidea de cinco días. Y es que esos importantes estadistas en la llamada “Defensa Planetaria” son los encargados de recordar a los políticos que nuestro mundo y la vida que sostiene fueron moldeados por las grandes rocas espaciales que comisionan contra él. Dave Morrison fue uno de los primeros investigadores en sugerir que, a diferencia de los dinosaurios exterminados por un asteroide, el ser humano puede defenderse; en tanto que el ex teniente coronel de la Fuerza Aérea, Lindley Johnson, está al mando del Programa de Objetos Cercanos a la Tierra (near-Earth objects o NEO) de la NASA, después de sugerir, en 1990, que la Fuerza Aérea debe rastrear piedras espaciales. Estos señores, junto con otros defensores planetarios dedicados de todo el mundo, están orgullosos (y aliviados) de que la Gran Interrogante haya evolucionado de “qué sucederá si hay una roca espacial catastrófica viene hacia nosotros” (pues ya sabemos que los impactos son inevitables) a “qué haremos al respecto”.
Tal planteamiento fue el tema central de una reunión de mediados de abril en un salón de conferencias del suburbio romano de Frascati. La Agencia Espacial Europea había invitado astrónomos, físicos, ingenieros nucleares y matemáticos para debatir la remota posibilidad de que una roca espacial chocara contra la Tierra y causara daños regionales o incluso, aniquilara la civilización. El objetivo, igual que en las últimas seis conferencias sobre Defensa Planetaria, era compartir información sobre la manera de identificar amenazas asteroideas y los métodos para salvar a la humanidad.
Sin embargo, este año se hizo hincapié en explorar la voluntad de las naciones para colaborar ante la amenaza. Hoy día, los científicos afirman, con diversos grados de certidumbre, que un objeto chocará contra el planeta en unos 200 años y creen que para entonces tendremos la tecnología para detenerlo. No obstante, nadie sabe si la humanidad podría o estaría dispuesta a cooperar ante una amenaza global y en una era en que muchos políticos niegan el cambio climático ocasionado por la actividad del hombre, ¿podemos contar con que siquiera acepten la realidad de la amenaza de un asteroide?
UN PUNTO CIEGO ENORME
En 1989, Morrison, primer estudiante doctoral del astrónomo Carl Sagan, fue uno de los primeros científicos que alertó al público sobre el peligro de los asteroides en Catástrofes cósmicas, libro que escribió en coautoría con Clark Chapman. “Hace 30 años no había investigaciones sobre objetos cercanos a la Tierra”, dice. “No se sabía de muchos de ellos y apenas había material de estudio”.
Desde entonces, el campo se ha expandido hasta incluir numerosas agencias espaciales nacionales, el Congreso estadounidense, Naciones Unidas y laboratorios plagados de matemáticos, físicos, ingenieros, científicos espaciales y hasta diseñadores de armas nucleares. Gracias a sus esfuerzos, el Centro de Planetas Menores del Smithsoniano ya ha registrado más de 150,000 asteroides, si bien los defensores calculan que hay desde decenas de miles hasta cientos de miles más que no podemos ver, muchos de ellos ocultos en nuestro punto ciego: la luz solar. Unos 12,700 asteroides identificados están clasificados como NEO, con órbitas que se acercan menos de 195 millones de kilómetros de la Tierra. De ellos, NASA estima que alrededor de 1,000 podrían aniquilar nuestra civilización; es decir, miden más de 800 metros de diámetro. Aunque ninguno de los más grandes es una amenaza probable, cerca de 1,600 NEO mapeados podría dirigirse hacia nosotros y cualquier impacto mataría millones de personas.
El primer cometa fue descubierto en el siglo XVII, aunque a lo largo de la historia se han avistado objetos celestiales semejantes, como consta en la Biblia y otros relatos antiguos. Los primeros asteroides fueron identificados en el siglo XIX, pero no fue sino hasta principios del siglo XX que nos dimos cuenta de que algunos cruzaban la órbita terrestre. Ahora, los científicos reconocen que hay miles de “cruzadores de la órbita” y que tenemos mucha suerte de que Júpiter y Saturno absorban muchos de los asteroides que, de lo contrario, apalearían nuestro planeta.
En la década de 1950, el difunto geólogo Gene Shoemaker (científico prodigio, egresado a los 19 años del Instituto de Tecnología de California) estudiaba los cráteres lunares para el programa espacial estadounidense cuando determinó que habían sido causados por impactos. Con el tiempo, fue nombrado jefe del Centro de Ciencia Astrogeológica del Estudio Geológico de Estados Unidos en Flagstaff, Arizona donde, junto con su equipo, comenzó a mapear los asteroides y a estudiar la mecánica de los impactos de meteoritos. En colaboración con otro científico, Edward Chao, descubrió la coesita, variedad de sílice que se produce durante un impacto violento. Con todo, su hallazgo más importante en términos de defensa planetaria fue el cometa Shoemaker-Levy 9, que chocó contra Júpiter en 1994: fue el primer impacto extraterrestre anunciado y observado por seres humanos, en tiempo real. Eso dio a los investigadores la certidumbre de que era posible realizar cálculos equivalentes para la Tierra.
Casi al mismo tiempo que Shoemaker compilaba información sobre raros depósitos de silicio secundarios a impactos en las inmediaciones del Cráter Barringer (Meteor Crater), cerca de Winslow, Arizona, el geólogo Walter Álvarez descubría una capa de arcilla impregnada con iridio en los estratos geológicos que delimitaban los periodos Cretácico y Terciario; es decir, entre la era de los dinosaurios y la nuestra. El iridio es un metal extremadamente raro en la Tierra, pero común en los meteoritos y los geólogos pronto encontraron una capa de iridio similar en los mismos estratos geológicos de otras partes del mundo. A raíz de ello, propusieron que hubo un impacto catastrófico en la época en que se extinguieron los dinosaurios, y los investigadores incluso saben dónde cayó el asteroide: en las costas de la península de Yucatán, en Chicxulub.
En las décadas posteriores, los geólogos han averiguado más sobre cómo los impactos extraterrestres catastróficos modificaron nuestro planeta. Ahora, algunos incluso sugieren que nuestra luna es un fragmento de la colisión de dos objetos del tamaño de Marte y Venus, ocurrido en algún momento durante los primeros 100 millones años de la Tierra. Proponen que, tras aquel impacto, nuestro planeta quedó envuelto en una atmósfera de silicato caliente, donde solo los organismos resistentes sobrevivieron en rocas de 800 metros o más ocultas bajo la superficie, y que de allí surgió toda la vida. Con el tiempo, numerosos objetos más grandes, cuyos diámetros varían de 8 a 16 kilómetros –como el que causó la extinción de los dinosaurios– han impactado nuestro planeta provocando cambios menores, pero catastróficos.
LA OPCIÓN DE LA BOMBA
En 1989, cuando Chapman y Morrison publicaron su libro sobre catástrofes cósmicas, abarcaron una amplia variedad de acontecimientos amenazadores como cometas, asteroides y supernovas. Con todo, los dos consideraban que la posibilidad del impacto asteroideo era más intrigante debido a que la humanidad, en teoría, podía hacer algo para evitarlo. En 1990, personal congresista invitó a Morrison a presentar lo que él y otros habían hallado sobre los riesgos de las rocas espaciales y un año después, el Congreso autorizó a NASA a estudiar los asteroides y la manera de desviarlos.
Chapman y Morrison convocaron expertos en astronomía, física y geología para estudiar el problema y el equipo llegó a la conclusión de que los asteroides más peligrosos medían, aproximadamente, 1.6 kilómetros de diámetro. Semejante proyectil (una décima parte del tamaño de la roca que acabó con los dinosaurios) podía aniquilar nuestra civilización, sobre todo debido a las modificaciones climáticas ocasionadas por el polvo levantado tras el impacto, que mataría de hambre a miles de millones de personas. Por ese motivo, recomendaron llevar a cabo estudios del firmamento para identificar todos los objetos de ese tamaño.
Además de astrónomos y geólogos, la comunidad de defensa planetaria acogió a los diseñadores de armas nucleares quienes, a punto de quedar desempleados por el fin de la Guerra Fría, hallaron un nuevo mercado para su experiencia en impactos masivos y crearon una opción nuclear para la defensa contra asteroides. Entre ellos había dos personajes singulares: Edward Teller, uno de los padres del programa de armas nucleares de Estados Unidos, y el pacifista Sagan. Ambos habían discutido acaloradamente por el tema nuclear, pero al fin hallaban un terreno común en la idea de que esas armas podrían salvar al mundo de un asteroide.
EL ASTEROIDE DEL PRINCIPITO
La Defensa Planetaria no es territorio exclusivo de científicos civiles. Johnson, jefe del programa de asteroides de la NASA, es un coronel retirado que se inició en la Fuerza Aérea como rastreador de satélites e incursionó en el negocio de los asteroides en 1994, cuando escribió un artículo sobre las destrezas que necesitaría la Fuerza Aérea para 2020. De hecho, aquel documento, enfocado en los asteroides, llevaba el título “En preparación para la defensa planetaria”, y fue de allí de donde surgió el término. Al cabo de 23 años en la Fuerza Aérea, en 2003 Johnson anunció que se retiraba y la NASA lo reclutó para dirigir su Programa de Objetos Cercanos a la Tierra.
Un tercer estadounidense desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de la defensa planetaria. Russell “Rusty” Schweickart fue el primer astronauta del programa Apollo que realizó una caminata espacial (en la misión Apolo 9) y en 2002, estableció la Fundación B612 (nombre del asteroide de “El Principito”, célebre novela corta de Antoine de Saint Exupéry). La inspiración le llegó durante la conferencia del geólogo Norm Sleep quien explicó que, hace 3.3 mil millones de años –mucho antes que los dinosaurios–, los impactos de enormes asteroides hicieron hervir los océanos y crearon los cimientos de la vida que conocemos. Schweickart dedicó décadas a promover las tecnologías de deflexión y mitigación, instando a sus colegas astronautas a involucrarse e identificándose con exploradores del espacio que pensaban como él; entre otros, el ex astronauta Ed Lu, quien actualmente dirige B612.
Schweickart ha recorrido el mundo pugnando por una respuesta global coordinada. “Temo que no existe el instinto de supervivencia colectiva necesario para superar las fuerzas políticas centrífugas”, acusa. “En pocas palabras, esa es la razón de los impactos. No es que desconozcamos técnicamente su inminencia ni que no podamos hacer algo al respecto”.
ARMAGEDÓN
El 26 de diciembre de 2004, un tsunami en el océano Índico mató a 230,000 personas de 14 países, capturando la atención mundial y dándonos una experiencia casi simultánea, aun cuando teórica, del Armagedón. Pero apenas 48 horas antes del desastre, los científicos anunciaron un cálculo alarmante: una oscura piedra espacial de 270 metros de diámetro se dirigía hacia nosotros con una probabilidad de 1 en 25 de estrellarse contra la Tierra en 2036, con un impacto que tendría la fuerza potencial de 58,000 bombas Hiroshima. En comparación, el terremoto del Índico que precipitó el tsunami había liberado menos de la mitad de esa fuerza.
Muy pronto, la ominosa roca fue bautizada con el nombre de Apophis, nombre de una divinidad egipcia, “el destructor”. Seis meses después de su descubrimiento, el Centro de Planetas Menores ni siquiera mostraba interés en el asteroide. Pero en diciembre, los astrónomos de Puerto Rico y Arizona habían reunido datos suficientes para permitir que los científicos del Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL) de Pasadena, California –que sigue las órbitas NEO– proyectaran que Apophis tenía una posibilidad impacto de 2.4 por ciento en 2029, así como la alarmante probabilidad de 1 en 25 de chocar contra la Tierra en 2036, si ocurría una oscilación orbital. Aquello precipitó una actividad científica febril que, a la larga, llevó a refinar la predicción a una amenaza mucho más improbable de 1 en 250,000. De suerte que, cuando Apophis haga su acercamiento, pasará entre nosotros y nuestros satélites y será visible a simple vista.
Para los defensores planetarios, semejante acontecimiento es motivo de regocijo, no de alarma.
Aquella estrella de la muerte potencial dio a los científicos algo que necesitaban desesperadamente, una crisis que hizo despertar a políticos y público. Mas la publicidad obtenida fue un arma de doble filo. En 1998, la imaginación del público ya estaba sensibilizada a causa dos películas hollywoodenses con temas catastróficos (“Impacto profundo” y “Armagedón”) en los que figuraba la aniquilación procedente del cielo. Y ahora, con la verdadera catástrofe apocalíptica del tsunami asesino de Indonesia, así como la amenaza de los asteroides, lo que el público quería era respuestas. Y nadie podía dar una respuesta sincera sin enfatizar la única palabra que reporteros y público se niegan a escuchar: “imprecisiones”.
¡BUM! ESTALLA LONDRES. ¡BUM! PARÍS…
El astrónomo canadiense Paul Chodas conoce muy bien esa palabra, sobre todo porque la dice a menudo a los periodistas que acuden a él cada vez que un asteroide hace noticia. Los asteroides son parte de su trabajo en el JPL, donde dirige la oficina del Programa de Objetos Cercanos a la Tierra de NASA. Allí, introduce muchas variables del asteroide –rotación, masa, refracción y absorción de luz e irradiación de calor, y atracción gravitatoria de asteroides cercano– en una supercomputadora, la cual hace una predicción de órbita. Durante un tiempo, Chodas y sus colegas calcularon que Apophis tenía una probabilidad de 1 en 25 de colisionar con la Tierra. Cuando le pregunté si aquellas aterradoras cifras lo atemorizaron o excitaron, él astrónomo sonrió y confesó que sintió emoción.
Con todo, sus predicciones están repletas de variables que, a veces, abarcan más o menos 29 millones de kilómetros, una distancia bastante significativa incluso en el espacio. Chodas y colegas deben contender con imprecisiones que son inicialmente pequeñas y aumentan en órdenes de magnitud colosales. Por ejemplo, una pérdida de peso equivalente a tres uvas puede representar la diferencia entre golpear la Tierra y pasar de largo. La velocidad de rotación de un asteroide es afectada por el calor que, a su vez, es afectado por la reflectividad de la superficie de la roca. La gran variedad de asteroides complica la tarea, pues algunos son montones de desechos voladores, otros son piedras sólidas, unos más son partículas de polvo que se mantienen unidas por la gravedad y muchos otros tienen satélites.
El equipo de JPL refina continuamente sus complejas ecuaciones, tratando de predecir las órbitas después de solo seis avistamientos. Pero cada vez son más precisos.
Hace siete años, JPL tuvo otra oportunidad de probar sus ecuaciones en tiempo real. Una mañana de octubre 2008, Chodas acababa de dejar a su hijo en la escuela cuando sonó su celular. Era la oficina del Centro de Planetas Menores en Harvard, informando que un objeto parecía estar acelerando hacia la Tierra. Chodas ingresó las coordenadas de la roca en la computadora y muy pronto pudo predecir el tiempo de impacto y la ubicación: en escasas 20 horas, en Medio Oriente. JPL contactó a Johnson en la NASA quien, a su vez, se comunicó con el Departamento de Estado (alguien llamó también al presidente George W. Bush, según las memorias de su entonces secretario de prensa). Johnson estaba impaciente por notificar a los gobiernos de la volátil región. “Durante un tiempo, la predicción fue que se dirigía directamente a Meca”, recuerda, con ironía. “Y eso era muy perturbador”.
Mientras, en JPL, Chodas y su colega Steve Chesley se pusieron a repasar las cifras y dieron con el sitio de impacto preciso, cerca de un mosqueado puesto fronterizo con 10 residentes, en las profundidades del desierto de Sudán. Chesley identificó la ubicación en su GPS mientras Chodas revisaba un atlas y cuando compararon notas, descubrieron que habían llegado exactamente al mismo punto de impacto. Chodas se puso eufórico. “Comprendí que éramos las únicas dos personas, en todo el planeta, que sabían precisamente dónde iba a caer esa cosa”, dice.
Luego del impacto, científicos de JPL pudieron dirigir a un equipo de estudiantes universitarios de Jartum al lugar de impacto previsto. El propio Chodas se sorprendió cuando los estudiantes sudaneses encontraron los restos justo en el sitio al que condujeron sus ecuaciones.
Con todo, persisten algunas imprecisiones inquietantes. El último incidente asteroideo importante fue inesperado para todos. En 2013, una roca espacial de “solo” el tamaño de un autobús estalló en el cielo cerca de la población de Chelíabinsk, Siberia, con la potencia de una bomba nuclear. La detonación rompió las ventanas y mil personas pararon en el hospital. Debido a que numerosos conductores rusos llevan cámaras en montadas en sus tableros, los científicos contaron con infinidad de imágenes YouTube de un rayo luminoso seguido de una explosión deslumbrante que les permitió identificar la trayectoria del objeto.
Chelíabinsk dio a los defensores planetarios otra lección de lo que es capaz de hacer un asteroide, incluso relativamente pequeño, cuando estalla no al impactar sino en el aire. Y saben que es cuestión de tiempo antes que algo semejante ocurra en el cielo de Nueva York, Londres, Nueva Delhi o Tokio.
¡ENCUÉNTRENLOS TODOS!
En respuesta a la amenaza de Apophis, el Congreso estadounidense aprobó la legislación George E. Brown y el presidente firmó la ley en 2005 ordenando a NASA que detecte, rastree, clasifique y describa las características físicas de todos los asteroides que midan más de 135 kilómetros de ancho (Brown fue un respetado presidente del Comité de Ciencias de la Cámara de Representantes y uno de los primeros que habló del cambio climático y las amenazas cercanas a la Tierra). En otras palabras, Estados Unidos al fin hacía lo que Morrison sugirió 15 años antes: estaba buscando todos los asteroides.
El programa cartográfico o de mapeo consistía de tres elementos principales: los telescopios de Arizona y Hawái, y un proyecto JPL llamado Explorador Infrarrojo de Campo Amplio de Objetos Cercanos a la Tierra[JR1] o NEOWISE, telescopio espacial que opera en longitudes de onda infrarrojas. En el otoño 2011, Amy Mainzer de JPL, quien dirige el esfuerzo de mapeo, anunció que el proyecto había recogido suficientes datos para que los expertos declararan que la Tierra, por lo pronto, no era blanco de alguna gran masa que pudiera aniquilar la civilización. Sin embargo, hay cientos de miles de objetos más pequeños no mapeados que revolotean cerca del planeta. Mainzer dice que solo hemos encontrado 1 por ciento de los NEO que mide más de 5 metros de diámetro, los cuales plantean un desafío diferente y quizás más inquietante, pues son muy difíciles de detectar y más propensos a chocar contra nosotros. Los objetos de 138 metros de ancho causarían daños regionales graves, y el proyecto de mapeo ha identificado aproximadamente 25 por ciento de ellos; sin embargo, los geólogos creen objetos de entre 45 y 140 metros de diámetro chocan contra la Tierra cada 100 a 300 años, y algunos han causado estragos. Por ello, NASA está considerando la propuesta de Mainzer de construir un nuevo tipo de telescopio que opere en el espacio y sea capaz de encontrar y medir muchos más asteroides. De ser aprobado, podría entrar en funcionamiento hacia 2020.
GRANDE COMO LA CASA BLANCA
La deflexión de asteroides es una ciencia embrionaria en tres versiones: Nuclear, Patada o Tirón. La opción nuclear lanzaría un dispositivo explosivo distinto de una bomba convencional –mejor aún, varios dispositivos– contra un asteroide. Pese a su potencial visual hollywoodense, la comunidad de defensa planetaria considera este su último recurso.
Las otras dos opciones son la Patada (lanzar un proyectil denominado “impactador cinético” para desviar al asteroide de su órbita) y el Tirón (disparar una nave espacial no tripulada hacia la órbita del asteroide, como un “atrayente gravitacional” que tenga suficiente masa para sacar la roca de su trayectoria natural).
Las tres estrategias dependen de la capacidad del hombre para dirigir una nave hacia un asteroide y eso hizo la Agencia Espacial Europea en noviembre pasado, cuando la nave Rosetta aterrizó la sonda Philae en un cometa, desde donde envió datos a la Tierra durante 64 horas antes que se agotaran sus baterías.
Ninguna de las técnicas de mitigación asteroidea se ha probado hasta ahora, pero NASA cree que podrá demostrar el método del Tirón como parte de la Misión de Redirección de Asteroide que pretende llevar a cabo en 2020, en la cual lanzará una nave robótica para fracturar y recoger un fragmento de roca espacial. Como parte del proyecto, la nave robótica y su cargamento permanecerán en la órbita del asteroide durante 100 días y los científicos apuestan a que, a la larga, la masa adicional del vehículo y su carga modificarán discretamente la trayectoria del asteroide.
Luego, en algún omento de 2020, la nave conducirá el fragmento de piedra hasta la órbita lunar y lo dejará allí para futuros experimentos.
El objeto de depositar un pedazo de roca espacial en la órbita de la luna, dando así un satélite a nuestro satélite, tiene todos los visos de ciencia ficción; sin embargo, los defensores planetarios pretenden que países y agencias espaciales apoyen sus pruebas con fondos sustanciales, y que políticos, reporteros y científicos debatan sobre una amenaza muy real con calma y de manera objetiva, abandonando los extremos de pánico y escéptica hilaridad.
A tal fin, los defensores han dedicado horas a analizar interrogantes, como qué cosas decir y de qué manera informar al público en cuanto al riesgo. Por ahora, recurren a un sistema a medida de boletines de prensa NASA con analogías terrestres: asteroides “grandes como la Casa Blanca” o “como un SUV”, y miden los efectos esperados del impacto en “bombas Hiroshima”.
El público oirá cada vez más sobre objetos que pasan relativamente cerca o incluso se dirigen hacia nosotros, pues Chodas y otros han sugerido que NASA busque la manera de hablar sobre el riesgo de asteroides igual que los meteorólogos informan de huracanes, con boletines de prensa actualizados cada hora y en coordinación con departamentos gubernamentales para desastres, como la Agencia Federal para Gestión de Emergencias y las autoridades locales responsables de una evacuación.
El público también tendrá más noticias de asteroides a fines de mes cuando una abigarrada colección de astrónomos, físicos, estrellas de rock y cineastas participe en lo que se ha publicitado como el primer “Día del asteroide”, en junio 30. Se eligió esa fecha para el acontecimiento anual porque en junio 30, 1908 un asteroide aplastó miles de kilómetros cuadrados de bosque siberiano en lo que se conoce como el incidente Tunguska. Los organizadores y participantes de la celebración incluyen al astrofísico y guitarrista de Queen, Brian May; el astrónomo real británico, lord Martin Rees; el científico estadounidense, Bill Nye; y los astronautas Lu y Schweickart. Se han organizado actividades en ciudades de todo el mundo y presentaciones en vivo que se proyectarán desde Londres y San Francisco. Los organizadores del Día del asteroide también están circulando una petición en línea llamada “La declaración 100X”, donde exigen un incremento de 100 por ciento en el mapeo y rastreo de asteroides. “En nuestro sistema solar hay un millón de asteroides con el potencial de chocar contra la Tierra y destruir una ciudad; y sin embargo, hemos descubierto menos de 10,000 –apenas uno por ciento– de ellos”, declara el documento. “Tenemos la tecnología para cambiar esa situación”.
FURIA ASTEROIDEA
En marzo, al cabo de ocho años de deliberaciones, un comité ONU finalmente anunció la creación de un sistema global de alerta temprana para proteger al planeta de un gran objeto espacial capaz de destruir ciudades, causar tsunamis o peor, aniquilar la civilización. A mediados de abril, los defensores planetarios pusieron a prueba el concepto con un ejercicio bélico en los suburbios de Roma. Su misión: salvar al planeta de un asteroide casi cuatro veces más grande que un campo de fútbol. La ciencia y las políticas que utilizaron tuvieron tal realismo que los boletines de prensa publicados en línea diariamente estaban estampados con recuadros rojos anunciando: “Ejercicio. Ejercicio. No es un acontecimiento del mundo real”.
Johnson de la NASA dice que el ejercicio demostró que la humanidad es capaz de montar una respuesta contra asteroides y que dicha respuesta es asequible, elemento clave para convencer a los políticos de prevenir desastres que tal vez no ocurran mientras vivan. “Un esfuerzo global con unos cientos de expertos y unos cientos de millones de dólares anuales bastaría para identificar cualquier amenaza potencial de impacto y desarrollar los medios para prevenirla”, asegura.
Chodas creó un ambiente realista para el ejercicio. Para empezar, los participantes en la conferencia se enteraron de que los científicos habían “descubierto” un asteroide de unos 140 por 400 metros de diámetro que, al parecer, chocaría contra la Tierra en unos siete años, en septiembre 3, 2022. Los participantes se dividieron en tres grupos según sus roles –políticos nacionales e internacionales, medios y científicos– y durante cinco días interpretaron la respuesta de la humanidad.
En el primer año inmediato al descubrimiento del asteroide (días uno y dos de la conferencia), los participantes se enteraron que los científicos habían usado la información disponible para calcular un largo “corredor de riesgo” que se extendía desde el sureste de Asia hasta Turquía. Conforme el asteroide se desplazaba por su órbita, los científicos refinaron sus predicciones precisando el tamaño y posible punto de daño, asesorando a los políticos sobre sus opciones. Hacia agosto de 2011 (día cuatro de la conferencia), los participantes fueron informados que los políticos globales habían acordado disparar seis impactadores cinéticos hacia el asteroide, los cuales alcanzaron el blanco seis meses después. Sin embargo, la nube de desechos del impacto impidió que observadores y políticos supieran si la medida había sido eficaz, hasta enero 2012 (día cinco de la conferencia), cuando se anunció que dos de los seis IC fallaron; uno más dio en el blanco y fracturó el asteroide; y otro también acertó y arrancó un pedazo que siguió en su ruta hacia la tierra, pero fuera de vista debido a la luz solar. Los dos dispositivos restantes impactaron el asteroide fragmentado, desviando el pedazo más grande.
El año siguiente (más tarde, el quinto día), los participantes se enteraron que el fragmento arrancado seguía su camino hacia la Tierra y aún representaba un grave peligro. Golpearía nuestro planeta en septiembre 3, 2022 en algún punto de India, Bangladesh o Myanmar. Más o menos un mes antes del impacto, los científicos lograron definir el tamaño del objeto (unos 80 metros de diámetro), así como la hora de impacto (9:50 a.m.) y el lugar exacto (Dhaka, Bangladesh; 15 millones de habitantes). Predijeron que la exploración liberaría 18 megatones de energía, algo parecido a la explosión de 1908 que devastó miles de kilómetros de bosque siberiano.
“Lo primero que aprendí es que necesitamos telescopios infrarrojos en el espacio que nos den más información sobre el tamaño de esos objetos”, dice Chodas.
El ejercicio terminó en un tenso suspenso, con una enorme roca incandescente cayendo sobre una ciudad asiática populosa y pobre. Después de hacer su mejor esfuerzo, la legión de defensores planetarios entregó sus medallas de heroísmo, hizo las maletas, pagó la cuenta del hotel y se dirigió al aeropuerto, dejando al planeta prevenido.