El 28 de octubre de 2009, la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, llegó a Islamabad, Pakistán, para una visita de tres días, y no llevaba un pañuelo en la cabeza.
Mientras el desfile de vehículos serpenteaba por la ciudad, Osama bin Laden aún estaba escondido con sus esposas a menos de una hora de allí, y Clinton fue recibida con letreros que decían “Hillery [sic] vete a casa”. Poco después de su llegada, un coche bomba estalló en Peshawar, Pakistán, y mató a más de cien personas; las escenas de la carnicería se transmitieron junto con su bienvenida televisada.
Tradicionalmente, cuando el jefe llega a la ciudad, las embajadas de Estados Unidos organizan una reunión con líderes nacionales, una conferencia de prensa y, tal vez, una recepción antes de acompañar al secretario de vuelta a la pista de aterrizaje. Pero Clinton añadió una nueva tarea: organizar la ciudentrevista. Estas reuniones, con un nombre difícil de pronunciar y a menudo televisadas con nativos investigados, eran una repetición de las reuniones en los municipios y las “giras de escucha” que habían sido un sello distintivo de Clinton como primera dama, senadora estadounidense y candidata a la presidencia. La idea era usar su poder estelar para rehabilitar la imagen de Estados Unidos. “En una época de conectividad”, señala Jake Sullivan, asesor de política de Clinton, “incluso en los países autoritarios, la opinión pública importa. El hecho de que Hillary Clinton salga al aire y llegue a millones de personas de todo el mundo a través de una conversación de toma y daca transmitida en directo ayudó a fomentar la sensación de que Estados Unidos escucha”.
Así que el personal de la embajada en Pakistán había organizado una pequeña gira de escucha para la señora secretaria. Algunos asistentes tenían un mal presentimiento con respecto a la ciudentrevista en Islamabad y una programada posteriormente en Lahore. “Me advirtieron: ‘Usted será un saco de golpeo’”, escribió Clinton en sus memorias del Departamento de Estado, tituladas Hard Choices (Decisiones difíciles). “Sonreí y respondí: ‘Que comiencen a golpear’.”
Clinton vio cumplido su deseo cuando enfrentó a las periodistas paquistaníes y a un público de mujeres profesionales a las que se había avisado a última hora que participarían en un formato televisado similar a The View. Sin embargo, no eran Whoopi y Babs; interrogaron duramente a Clinton, curiosas por lo que consideraban los designios estadounidenses sobre la energía nuclear paquistaní y el apoyo de Estados Unidos a India, su archienemigo. La situación fue peor en Lahore, donde varios estudiantes universitarios preguntaron acerca de los aviones no tripulados y los contratistas estadounidenses que disparaban a la menor provocación. Asintió con la cabeza con su estilo característico y ofreció respuestas calibradas, pero ganó pocos corazones o mentes.
The New York Times informó que, en Lahore, Clinton parecía “menos una diplomática y más una consejera matrimonial”. Sin embargo, logró asestar un golpe al convertirse en la más alta funcionaria estadounidense en acusar públicamente a Pakistán de esconder al líder de Al Qaeda: “Me resulta difícil creer que ningún miembro de su gobierno sepa dónde están y que no puedan llegar hasta ellos si realmente lo quisieran”.
El viaje no fue un momento decisivo en las relaciones entre Pakistán y Estados Unidos, pero tipificó en muchos sentidos el estilo de Clinton como secretaria de Estado: la buena soldado que recibe un golpe para proteger al equipo; la “oyente” profesional con una fe inquebrantable en el poder de su encanto y de su racionalidad; la mujer con tendencia belicosa; la ejecutiva innovadora; la hábil estratega verbal; y la alumna destacada que hizo más tarea y obtuvo una estrella de oro del maestro, en este caso, la Casa Blanca.
En Washington, a pesar de la continua obsesión con Benghazi (trece audiencias y veinticinco mil páginas de informes, según el último recuento, acerca del asesinato del embajador de Estados Unidos y otros tres estadounidenses; su testimonio del Comité de la Cámara programado para mediados de mayo), la opinión ortodoxa sostiene que la secretaria Clinton fue buena en su último trabajo. Sin embargo, no dejó ningún legado. “Competente”, pero “no una grande”, dijo sobre ella Michael Hirsh en la revista Foreign Affairs, cuando esta renunció al cargo de secretaria en 2013.
Resulta erróneo desestimar el desempeño de Clinton como secretaria de Estado calificándolo como mediocre. Sus grandes fortalezas (su encanto personal, su pensamiento innovador, su sentido común político) no estaban a la altura para dominar a elementos como Putin, Assad, el Talibán, Boko Haram o el resto del mundo salvaje en una época caótica. Es difícil imaginar a cualquier hombre sabio, ahora o en la historia (Henry Kissinger o Thomas Jefferson, por nombrar solo a dos), que hayan sido capaces de crear orden en un mundo en el que una invención de apenas mil años, la nación-Estado, se encuentra sitiada por todas partes.
La pregunta correcta es si Hillary lo hizo bien con lo que tenía, y la respuesta consensuada es sí. En ocasiones sus políticas se quedaron cortas (el “recomienzo” con Rusia, diseñado para mejorar las relaciones con Moscú), pero fueron correctas en la mayoría de los casos (el pivote de Asia para dedicar una mayor atención por parte de Estados Unidos al lejano oriente).
Los críticos suponen a menudo que, para ser una “gran” secretaria de Estado, es necesario establecer un tratado diplomático muy importante o poner fin a una guerra. Pero los secretarios de Estado modernos se parecen más a un gerente que a Metternich, el político y diplomático austriaco del siglo XIX que formó la alianza para derrotar a Napoleón I: no tienen necesariamente las grandes visiones del mundo que él tenía. Enfrentan a sus enemigos y calman a sus amigos, y a menudo fallan. Clinton no fue la excepción, pero su nivel de méritos es especialmente interesante ahora porque su periodo como secretaria de Estado revela mucho sobre cómo podría desempeñarse como presidenta.
Lo suficientemente simpática
Clinton fue la tercera mujer en convertirse en secretaria de Estado, después de Madeleine Albright y Condoleezza Rice. Pasó sin ningún problema sus audiencias de confirmación y prometió usar un “poder inteligente”, una débil diferencia con respecto al “poder suave”, que fue una estrategia que sonaba demasiado “aniñada”. El poder inteligente implicaba una aplicación distribuida más equitativamente del poder militar y diplomático, así como herramientas de desarrollo, que lo que había sido la norma en los años de George W. Bush, cuando prevalecía el “pensamiento militar”.
El trabajo de Clinton, como lo imaginó Barack Obama, consistía en ganar a algunos amigos para Estados Unidos después de la postura de rechazo de los años de W. Bush y de acuerdo con una encuesta realizada por el proyecto Global Attitudes del Centro de Investigación Pew, ella cumplió con este objetivo. En 2008, el grado de aceptación en general de Estados Unidos llegó a sus niveles más bajos de entre 20 y 30 puntos. Para 2014, de acuerdo con Pew, una mediana mundial de 65 por ciento tenía una opinión positiva. Parte de ello se debió a que Bush dejaba la Casa Blanca y a la esperanza en Obama, pero es seguro que parte del crédito pertenece a Clinton.
Pero su trabajo no sólo consistía en restaurar la imagen de Estados Unidos. Se trataba también de manejar las relaciones: con jefes de Estado, con otros miembros del gabinete (la rivalidad entre el Departamento de Estado y el de Defensa es una de las más antiguas en Washington) y con Obama, por no mencionar a los setenta mil arribistas del Departamento de Estado. Aquella fue su primera postulación como ejecutiva en lugar de primera dama, senadora, socia de un estudio de abogados o presidenta (del Fondo de Defensa de los Niños). Finalmente, tuvo que manejar su relación con el poder: para muchas mujeres, la relación más difícil de todas.
Ella era una celebridad que servía humildemente a su antiguo rival en las primarias presidenciales demócratas, quien una vez dijo desdeñosamente que ella era “suficientemente simpática”. Una caricatura popular de Clinton es la intrigante Lady Macbeth. El meme nació durante la campaña de su marido en 1992 y volvió a surgir en Game Change (Cambio de juego), el gran éxito de ventas decididamente anti-Hillary sobre las elecciones primarias de 2008, en el que se detallaban con regocijo sus debacles profanas en contraste con el tranquilo Obama.
Los monumentales egos que competían por tener influencia en el gabinete del presidente, las vastas burocracias de Foggy Bottom y el creciente desorden de la diplomacia mundial brindaron oportunidades ilimitadas para idear tramas maquiavélicas. Y con todo, Clinton fue una fuerza impulsora del “trabajo en equipo y la disciplina” en el gabinete, de acuerdo con Obama. Como secretaria de Estado, registró más de un millón y medio de kilómetros de viajes aéreos (1 millón 539 712 para ser exactos), manteniéndose sana en cuerpo y espíritu con oraciones metodistas y yoga para imponer la calma, y una pequeña botella de salsa picante, que era como su talismán para prevenir los resfriados. En su tiempo libre, no vivía con su marido en Nueva York, sino en un aislamiento de solterona en Washington con su madre nonagenaria. “Volvía a casa después de un largo día en el Senado o el Departamento de Estado, me sentaba junto a ella en la pequeña mesa en nuestro rincón del desayuno, y lo dejaba salir todo”, recordó en su libro.
Obama esperaba que tener a Clinton dirigiendo el Departamento de Estado le permitirá concentrarse en temas nacionales como la aprobación de la reforma de salud (algo que ella no logró hacer durante el periodo de su marido en la Casa Blanca) y evitar una depresión económica. Ella asumió el puesto con la condición de que se reunieran con regularidad. Más allá de esa junta semanal cara a cara, se reunían dos o tres veces más cada semana en los márgenes de las reuniones más grandes de la Casa Blanca, señala Sullivan, su asistente. “Se apoyaban y respaldaban uno al otro.” En una entrevista conjunta en el programa 60 Minutes, transmitida en enero de 2013 tras la renuncia de Clinton, Steve Kroft de CBS trató de lograr varias veces que ella y Obama recordaran su rivalidad política, pero Obama no mordió el anzuelo. Su amistad, dijo, se basaba en “la confianza [de] estar juntos en la trinchera”.
La maldiciente
El 10 de febrero de 2010, la secretaria Clinton y su séquito dejaron Washington, D. C., que estaba cubierta de nieve, y aterrizaron un día después en el reino desierto de Arabia Saudita. Bajo la cegadora luz del sol en la pista de aterrizaje, los guardias la escoltaron hasta el autobús mejorado del rey Abdullah, donde se sentó frente al ministro de Relaciones Exteriores, el príncipe Saud al-Faisal, para dirigirse al refugio del rey en el desierto. En una lujosa carpa de color negro pasó veinte minutos charlando con el rey, de ochenta y cinco años, bromeando con él sobre la aversión de su ministro de Relaciones Exteriores hacia los camellos. Después del indispensable banquete, ella y el rey se retiraron para una reunión privada de cuatro horas, de la que salió “con una amplia sonrisa”. Logró calmar la ira sobre la visita anterior de Obama al reino, en la que él había mencionado de inmediato temas poco agradables: pedir al rey que permitiera que la aerolínea israelí El Al volara sobre el territorio saudí y que recibiera a los ministros de comercio israelíes. Todo había sido demasiado rápido y excesivo para el anciano potentado árabe. “Quienquiera que le haya aconsejado pedirme esto desea destruir la relación entre Arabia Saudita y Estados Unidos”, dijo supuestamente el rey.
En Hard Choices, Clinton relató cómo utilizó su amistad con los líderes saudíes. Los grupos en favor de los derechos humanos estaban furiosos debido a que un hombre saudí de cincuenta años estaba a punto de casarse con una niña de ocho años, un acto al que la madre de la niña se oponía, pero que era legal en Riad. Los tribunales saudíes habían rechazado la petición de la madre de impedir el matrimonio. Clinton intervino silenciosamente por teléfono. “Arreglen esto por ustedes mismos y yo no diré una palabra”, dijo a las autoridades sauditas. Se nombró un nuevo juez, quien concedió a la niña un divorcio rápido.
Ella utilizó el mismo toque personal entre bastidores con el expresidente afgano Hamid Karzai, un aliado que se convirtió en enemigo, traicionó a Obama y estaba inmerso en la corrupción. “De todos los miembros principales del equipo de seguridad nacional, ella era la mejor preparada para bajar las ínfulas a Karzai”, declaró a Newsweek un antiguo portavoz de la Secretaría de Estado. “Él es muy proclive a decir disparates, y ella era la única que periódicamente le hacía poner los pies en la tierra. Ella decía: ‘Mire, señor presidente, entiendo que usted tiene todos estos distritos electorales en competencia. Tratemos de hallar una solución que funcione dentro del contexto de su política’”. Clinton, la mujer política, comprendía las necesidades de otros políticos.
Ella usó la misma combinación de paciencia, empatía y celebridad que había ganado a un potentado saudí envuelto en una túnica y al notoriamente difícil presidente afgano al enfrentar una de las mayores crisis en la historia interna del Departamento de Estado.
Justo antes del día de Acción de Gracias de 2010, los periódicos se preparaban para publicar extractos de documentos secretos publicados por WikiLeaks, entre ellos, miles de cables diplomáticos en los que remotos funcionarios de Estados Unidos habían entretenido a Washington con críticas francas contra los líderes mundiales. El presidente francés Nicolás Sarkozy fue descrito como un “emperador casi desnudo”; el ministro de Relaciones Exteriores de Turquía, Ahmet Davutoglu, estaba “perdido en las fantasías islamistas neootomanas”; el primer ministro australiano, Kevin Rudd, era “un fanático del control proclive a cometer errores”. Clinton había dicho públicamente que los donantes saudíes eran “la fuente más importante de financiación para los grupos terroristas suníes en todo el mundo” y se quejaba de que era “un constante desafío” lograr que los líderes saudíes abordaran el problema. El comentario era irónico, pues los saudíes se encontraban entre los mayores donantes (decenas de millones de dólares) de la Iniciativa Global Clinton (ahora denominada Fundación de la Familia Clinton) de su marido.
Actualmente, aunque Julian Assange, editor de WikiLeaks, todavía está refugiado en la embajada ecuatoriana en Londres, y Chelsea Manning, la soldado-delatora, está en la cárcel, WikiLeaks es básicamente una señal luminosa en los anales de la historia del Departamento de Estado. En ese momento fue una crisis tal que algunas personas especularon que Clinton tendría que renunciar como un acto de contrición nacional.
Pero en lugar de hacerlo, tomó el teléfono. Después de un largo fin de semana por el día de Acción de Gracias, el cual dedicó a hacer cientos de llamadas personales para disculparse, ya había hecho un control de daños privado cuando WikiLeaks soltó su bomba el lunes por la mañana. Las relaciones personales de Clinton y sus agotadoras muestras de contrición mantuvieron la confianza entre los líderes nacionales tras la primera gran fuga de información de la ciberépoca. El episodio también la colocó como una partidaria del gobierno endurecida en la batalla cuando las revelaciones de Edward Snowden sobre la Agencia de Seguridad Nacional revelaron el inmenso aparato estadounidense de ciberespionaje.
La gerente
Elliott Abrams, antiguo diplomático de Bush y Reagan y uno de los principales neoconservadores, piensa que Clinton tuvo un desempeño terrible en el movimiento de la Primavera Árabe y no dejó ningún legado que valiera la pena. Aun así, le da una alta calificación en el área de la gestión. “La moral en el Departamento de Estado era muy alta” bajo Clinton, dice. “Ella se rodeó de algunos de los jóvenes más capaces.”
Uno de sus primeros actos administrativos consistió en poner en marcha la Evaluación Cuadrienal de Diplomacia y Desarrollo (QDDR, por sus siglas en inglés), modelada de acuerdo con la Evaluación Cuadrienal de Defensa del Pentágono, y cuyo objetivo era modernizar la estructura del Departamento de Estado. La primera QDDR centró el Departamento en áreas emergentes como la resolución posconflicto y el mundo cibernético. Ella estableció una oficina para sociedades colectivas público privadas y de contacto con la comunidad, y promulgó un manual de reglas políticas éticas y legales para dichas sociedades.
En la colmena del Edificio, como los trabajadores del Departamento de Estado llaman al cuartel general de ocho pisos de Foggy Bottom, con sus 4975 habitaciones, Clinton era la abeja reina. Pero era también la abeja obrera más ocupada, instalada en su elegante oficina del séptimo piso con chimenea, alfombra oriental y cómodas sillas hogareñas, leyendo informes que nadie más había abierto y perpetuamente marcando elementos en su legendaria lista de verificación (un consejero piensa que ella era la única funcionaria de alto rango que realmente leía esos informes). Esa misma estudiosidad fue la que ganó sus aclamaciones en el Senado cuando muchos esperaban que no fuera más que alguien con apariencia, pero sin sustancia.
En el Departamento de Estado, Clinton volvió a reunir a una parte de su séquito ahora familiar. Era Hillarylandia recargada: su asistente personal, Huma Abedin, quien soportó el exhibicionismo barato de su marido, Anthony Weiner, en Twitter; el politiquero Philippe Reines; y Cheryl Mills, la vilmente protectora ex subasesora de la Casa Blanca, quien defendió a Bill Clinton durante su juicio. Pero también atrajo a nuevos cerebros, como Sullivan, quien recuerda que Clinton insistía en escuchar a personas que estuvieran fuera de la cadena de mando. Durante una reunión temprana sobre el problema de los extremistas musulmanes en Europa, Sullivan dice que la experta regional Farah Pandith, un remanente del régimen de George W. Bush, habló claramente sobre la forma en que el extremismo afectaba las comunidades. Clinton, que nunca antes se había reunido con Pandith, la nombró rápidamente como su primera representante especial del Departamento de Estado para las comunidades musulmanas.
“Esa es la clase de cosas que ocurrían [a menudo]”, dice Sullivan. “Ella decía… ‘Quiero escuchar a personas que hablen con franqueza y que no estén de acuerdo’”.
Realista e idealista
Clinton podía ser encantadora, pero también podía hacer cálculos fríos sobre la cantidad de sus recursos que debía gastar. “Nuestro desafío es tener una mirada clara sobre el mundo tal como es, sin perder de vista el mundo como queremos que sea”, escribió. “Prefiero ser considerada… una realista idealista. Porque yo, al igual que nuestro país, encarno ambas tendencias.”
Era más mecánica que mesiánica, y no albergaba ningún plan wilsoniano o al estilo de W. para hacer que el mundo fuera seguro para la democracia. Un país en el que aplicó su enfoque mesurado fue Hungría.
En 2010, los húngaros eligieron a Fidesz, un partido de derecha que de inmediato empezó a redactar una nueva Constitución, a limitar a los medios de comunicación y a restringir a los partidos de oposición y a la sociedad civil. La tendencia antidemocrática no era sólo una preocupación lejana, pues Hungría estaba a punto de asumir la presidencia de la Unión Europea en 2011. Y resultaba alarmante porque el país era uno de los miembros de la OTAN que habían estado en una ruta democrática y que ahora parecía estar navegando hacia la órbita de Moscú.
Clinton viajó a Hungría en junio de 2011, con la intención de hablar de las preocupaciones de Estados Unidos. Como era su costumbre, pidió a la embajada que reuniera a miembros de grupos de la sociedad civil para una reunión. La embajadora Eleni Kounalakis y su personal se prepararon para llevar a periodistas, abogados y activistas de derechos humanos de Hungría, quienes hablaron sobre la forma en que habían sido eliminados sistemáticamente de la toma de decisiones en su país. “La secretaria Clinton escuchó atentamente”, recuerda Kounalakis. “Luego, le preguntó al grupo qué haría al respecto.”
Los húngaros con mentalidad democrática estaban pasmados. El rostro comprensivo y que asentía con la cabeza de la superpotencia había elevado sus esperanzas de que los estadounidenses pudieran asumir una función robusta para apoyar su causa (el hecho de que el gobierno de Eisenhower no hubiera apoyado el alzamiento húngaro anticomunista en 1956 sigue siendo recordado en Budapest). Ahora, Clinton les decía que todavía estaban por su cuenta. Kounalakis dice que fue un mensaje “aleccionador y poderoso”, cuya intención era estimular a los húngaros para defenderse.
Más tarde ese año, el Parlamento húngaro aprobó, con un voto de dos tercios, medidas antidemocráticas sin recibir retroalimentación de grupos de la sociedad civil ni de los partidos de oposición. Clinton volvió a entrar en acción, con una carta al presidente húngaro Viktor Orban en el que detallaba las preocupaciones de Estados Unidos. La carta fue filtrada, y “los titulares bramaron con las preocupaciones específicas que Hillary Clinton y Estados Unidos expresaban sobre la democracia húngara”, escribió Kounalakis en unas memorias sobre sus años en Hungría. La táctica funcionó, y los líderes europeos y funcionarios de la Unión Europea que habían hecho caso omiso de la situación empezaron a expresar su opinión sobre las leyes húngaras.
Semanas después, los líderes de Hungría anunciaron que habían “actuado demasiado rápido” y que necesitaban “hacer rectificaciones” a las opresivas leyes.
Esa pequeña victoria para Clinton fue efímera. Un nuevo presidente húngaro llegó al poder y pronto implementó muchas de las leyes ofensivas: redujo los derechos de la mujer, condenó la homosexualidad y puso el Banco Central bajo la autoridad política. Actualmente, el antisemitismo va en aumento, y el diario The Guardian habló en nombre de muchas personas cuando anunció: “Hungría ya no es una democracia”.
Los modestos esfuerzos de Clinton en Hungría sólo retrasaron lo inevitable. “Bajo las restricciones diplomáticas comunes, ella hizo todo lo que pudo, y lo hizo muy eficazmente”, señala Kounalakis. “Estoy convencida de que su liderazgo y su compromiso provocaron un cambio positivo en ese país. Sin embargo, pensando de manera realista, existe un límite a la participación de Estados Unidos en los asuntos internos de un aliado de la OTAN.”
Clinton usó el poder suave y su influencia personal para ayudar a echar atrás un régimen autoritario. No funcionó, pero parece improbable que cualquier secretario de Estado hubiera tenido mejor suerte. Estados Unidos no estaba más dispuesto a usar la fuerza que lo que estuvo Eisenhower hace casi sesenta años, y no hubo ningún apoyo de sus aliados para establecer sanciones. Este episodio ilustra los límites del poder estadounidense en el siglo XXI, y muestra a Clinton haciendo lo mejor que podía, contando con recursos muy limitados.
La beligerante
El año pasado, Mother Jones publicó una columna titulada “¿Quién lo dijo?”, en la que desafiaba a sus lectores a averiguar cuáles declaraciones belicosas habían sido pronunciadas por Hillary Clinton y cuáles por el senador republicano John McCain. Los progresistas sospechan que Clinton tiene sangre neoconservadora en sus venas debido a su voto para autorizar el uso de la fuerza en Irak. Es probable que tengan razón. No comparte la consternación de McCain por el retiro de los soldados estadounidenses en Irak bajo la supervisión de Clinton, pero como secretaria, pocas veces fue una pacifista.
Esto resultó evidente en el caso de Libia, mucho antes del ataque a Benghazi en 2012. La crisis de Libia pasó del descontento hasta convertirse en una guerra civil en marzo de 2011. La Primavera Árabe había llegado a Libia, y su líder, Muammar Qaddafi, había jurado exterminar a sus adversarios. Con la amenaza de un desastre humanitario, la opinión en Occidente se inclinaba hacia la intervención.
Cuando Clinton llegó a París, el 14 de marzo, para una reunión del G-8, incluso los miembros de la Liga Árabe pedían una acción “robusta” en Libia, y Sarkozy casi blandía una espada. Clinton se puso del lado de otros dos consejeros de Seguridad Nacional de Obama, Samantha Power y Susan Rice, al apoyar la intervención militar por razones humanitarias. Los expertos empezaron a llamarlas “Las tres valquirias”, pero en París no mostró ninguna prisa para enviar bombas sobre Trípoli, reflejando el estado de ánimo en la sala de crisis de Obama. “Me mostré comprensiva, pero no convencida”, escribió después.
Entonces, la Liga Árabe votó para solicitar una zona de exclusión aérea sobre Libia. Mientras los aterrorizados civiles libios esperaban que Qaddafi empezara su masacre, Sarkozy envió aviones militares franceses a Libia sin consultarlo con los británicos ni con los estadounidenses. Después de eso, Clinton escribió: “No había tiempo para dudar”. Unas horas después, buques de guerra de la marina estadounidense dispararon más de cien misiles crucero contra las defensas aéreas y las tropas terrestres libias.
Los críticos achacaron la renuencia de Estados Unidos a bombardear a una estrategia, o a la falta de ella, que llegó a conocerse como “dirigir desde atrás”. Clinton lo niega: “Se requirió una gran cantidad de liderazgo, desde el frente, desde los lados y desde cualquier otra dirección, para autorizar y cumplir la misión y evitar lo que podría haber sido la pérdida de decenas de miles de vidas”.
De acuerdo, pero su disposición a usar fuerza en Libia, y su entusiasmo posterior para armar a los rebeldes sirios, la convierten en cómplice en la reacción estadounidense, confusa en el mejor de los casos, y fallida en el peor de ellos, frente a los alzamientos árabes. Los ataques en Libia dejaron a ese país en el caos y abierto a la colonización por parte de islamistas del norte de África y produjeron la crisis actual de refugiados en el Mediterráneo. Es posible que Clinton no sea otro McCain, pero es una belicista liberal, convencida de que las bombas pueden ser humanitarias. Y aunque los ataques aéreos de la OTAN pueden haber dado fin a la opresión serbia durante la presidencia de su marido, en este siglo las buenas intenciones no han sido recompensadas con frecuencia. Al igual que George W. Bush, ella promovió la acción militar de Estados Unidos que sumió en la anarquía a un país árabe represivo.
La mitad de la población
En 1995, Clinton se convirtió en la primera representante de una superpotencia en equiparar los derechos de la mujer con los derechos humanos, un momento muy influyente que la convirtió en la heroína de las mujeres de todo el mundo. Ello señaló al mundo que si alguien golpea a su esposa o le niega la educación a su hija, eso dejaba de ser un asunto privado.
Una de sus primeras leyes en el Departamento de Estado fue nombrar a su jefa del Estado Mayor de la Casa Blanca, Melanne Verveer, como embajadora itinerante para asuntos de las mujeres. “Mi función… no consistía en supervisar ‘proyectos especiales’”, señala Verveer, que ha estado con Clinton desde 1997, “sino desempeñar una función de integración, de manera que los temas [de las mujeres] estuvieran integrados en todo el Departamento de Estado”.
Verveer dice a Newsweek que su logro principal fue recopilar y difundir datos a otras naciones sobre cómo la participación de las mujeres influye favorablemente en las economías: “Los datos muestran que la participación de las mujeres genera empleos e influye en la seguridad. No hay ningún país que no desee desarrollar su economía”. Las iniciativas de otras mujeres prominentes incluían un proyecto público privado (en alianza con la Iniciativa Global Clinton) para entregar estufas a mujeres en áreas necesitadas. En el aspecto político, Clinton convenció a Obama de firmar un plan de acción nacional que hizo que Estados Unidos apoyara una antigua resolución de la Organización de las Naciones Unidas para lograr la participación de más mujeres en la resolución de conflictos, en la paz y en la seguridad.
Al enviar a Verveer alrededor del mundo para hablar de las mujeres, Clinton pudo ser feminista sin pontificar. Por ejemplo, pocas veces habló públicamente sobre el maltrato atroz de las mujeres en los países aliados de Estados Unidos en el Golfo. Para los observadores de derechos humanos, esa reticencia fue una señal de fracaso, pero sus colegas dicen que sus instintos feministas son inatacables. “Todos conocemos a mujeres exitosas que no abordarían un problema femenino debido a que ello disminuiría su capacidad de jugar en las ligas mayores”, dice Verveer. “Bueno, Hillary comprende que no es posible cancelar de un plumazo a la mitad de la población del mundo.”
Anticoagulantes
Al volver a casa después de largos días de luchar contra el caos apocalíptico en el mundo, Clinton no recurrió a su marido, sino a su anciana madre para que le ayudara a relajarse. La muerte de Dorothy Rodham en noviembre de 2011 dejó a Clinton sola, y al final, su ritmo de vida tuvo consecuencias físicas.
“El agotamiento siempre está ahí”, dice Verveer. “Estos son empleos mortales, empleos muy difíciles, especialmente si uno los ejerce de forma intensiva.” Clinton asumió su cargo como secretaria de Estado rezumando energía, y salió gateando cuatro años después, directo al hospital. Cayó y se golpeó la cabeza durante un episodio de mareo en lo que, según se informa, fue una batalla contra un virus estomacal a finales de 2012. El accidente la dejó con un peligroso coágulo detrás del oído derecho, por lo que requirió observación hospitalaria y un régimen de anticoagulantes.
Ya no tiene que meterse con Putin o Karzai. Ahora enfrenta a furiosos comités de investigación. Pero ha estado allí antes. Los comités han llegado y se han ido, desde Whitewater hasta las acusaciones judiciales, y ella todavía está por aquí, y ahora busca suceder a Obama en la Casa Blanca.
Independientemente de lo que ocurra con su campaña presidencial, los años en la Secretaría de Estado parecen haberla liberado de la postura defensiva que mantuvo durante sus años de primera dama. Verveer dice que Clinton ha evolucionado hasta convertirse en una persona más feliz. “Cuando nos conocimos, ella ocupaba un puesto únicamente en virtud de su matrimonio. Cuántas veces escuchamos que la gente decía, ‘¿quién la eligió a ella?’”
Las temporadas como primera dama en Arkansas y en la Casa Blanca no son una buena plataforma de lanzamiento para ningún político moderno, pero Clinton capturó un escaño en el Senado de Estados Unidos en 2000 con mucho más que su apellido. Apoyada únicamente por su currículo, es posible que Hillary Clinton esté más calificada para dirigir la Casa Blanca que su marido cuando fue electo presidente en 1992. En relación con su capacitación laboral, catorce años como gobernador de Arkansas no igualan ocho años en la Casa Blanca (de acuerdo, como cónyuge), seis en el Senado y cuatro viajando por el mundo como secretaria de Estado durante una de las épocas más caóticas de que se tenga memoria.
A comienzos de la historia estadounidense, el cargo de secretario de Estado era un peldaño hacia la presidencia. Jefferson era uno de los seis hombres que podían usarlo de esa manera, pero han pasado ciento sesenta años desde que el principal diplomático de la nación fue elegido presidente. En nuestro quisquilloso e hiperconectado planeta, donde lo que sucede en Pakistán resuena en Nueva York, una temporada en la Secretaría de Estado debería ayudar a crear un buen currículo para la presidencia, pero como declaró recientemente a Foreign Policy Tommy Vietor, ex portavoz del Consejo de Seguridad Nacional, “no creo que ni un solo votante tome su decisión con base en su política hacia Birmania. Tendrá suerte si saben dónde carajo está ese país”.
El historiador Douglas Brinkley lo expresó más cortésmente: “Tiene que jugar a lo grande en Des Moines, no en París”.
El periodo de Clinton como secretaria de Estado probó que la “oyente” profesional también puede hacer que los hombres escuchen. Obama reafirmó esta idea cuando declaró en 60 Minutes que “una cosa por la que siempre estaré agradecido” es la forma de Clinton de lidiar con los grandes egos. “Teníamos a [el secretario de Defensa] Bob Gates y a [el director de la CIA] Leon Panetta y a muchas personalidades fuertes alrededor de la mesa”, dijo, señalando que ella había “establecido un estándar en relación con el profesionalismo y el trabajo en equipo”. Gates, que trabajó en ambos gobiernos de Bush, se mostró aún más efusivo en su elogio: “La considero lista, idealista pero pragmática, tenaz e inflexible, infatigable, graciosa, una colega muy valiosa, y una excelente representante de Estados Unidos en todo el mundo”.
Más allá del Beltway, la temporada de Clinton como la principal diplomática de Estados Unidos le hizo ganar otros tipos de fieles admiradores. Eric Schmidt, presidente ejecutivo de Google que apoya su campaña, ha dicho que Clinton es “la secretaria de Estado más importante desde Dean Acheson”.
Sullivan, el asistente de Clinton, que admite que es un admirador (también podría convertirse en el asesor de Seguridad Nacional más joven de la historia si ella es electa), dice que su relación con los hombres del gabinete de Obama es “una marca de marea alta” de su periodo como secretaria de Estado. “Las personas se inclinaban hacia adelante cuando ella hablaba”, dice. Para una mujer que trabaja en salas llenas de hombres, quizá no exista un mayor elogio.