Tristeza. Angustia, desencanto, desesperanza; pero, sobre todo…
tristeza. Los violentos sucesos protagonizados recientemente por cubanos en las
calles de Panamá me avergüenzan. Lamento la exportación de semejantes alardes
de incivilidad hacia el espacio público internacional. Los representantes
cubanos al Foro de la Sociedad Civil de la VII Cumbre de las Américas solo
dieron muestras de la precariedad del apellido que pretenden sostener. ¿Qué
tiene de civil una sociedad que resuelve sus divergencias ideológicas a
puñetazos y patadas? Más bien parecen hombres y mujeres sumidos en el más
genuino “estado de naturaleza”, tal y como lo entendieron los liberales Thomas
Hobbes y John Locke. Con lo que un colega ha llamado la suciedad incivil vemos
la violencia y la inseguridad campeando por su respeto. ¡Oh, bendito contrato
social! Te odio pero te quiero.
Puedo, incluso, comprender que ambos bandos (oficialistas y
opositores) rehúsen sentarse juntos a dialogar; lo cual también es condenable
porque conduce a un callejón sin salida, donde los disidentes tienen las de
perder. No obstante, resultaría una actitud menos bárbara. Ahora, eso de
agarrarse a trompadas… es denigrante. Aunque Silvio Rodríguez comente en su
blog: “(…) ante personajes que se abrazan con terroristas que vuelan aviones
civiles, o ante uno de los asesinos confesos de un ser humano como Ernesto
Guevara, reconozco que se pudieran alterar los ánimos”, yo digo que quien no
pueda controlar sus impulsos agresivos que se abstenga de ir a foros de la
“sociedad civil”.
Por cierto, en la representación de la “sociedad civil oficial”
cubana hubo varios diputados al parlamento nacional (actores políticos del
máximo nivel) y hasta un exministro, actual asesor del presidente. ¿Había
que reforzar a los comisionados civiles? ¿No es suficiente la ya intensa
politización de las organizaciones civiles oficialistas, altamente subordinadas
a los intereses partidistas y estatales?
Los actos de indisciplina de este sector tuvieron patéticos
ecos en los foros: al menos dos mesas de debate, “Gobernabilidad y democracia”
y “Participación Ciudadana”, fueron arbitrariamente boicoteadas por hordas
enardecidas de delegados cubanos, en la mayoría de los casos apoyados por
prestigiosos intelectuales criollos. Ante la incontenible vociferación de
consignas ofensivas, los delegados de otros países se vieron forzados a
retirarse de los salones asignados y trasladarse a otras áreas del Hotel Panamá
(como el sótano), en busca de climas más tranquilos y de respeto. En el colmo
de la grosería, las turbas de repudio bramaron inaceptables consignas de
“¡Abajo la OEA!”.
Las más elementales normas de educación dictan que cuando uno
acepta la invitación de un vecino a su casa, debe respetar sus normas de
convivencia. No existen excusas para revolcar el patio ajeno con ataques de
intolerancia. Si el invitado no es capaz de confrontar sus ideas con las del
rival en términos pacíficos, al menos que tenga la decencia de retirarse sin
causar disturbios, hasta que aprenda el arte de disputar en condiciones de
respeto mutuo. Lo curioso es que los representantes oficialistas cubanos sabían
desde hace meses que encontrarían a miembros de la oposición en dichas mesas de
debate. Y yo me pregunto: si no estaban dispuestos a debatir ¿a qué fueron? Al
parecer, a dar fe internacional de su incultura deliberativa, criticada incluso
por otros miembros de la delegación oficialista cubana.
En pro de “enemistades amistosas”
El problema de Cuba es que no hay cabida para adversarios de
ningún tipo. Y no la hay porque tenemos serios déficits democráticos. En su
monólogo comunista, el gobierno considera a todos los opositores como enemigos,
mercenarios, contrarrevolucionarios, apátridas, ilegítimos y un largo etcétera.
Existen pruebas de que algunos son mercenarios e inescrupulosos; pero definitivamente
no todos lo son. Además, a muchos no les queda otra vía de subsistencia más que
el apoyo financiero desde el exterior. No hay de otra, puesto que en Cuba el
sector privado es muy incipiente. Prácticamente todo es estatal. Y si el Estado
mete a la totalidad de los “divergentes” en el mismo saco, ¿entonces quiénes
pueden ejercer sus libertades de manera legal? Solo los “comunistas”.
En mi país ningún grupo con otra ideología puede crear una
organización civil o política e inscribirla en un registro legal. Existen unas
pocas, todas a la sombra de la ilegitimidad obligatoria. Pueden reunirse en
pequeños espacios privados, pero casi siempre bajo el acecho y la presión
vigilante de los órganos de inteligencia. No exagero. Va una anécdota: durante
mis trámites de titulación de la Licenciatura en Periodismo, yo mismo
experimenté sobre mi pellejo el injustificado acoso subrepticio de la Seguridad
del Estado cubana. Los agentes llegaron a pedirles a las autoridades de la
Facultad de Comunicación que mi ejercicio de defensa fuera a puertas cerradas.
Por fortuna no lo consiguieron. Tanta alharaca por una inofensiva tesis sobre
participación política estudiantil en la Universidad de La Habana, cuyos
resultados y recomendaciones, como de costumbre, fueron tirados al abandono.
Asimismo, ciertamente en Cuba no vas a la cárcel por decir lo
que piensas, pero la etiqueta de disidente suele acarrear innumerables
problemas. Y, en última instancia, muchos piensan que no vale la pena exponerse
si no puedes amplificar tus pensamientos a toda la comunidad, pues el Estado
mantiene el monopolio absoluto de los medios de comunicación y un rígido
control de los contenidos a través del Departamento Ideológico del Partido
Comunista de Cuba (lo sufrí en carne propia durante los cinco años que ejercí
el periodismo en tres medios impresos de tirada nacional). Similar control del
partido único anula de modo muy eficaz la posible elección de disidentes para
cargos públicos.
Así las cosas: no hay libertades de organización, reunión,
expresión, de prensa, manifestación, elegibilidad e investigación…, amparadas
por leyes constitucionales o penales. Libertades todas reconocidas por la
Organización de las Naciones Unidas desde 1948 en su Declaración Universal de
los Derechos Humanos y por la Carta Democrática Interamericana de la
Organización de Estados Americanos. Semejantes privaciones pueden englobarse
bajo un nombre: autoritarismo con pespuntes totalitarios, si se quiere ser
indulgente.
La existencia de ciertas garantías (salud, educación y
seguridad social) se ven menoscabadas por las serias carencias democráticas que
partidarios del oficialismo, a su vez, ignoran, minimizan o justifican con disímiles
sofismas, como el de “plaza sitiada”. Por cierto: aplaudo el acercamiento entre
los gobiernos de Cuba y Estados Unidos; pero celebraría aún más un incremento
en los intercambios entre ambos pueblos. Mucho aprenderíamos unos de otros. La
tensa relación entre ideales prístinos como libertad, igualdad y justicia
reserva todavía valiosas enseñanzas prácticas.
Apuesta por la ciudadanía
Ahora bien, coincido con Silvio en que no es fácil dialogar con
opositores (Guillermo Fariñas) que se retratan con sombríos personajes acusados
de terrorismo (Luis Posada Carriles) o se codean con quien confesó haber
ordenado el asesinato del Che Guevara (Félix Rodríguez Mendigutía). No
obstante, también es difícil deliberar con defensores “miopes” e intransigentes
de un régimen que coarta las más elementales y antiquísimas libertades humanas.
Entonces, ¿qué hacemos?, ¿nos subimos al cuadrilátero de boxeo y vence quien
más moretones consiga en el rostro del enemigo? ¿O nos sentamos a negociar
ciertas reglas de sociabilidad, respetuosas de la diferencia, incluyentes,
justas para todos y que impliquen el reconocimiento del “otro” en vez de su
anulación?
No entiendo que ciudadanos cubanos se agredan físicamente con
odio e insidia, en la misma ciudad en la que apenas unas horas después, Raúl
Castro y Barack Obama se dan las manos, conversan de forma amigable y ordenan
el restablecimiento de las relaciones bilaterales. Un suceso histórico,
inimaginable hace unos meses. ¿Acaso son más solventes las diferencias de la
sociedad política que las de la sociedad “civil”? ¿Se habrán preguntado los
agresores por qué Raúl no abofeteó al presidente del país que protege a Posada
y Rodríguez? O viceversa: ¿Por qué Obama no pateó a la máxima autoridad del
régimen caribeño que manda a sus policías (a veces vestidos de civil) a
reprimir a grupos opositores durante sus manifestaciones pacíficas? Y eso lo sé
pues durante mis años de universitario, era habitual que los profesores
suspendieran las clases y nos llevaran a realizar “espontáneos” actos de
repudio de las ocasionales y escuálidas manifestaciones públicas “mercenarias”.
Costumbre que persiste todavía. En aquel entonces muchos reconocíamos la
truculenta práctica de infiltrar policías (sobre todo mujeres) vestidas de
civil, quienes, a veces, empujaban y golpeaban a los manifestantes pacíficos.
Desde la filosofía silvina de los “ánimos alterados”, a ambos
mandatarios les sobraban los motivos. Pero prefirieron un comportamiento
civilizado. Este nuevo ciclo político abierto entre el propio gobierno
postotalitario y su vecino-antípoda demuestra que los cubanos no somos
intolerantes o inflexibles por naturaleza.
Ojalá las culturas pudieran transformarse “de un plumazo
diplomático”. Me temo que medio siglo de intolerancia, aislamiento, monolitos
ideológicos y soliloquios políticos han hecho ingentes daños a mis familiares,
vecinos, amigos, conocidos y paisanos, en general. Sin embargo, quiero creer
que es un daño reversible y que el sombrero “encontrará cabeza” cuando por fin
llegue. Me constan los asombrosos cambios de mentalidades que produce la
emigración (vivir para creer) o el simple contacto cotidiano con internet
(informarse para juzgar), aún dentro de la Isla. Pero, por experiencia propia,
apelo sobre todo al intercambio personal (socializar para crecer) y al mutuo
entendimiento. Por eso, me gustaría ver a muchos más cubanos viajando por todo
el orbe y, al tiempo, a medio mundo visitando a Cuba (incluidos los
estadounidenses, cuyo gobierno en la actualidad se los prohíbe).
Los cubanos debemos empezar a gatear hacia otra democracia: la nuestra,
original pero reconocible en valores y prácticas universales, tales como:
inclusión, responsabilidad, participación, civilidad, persuasión, deliberación,
control, fiscalización, etcétera. Una dosis amplia de tolerancia resultaría un
buen “andador” sobre el que impulsar el camino hacia la democratización.