Era el verano de 1863 y Abraham Lincoln necesitaba soldados. El congreso acababa de aprobar la Ley de Reclutamiento que exigía que todos los varones de entre 20 y 45 años de edad se enrolaran en el ejército. Desde mayo, Ulysses S. Grant había mantenido un costoso bloqueo en Vicksburg, Misisipi; para junio, 80,000 soldados de la Unión habían rodeado esa ciudad. A fines de abril, “Joe el Luchador” Hooker había cruzado el río Rappahannock, tratando de atrapar a E. Robert. Lee en un movimiento de tenaza. La maniobra falló, y la Unión perdió a 17,000 hombres. Sólo dos meses después, Lee sufría su peor derrota, en Gettysburg. Aunque resultó vencedora, la Unión perdió a 23,000 hombres.
El reclutamiento comenzó en Nueva York aproximadamente dos semanas después de Gettysburg. El primer día, todo salió bien. El segundo fue un desastre. Los trabajadores irlandeses de los muelles no deseaban trabajar junto a personas de raza negra y estaban aún menos interesados en pelear en lo que algunos llamaban “la guerra de los negros.” Su cólera estalló primero en las oficinas de reclutamiento cerca de lo que actualmente son las oficinas centrales de Naciones Unidas, en el Lado Este de Manhattan. “Los hombres parecen estar alterados más allá de toda expresión”, informó The New York Times. La muchedumbre “bailaba con un perverso deleite” mientras incendiaba edificios y atacaba a personas de raza negra, matando a docenas de ellas.
Los alborotadores se apostaron en una casa de cuatro niveles ubicada en el número 339 de la Calle 29 Oeste, en lo que hoy es el vecindario de Chelsea. Aquí se ubicaba la garbosa residencia de los abolicionistas cuáqueros James Sloan Gibbons y Abigail Hopper Gibbons. Era, de acuerdo con su amigo Joseph H. Choate, “un lugar frecuentado por abolicionistas y personas extremistas anti-esclavitud de todas partes de la región.” La casa era una parada conocida del Ferrocarril Subterráneo, una red de rutas y casas de seguridad que hacía pasar a esclavos fugitivos al otro lado de la línea Mason-Dixon.
Choate había ido a ver si había “problemas en los barrios negros”, sólo para toparse con el caos frente a la casa de Gibbons. Un residente de la manzana, informó después, ya había sido “asesinado por quejarse ante la multitud.” Choate volvió a entrar pero sólo encontró alborotadores saqueando la casa. Ningún miembro del clan Hopper-Gibbons estaba ahí, pero dos puertas más abajo, en la residencia de Samuel y Rachel Brown, se ocultaban Julia y Lucy, hijas de Gibbons. Ellas “se lanzaron a mis brazos”, escribió Choate, “casi desmayándose”. Era demasiado peligroso llevar a las chicas a la calle, así que Choate fue hacia arriba, “sobre una docena de techos contiguos”, donde tenía un carruaje esperándolo. Él y las chicas lograron llegar, sin sufrir ningún daño, a su casa ubicada en la Calle 21.
Hoy, la casa de Hopper-Gibbons está cubierta con una fúnebre malla de construcción. Fue adquirida en 2004 por el desarrollador Tony Mamounas; al año siguiente, éste obtuvo un permiso para construir un penthouse en la parte alta de la estructura de cuatro niveles. Primero, la ciudad le ordenó detener la construcción en 2009; ese mismo año, la Comisión para la Preservación de Monumentos creó el Distrito Histórico de Lamartine, que incluía la casa de Hopper-Gibbons, lo que dificultaba cualquier alteración a la construcción. Mamounas apeló, y a partir de ahí se desarrolló una serie de mociones judiciales y recriminaciones. Por último, la División de Apelación de la Suprema Corte Pública falló en contra de Mamounas en febrero pasado. Si el fallo se mantiene, su penthouse tendrá que ser demolido.
Lo que quedará, en tal caso, será sólo otro lindo edificio para las personas que pueden comprar cosas lindas. Mamounas difícilmente es el villano; pudo haber mostrado un poco más de tacto al tratar con los conservacionistas locales, pero también pudo haber sido más contundente.
Nueva York no es una ciudad, pudo haber señalado, que sucumbe fácilmente ante la historia. O ante la culpabilidad. En efecto, Joseph Choate había oído hablar de un negro linchado en la esquina de la Avenida 6 y la Calle 32. Actualmente, allí se encuentra el Centro Comercial de Manhattan. ¿Se trata de olvido o de progreso?
Por lo menos, existe un letrero. Cuelga de una farola de la Calle 29 y explica la historia de la manzana, alguna vez conocida como Lamartine Place. Hasta donde sé, es el único reconocimiento de los Disturbios del Reclutamiento que se encuentra en cualquier sitio histórico de Nueva York. Entonces, si la ciudad no tiene que hacer más esfuerzo que simplemente imprimir un letrero sobre una hoja de metal del tamaño de una bandeja de cafetería, ¿por qué Tony Mamounas debería sacrificar su penthouse?
La lucha por la casa de Hopper-Gibbons es un buen ejemplo de una actitud más amplia con respecto a la esclavitud y la abolición. Kenneth T. Jackson, catedrático de la Universidad de Columbia ampliamente reconocido como el historiador más importante de Nueva York, señala que, mientras las ciudades del sur como Charleston apoyaban rotundamente la esclavitud y las de Nueva Inglaterra como Boston se oponían totalmente a ella, Nueva York era probablemente el lugar más ideológicamente conflictuado de la nación. Jackson sospecha que la complicidad de Nueva York en el tráfico de esclavos sigue siendo un “tema desagradable” hasta el día de hoy, y no es el tipo de conversación que podemos sostener con un barista de Starbucks.
Sin embargo, aun cuando su influencia sobre nosotros expira, la historia se las arregla para entremeterse como el fantasma ofendido del padre de Hamlet. Prithi Kanakamedala organizó el año pasado la muestra In Pursuit of Freedom (Persiguiendo la libertad) en la Sociedad Histórica de Brooklyn e imparte clases en el Instituto de Enseñanza Superior del Bronx, donde 90 por ciento de los estudiantes son negros o hispánicos. Kanakamedala afirma que sus alumnos siempre se animan cuando aprenden sobre la Ley de Esclavos Fugitivos de 1850, que dio una gran ventaja a los estados del Sur para la aprehensión y el retorno de esclavos fugitivos. La ley, le dicen sus alumnos a Kanakamedala, “parece idéntica a la ley de ‘stop-and-frisk’”, la cual consiste en detener e interrogar a los peatones, además de registrarlos en busca de armas.
Quemados vivos o ahorcados
Una fría tarde de febrero, salí de las oficinas de Newsweek en el bajo Manhattan y caminé hacia el norte, hacia Broadway, la torcida espina dorsal de la isla. Mi objetivo era ver tanto como fuera posible del oscuro legado de la ciudad en relación con la esclavitud y la abolición. Había existido un mercado de esclavos en Wall Street, diarios abolicionistas donde actualmente está Tribeca, pueblos para negros libres en Brooklyn. Una parte de Greenwich Village fue conocida alguna vez como “La tierra de los negros.” ¿Qué es lo que aún queda de todo esto, en una turgente metrópoli de siglo XXI, repleta de vidrio y acero?
En su reciente libro titulado Gateway to Freedom (Puerta a la libertad), Eric Foner, historiador de la Universidad de Columbia y ganador del premio Pulitzer, presenta dos argumentos muy persuasivos. En primer lugar, afirma que incluso después de que la esclavitud fue abolida en el Estado de Nueva York en 1827, “La peculiar institución sureña siguió siendo fundamental para la prosperidad económica de la ciudad.” Sin embargo, a pesar de sus impulsos a favor del Sur, la ciudad también se convirtió en “una importante estación de paso… a través de la cual los esclavos fugitivos se abrían paso hacia la parte alta del Sur a través de Filadelfia y hacia el norte de Nueva York, Nueva Inglaterra y Canadá.”
El libro de Foner, a la vez erudito y apasionante, incluye un mapa de sitios relacionados con la empresa abolicionista: 18 sitios en Manhattan y cinco en Brooklyn. Escogí los que, en mi opinión, eran los lugares más relevantes señalados por Foner, al tiempo que añadí un par de mi propia cosecha. Mi primera parada fue el Cementerio Africano, al norte del Ayuntamiento. Está al otro lado de la calle de donde se encuentra el Tribunal de Comercio Internacional de Estados Unidos; el nombre alude con triste ironía a los bergantines atestados de africanos encadenados. Los primeros esclavos (11 varones) fueron llevados a la colonia holandesa de Nieuw Amsterdam en 1626; dos años después, llegaron tres mujeres esclavas. Todos ellos eran propiedad de la West India Company, que les concedió el derecho a obtener un sueldo, casarse y ser dueños de alguna propiedad.
Los británicos asumieron el control de Nueva York en 1664 y rápidamente demostraron ser amos más fanáticos (y crueles). Pocas veces pensamos en Nueva York como una ciudad esclavista, pero tenía más esclavos que cualquier otra ciudad excepto Charleston. Foner escribe que “En la víspera de la Guerra de Independencia… Unos 20,000 esclavos vivían en un área de 50 millas de la isla de Manhattan, la mayor concentración de trabajadores esclavos al norte de la línea Mason-Dixon.” Brooklyn era aún peor que Manhattan: en 1771, un tercio de su población era esclava. Noventa años antes de que Nat Turner pasara por el Condado de Southampton, Virginia, en una furiosa lucha por la libertad, la “Conspiración Negra” de 1741 supuestamente tenía como objetivo la destrucción violenta de Nueva York. En la aterrorizada “investigación” que se realizó después, unos 30 negros fueron quemados vivos o colgados. Cuatro cómplices blancos también fueron ejecutados.
La muerte, para los africanos esclavizados de Nueva York, sólo perpetuaba las injusticias de la vida. En 1697, los amos británicos prohibieron el entierro de negros en el cementerio de la Iglesia de la Trinidad. Los entierros africanos se realizaban fuera de los límites del asentamiento, en lo que llegaría a conocerse como “Cementerio de Negros.” Cuando se cerró el cementerio en 1794, fue cubierto, y la ciudad creció encima de él. A finales del siglo XX, el sitio era una playa de estacionamiento. En 1990, la ciudad vendió el terreno a la Administración General de Servicios (GSA, por sus siglas en inglés), que empezó a construir el Edificio Federal Ted Weiss. Durante las excavaciones, se encontraron 419 cuerpos a una profundidad de 24 pies. Cuando la historia del sitio salió a la luz, los activistas pidieron encarecidamente a la GSA que lo conservara.
El Cementerio Africano es actualmente un monumento nacional que mide un tercio de un acre; los restos de los esclavos fueron enterrados nuevamente en el sitio en 2003. En 2010, se inauguró un sitio para visitantes: la puntiaguda proa de una embarcación, construida en lúgubre piedra negra, se alza sobre el suelo. El edificio Weiss se cierne por encima del antiguo cementerio como un hermano molesto, mucho más joven pero mucho más grande. Al reseñar la inauguración, un crítico de The New York Times señaló que el monumento “hace que el pasado parezca una extirpación, la resurrección de un tiempo y un lugar extraños, un recordatorio de lo que yace en las profundidades del suelo.”
Las eternas humillaciones
Quienes desean mantener las pruebas físicas de la historia siempre libran una batalla perdida de antemano. Contra ellos actúan el dinero y el tiempo, la avaricia y la apatía, por no mencionar las eternas humillaciones de la gravedad y el óxido. Sólo una de estas fuerzas suele bastar para condenar a un edificio por el que sólo los sentimentales y los historiadores sienten algún cariño.
Aun así, quedan algunos vestigios. En el número 36 de la calle Lispenard, en Tribeca, se alza la antigua casa de David Ruggles, un abolicionista descrito por Foner en su libro Gateway to Freedom como “el líder de una red relacionada con activistas anti-esclavitud en Baltimore, Filadelfia, Nueva Inglaterra y el norte de Nueva York.” Siendo uno de los primeros periodistas negros de Estados Unidos (publicó una revista llamada Mirror of Liberty, Espejo de Libertad), Ruggles “recorría los muelles en busca de esclavos fugitivos.” Actualmente, existe una placa fijada en el costado del edificio donde vivió y, en 1838, recibió a Frederick Douglass, que en ese entonces era un esclavo fugitivo.
El piso inferior del edificio es una cafetería de La Colombe Torrefaction, con sus elegantes clientes charlando animadamente en el glorioso fulgor de una tarde de invierno. Un barista confirmó para el excelente sitio de exploración urbana Untapped Cities que el sótano del edificio era “original.” Cuando solicité verlo, un director me condujo a través la cocina del café hacia el sótano. Tres arcos de piedra parecen haber formado parte de la estructura original. Detrás de uno de ellos, había una pequeña gruta llena de equipo eléctrico. Es posible que alguna vez, los esclavos se hayan ocultado allí.
Escaleras arriba, los amantes del café se mostraban muy atareados con sus iPads y Moleskines. Una barista me dijo que le había sorprendido mucho conocer la historia del edificio, una revelación que consideró “épica.” Durante días, fantaseé con ser su profesor de historia.
En el número 2 de la Calle White se encontraba la casa del abolicionista Theodore S. Wright, un hombre negro nacido libre y educado en el Seminario Teológico de Princeton. Advirtió sobre las personas que condenaban la esclavitud pero que no hacían nada para mejorar las condiciones de los afroestadounidenses en general. “Es fácil cuestionar la vileza de la esclavitud en el sur”, dijo en un discurso pronunciado en 1837, “Pero llamar hermano al hombre de piel oscura… tratar al hombre de color como hombre y como hermano en cualquier circunstancia, esa es la verdadera prueba.”
El edificio, una construcción de ladrillos y madera justo al sur del incesante alboroto de la Calle Canal y que alguna vez perteneció a Wright, ahora pertenece a J. Crew. Aunque el interior sigue siendo agradable, la sensación de invasión cuelga en el aire como el aroma de la colonia de Justin Bieber. Un sitio web de J. Crew señala que el edificio es una “casa urbana de 1825” y que “el bar de madera original permanece intacto”. No hay ninguna mención del trabajo de Wright. Actualmente, un traje en J. Crew podría costar 400 dólares; en 1850, ése era el precio de un esclavo.
Salí de Tribeca y me dirigí hacia Greenwich Village, donde alguna vez hubo un asentamiento llamado La Pequeña África, un refugio para personas de raza negra, el cual tenía un valor estratégico para los blancos. “Los holandeses decidieron acomodar en estas tierras a las familias de antiguos esclavos para proteger a la ciudad de las incursiones realizadas por los estadounidenses nativos”, señala el historiador Andrew S. Dolkart. “Los africanos eran una especie de amortiguador y serían los primeros colonos en ser atacados durante una incursión.” Pero el asentamiento negro sobrevivió, convirtiéndose en el mayor de su tipo para mediados del siglo XIX.
Y ahora ha desaparecido, reemplazado por bares frecuentados por estudiantes de la Universidad de Nueva York, y por restaurantes italianos “auténticos” que atienden a turistas de Palookaville. La Calle Minetta, cuya simpática curva es un agujero de gusano de serenidad, fue conocida alguna vez como la Calzada de los Negros. Actualmente, es un atajo hacia la Calle Macdougal, por la que vagó alguna vez Bob Dylan. Es aquí donde, en otra cafetería, escribió la canción, “La respuesta está en el viento”, en la que pregunta: “¿Cuántos años pueden vivir algunas personas/Antes de que se les permita ser libres?” Resulta que pueden ser siglos.
Después de una visita a la casa de Hopper-Gibbons en la Calle 29, me dirigí hacia el corazón del centro de la ciudad. La plaza Horace Greeley es donde Broadway se une con la Avenida Seis, cerca de donde Macy’s se declara a sí misma la tienda más grande del mundo y donde siempre ha prevalecido un caos malévolo. Greeley editó el New-York Tribune, al que Foner califica como “El periódico anti-esclavitud más importante de la nación”, y cuyas oficinas fueron blanco de la muchedumbre de los Disturbios del Reclutamiento. Una estatua de Greeley preside ahora el estruendo, pero parece menos el amo de la manzana que una figura de Rip van Winkle emergiendo, perpleja, en la modernidad. Sin embargo, no tendría ninguna dificultad para reconocer nuestros conflictos. Recientemente Macy’s pagó 650,000 dólares para resolver una demanda de discriminación a compradores negros.
Secuestradores y cazadores de esclavos
James P. Hurley recorría Bedford-Stuyvesant a pie cuando alguien le lanzó una botella a la cabeza. Hurley, que era blanco, quería destacar la rica historia y el esplendor arquitectónico del vecindario de Brooklyn. En 1964, había habido disturbios en el sitio debido a que un policía blanco le disparó a un adolescente negro, y el vecindario, que alguna vez fue un bastión de la nobleza negra, iniciaba su larga decadencia hacia las guerras de pandillas, las drogas, la falta de empleos y las escuelas de mala calidad.
Después de ese botellazo, Hurley dejó de recorrer Bedford-Stuyvesant y, en lugar de ello, empezó a impartir un seminario sobre la historia de Bedford-Stuyvesant. En 1968, fue abordado por Joseph H. Haynes, quien había crecido en Bedford-Stuyvesant y trabajaba como ingeniero en el subterráneo. Haynes quería mostrarle a Hurley el vecindario perdido de Weeksville.
Hurley había buscado Weeksville durante algún tiempo, después de descubrir una referencia a esta comunidad de negros propietarios de tierras en una historia de Brooklyn publicada en el siglo XIX. La comunidad fue fundada en 1838 por el antiguo esclavo James Weeks y otros afroestadounidenses que compraron parcelas rurales de tierras y luego las vendieron a sus hermanos de raza. Foner señala que el vecindario, lejos de Manhattan y del centro de Brooklyn, “ofrecía un mínimo de seguridad ante los secuestradores y cazadores de esclavos.” Como narra la historiadora Judith Wellman en Brooklyn’s Promised Land (La tierra prometida de Brooklyn), el pequeño pueblo crecería hasta convertirse en la segunda comunidad más grande de negros libres en Estados Unidos antes de la guerra (la más grande se encontraba en Carthagena, Ohio).
Hurley no había podido averiguar mucho sobre Weeksville. El vecindario parecía haberse perdido, convirtiéndose en una víctima más de la despiadada regeneración de Nueva York. Sin embargo, en las sombras del bloque de viviendas públicas de Kingsborough Houses yacía un ruinoso grupo de casas. Ahí había estado Weeksville. “Lo que encontramos podría parecer poco”, declaró Hurley a The New York Times, que informó que las excavaciones arqueológicas eran realizadas por “docenas de Boy Scouts, comerciantes locales, padres y escolares.” Este equipo variopinto no sólo se las arregló para salvar las cuatro casas de la demolición, sino también para inscribirlas en el Registro Nacional de Lugares Históricos Estados Unidos.
De forma muy parecida al Cementerio Africano, Weeksville parece fuera de lugar, entrometiéndose en el interminable rompecabezas de complejos de viviendas que domina el área. Muchos de los residentes de la zona adyacente de Kingsborough Houses fueron retirados hace apenas tres o cuatro generaciones de las plantaciones de té de Carolina del Sur y de las huertas de nueces de Georgia. El hecho de que estos descendientes de esclavos merezcan ser compensados o no por las atrocidades infligidas a sus antepasados es una de las grandes cuestiones sin resolver de la sociedad estadounidense.
A fines de 2013 fue inaugurado el Centro Weeksville Heritage. Es un edificio elegante y moderno en un vecindario donde la mayoría de las cosas son viejas y están descompuestas. Pero no carece de problemas: ha tenido dificultades para recaudar dinero y atraer a los visitantes. La nueva directora, Tia Powell Harris, dice que aunque el centro atrae a turistas de Suecia y China, ha tenido dificultades para lograr que los afroestadounidenses locales atraviesen sus puertas. No lo perciben como propio, dice.
Esto es especialmente lamentable porque Weeksville es una lección de autoempoderamiento, una desviación del relato acostumbrado de condición de víctima de la esclavitud. Kanakamedala, el catedrático del Instituto de Enseñanza Superior del Bronx, señala que lugares como Weeksville nos recuerdan que la historia de los afroestadounidenses en el siglo XIX no sólo tiene que ver con la esclavitud. Al no estar dispuestos a subsistir simplemente con base en “ideas elevadas de libertad”, afirma Kanakamedala, los negros de Weeksville buscaron obtener la propiedad de sus casas y el derecho al voto como un medio de progreso personal que, al mismo tiempo, mejoró poco a poco la postura social de la raza. Es posible que su lucha haya sido cotidiana, pero eso no hace que resulte insignificante.
Pero mientras Weeksville anhela ser el centro de atención cultural, por lo menos no enfrenta el olvido. No puede decirse lo mismo del Sitio Abolicionista, donde unas cuantas casas del siglo XIX, tristes y desperdigadas, podrían ser uno de los enlaces más incisivos de la ciudad con el movimiento abolicionista. Está justo a la salida del Centro Comercial de Fulton, la última zona comercial de Brownstone Brooklyn (es decir, el Brooklyn blanco) que atiende a los negros. Pero el aburguesamiento se cierne sobre ella: el Sitio Abolicionista ya aloja a dos torres hoteleras, y una tercera está siendo construida. Este trío es tan horroroso que provocaría pesadillas a Houston. A la sombra de estas impúdicas abominaciones se encuentran dos modestos edificios: el número 233 de la calle Duffield, una construcción de tres niveles de tablillas de madera de color caramelo, y el número 227 de la calle Duffield, cuyos tres niveles son una confusión de estilos y colores. Una ventana atraviesa casi de lado a lado la planta baja del número 227, y hay carteles desteñidos que miran hacia la calle. La construcción fue alguna vez un salón de belleza. Ahora es un museo de la clase más rudimentaria (no se cobra por entrar, pero tampoco hay nadie que entre en realidad).
Los carteles cuentan una historia increíble que los antiguos propietarios de ambas casas trataron, sin éxito, de hacer que la ciudad la reconociera: que las casas de Duffield son las últimas pruebas de un sistema de túneles y cavernas en las que se escondían esclavos fugitivos. Los propietarios de los dos edificios creyeron que los túneles podrían haber conducido de la calle Duffield a la cercana Iglesia Metodista Episcopal Wesleyana Africana de la calle Bridge. Sí, se trata de una idea estrafalaria. Pero el pasado a menudo parece ridículo, y toda la historia, ya sea que esté dirigida por profesionales o aficionados, es un acto de imaginación. Pero a la ciudad de Nueva York del alcalde Michael Bloomberg no le temblaban las rodillas debido a fantasías históricas. La ciudad contrató a AKRF, una firma arqueológica, para investigar; no encontró, de acuerdo con un informe de The New York Times, “ninguna prueba concluyente” de que las casas hubieran sido parte del Ferrocarril Subterráneo.
Joy Chatel, propietaria de la casa marcada con el número 227 de la calle Duffield, falleció en 2014, y el destino de su edificio es poco claro. El otro edificio ha sido vendido y pronto será demolido. “Estábamos rodeados por todos estos hoteles”, explica el antiguo propietario Lewis Greenstein. “Así que tuvimos que irnos.”
Foner me dijo que mientras viajaba por todo Estados Unidos, dictando conferencias sobre su libro Gateway to Freedom, al público siempre le sorprendía enterarse de que “Nueva York tuviera una relación muy estrecha con el Sur”, que los sureños vacacionan en Nueva York con sus esclavos, que antes de que Brooks Brothers se convirtiera en un símbolo del decoro aristocrático, suministraba ropa para esclavos. Los neoyorquinos también han dudado en aprender acerca del pasado de su ciudad. “Somos tolerantes y multiculturales”, afirma Foner, un neoyorkino de toda la vida. “La Estatua de la Libertad es la imagen que tenemos de nosotros mismos.” También señala que resulta extraño que tengamos un museo nacional que recuerde el Holocausto, pero que no tengamos ninguno que rememore la esclavitud.
Dejé la desgastada Calle Duffield y caminé en dirección noroeste, hacia las garbosas Brooklyn Heights. Allí, en el número 86 de la calle Pierrepont, se levanta una casa que perteneció a Lewis Tappan, uno de los abolicionistas más ardientes de la ciudad y que fue una figura central en el caso de La Amistad, un barco español utilizado para el tráfico de esclavos en el que los africanos capturados se amotinaron en 1839.
No vi ninguna señal de que Tappan hubiera vivido allí; si existe una placa, debe estar muy bien escondida. En una lista en línea donde se menciona que hay un departamento en renta en el edificio, se afirma que el alquiler es de 2,375 dólares y se alaba el lavaplatos de la unidad y su “excelente iluminación.” Uno podía vivir allí felizmente sin saber nada acerca del pasado del edificio. Y seguramente, muchos lo han hecho. ¿Sus meses o años fugaces en el número 86 de Pierrepont (romances, rompimientos, cenas, domingos perezosos) habrían mejorado de algún modo si contaran con una placa?
Si el recuerdo es más que sólo una trivialidad de la clase de historia, entonces requiere sacrificio, espacio físico y mental. Las dos cataratas en el sitio donde estuvo World Trade Center llaman la atención principalmente por su enorme tamaño: millones de pies cuadrados de terrenos comerciales fueron cedidos para construir el monumento nacional y el museo del 11 de septiembre. Pero esa usurpación no es, por sí misma, una victoria moral. El sonido aplastante del agua de la fuente, el abismo cuadrado, los nombres grabados en granito, todo ello evoca aquella mañana y las profundas asociaciones (personales, políticas o de cualquier tipo) que el 9/11 continúa teniendo. La ciudad cedió este espacio físico para que nosotros, por nuestra parte, cediéramos una parte de nuestro espacio mental para pensar en las 3,000 vidas que se perdieron ese día. La indignación que provocan personas que se toman selfies en el lugar se arraiga en el reconocimiento de que este contrato ha sido violado descaradamente.
¿Y qué hay con los miles de vidas perdidas por los neoyorkinos negros durante todos los siglos de esclavitud en Estados Unidos? La ciudad ha dejado muy poco espacio para ellos, aunque ellos también sufrieron y murieron a merced de fuerzas que atraviesan la carne y los huesos como una onda expansiva, invisible e inexorable. Al igual que las víctimas del 9/11, los esclavos de Nueva York fueron actores en el gran drama mercantil que diariamente sigue animando a la ciudad. Pero fueron actores involuntarios. Y cuando murieron, nadie pegó carteles con sus rostros en las estaciones del subterráneo. Nadie leyó sus nombres en conmemoraciones, y nadie grabó sus nombres en piedra.
Entraron en el olvido. Pero no tienen que quedarse allí.