El Faraón se soñó al pie del Nilo, frente a él siete vacas robustas y hermosas pacían en un carrizal. Poco después, siete vacas flacas y con mal aspecto llegaron al mismo sitio. Y las últimas devoraron a las primeras.
Perturbado por la nitidez de la escena, el Faraón buscó sin suerte a los principales sabios y adivinos del Egipto antiguo para interpretar su pesadilla. Pero ninguno consiguió descifrar el enigma, hasta que llegó a sus oídos el rumor de que el patriarca José podría hacerlo.
El monarca lo mandó llamar y fue el descendiente de Jacob quien arrojó luz sobre la pesadilla que el Faraón había tenido. “Vienen siete años de abundancia en la tierra de Egipto que serán seguidos por siete años de hambruna. Señor, debe nombrar intendentes y exigir un quinto de la producción de la tierra durante los años buenos, habrá de almacenar estos víveres y utilizarlos durante los años malos para evitar que el país perezca.”
Hace unos días, Christine Lagarde, directora-gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), echó mano de esta historia del Antiguo Testamento para describir lo que está por venir para América Latina. “Los tiempos de las vacas gordas terminaron para la región”, advirtió.
La funcionaría francesa precisó que los buenos tiempos de las materias primas (petróleo y cobre, en particular) habían terminado, así que el impulso positivo que supuso para la región también estaba por concluir. “La desaceleración de China ha tenido efectos claros sobre los precios de las materias primas internacionales, afectando las perspectivas económicas de los países latinoamericanos que las exportan.”
La pregunta es: ¿a qué llama exactamente Lagarde “vacas gordas”?
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), organismo dependiente de la ONU, y el FMI, fiscal de la ortodoxia macroeconómica, corrigieron recientemente a la baja sus expectativas de crecimiento para Latinoamérica. Décimas más, décimas menos, coinciden en que el PIB de la región avanzará menos de 3 por ciento en 2015.
Pero las cifras dicen poco sin contexto.
Pongamos a México como ejemplo: para generar los empleos que el crecimiento demográfico exige y para evitar que la pobreza crezca, el país precisa de un crecimiento económico anual de un 5 por ciento como mínimo. Por debajo de este dato, retrocedemos.
Esto explica que lograr un crecimiento de 5 por ciento sea el fetiche de todos los partidos políticos, sin importar su color o ideología. Pero es también una perla rara que en México solo se ha observado en cinco ocasiones durante el último cuarto de siglo: en 1996, 1997, 2000, 2006 y 2010.
Y esto se debe en gran medida al desacierto con el que hemos elegido e instrumentado nuestras reformas económicas.
De derecha a izquierda
Durante la década maldita de 1980, periodo de crisis y devaluaciones, Latinoamérica creció solo 1.4 por ciento.
En la de 1990, una parte importante de los gobiernos de la región apostó por el neoliberalismo: derribaron barreras comerciales, privatizaron, recortaron el gasto público y reportaron avances. Países como México y Argentina creyeron incluso que se hallaban en la antesala del primer mundo, hasta que el “error de diciembre” y el “efecto tango” les dieron una bofetada y pusieron en evidencia los errores de un modelo que sumió a toda América Latina en un socavón. Si promediamos los años buenos con los malos, la región creció 3.2 por ciento durante esa década. Ni un poco más.
Nació un nuevo milenio y la visión político-económica de Latinoamérica se fragmentó. En un extremo del espectro se ubicaron Venezuela, Bolivia y Ecuador, los cuales apostaron por una izquierda híbrido de socialismo, antiimperialismo, nacionalismo y “árbol de las tres raíces”, como solía describirla Hugo Chávez. En tanto, Argentina, Brasil, Chile, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Paraguay y Uruguay optaron por una centro-izquierda menos radical.
En el otro extremo, México, Colombia y Perú renovaron su voto por el libre mercado.
Pero poco importó al final porque la región logró crecer exclusivamente 4.2 por ciento entre 2000 y 2010. Nuevamente, por debajo de lo necesario para observar avances significativos.
Debates fútiles
Hoy, Christine Lagarde nos amedrenta con la advertencia de que las “vacas flacas” están cerca. Y su séquito de economistas nos recuerdan, desde la capital estadounidense, que Brasil, Argentina y Venezuela ya están oficialmente en recesión (en este último caso, el retroceso económico será de 7 por ciento este 2015).
Jamás estuvimos bien, pero hoy tenemos la certidumbre de que todo estará peor.
¿Por qué somos incapaces de avanzar? En 1950, Brasil era más rico que Corea del Sur; Honduras, más próspero que Singapur. Y la riqueza por habitante de Estados Unidos era cuatro veces superior a la latinoamericana. Actualmente, la relación es de diez a uno.
En 1980, la producción de manufacturas de Brasil superaba la de las economías de Corea del Sur, India, China y Malasia juntas. En el presente, la manufactura brasileña equivale al 10 por ciento de la generada por estos países sumados.
¿En dónde nos perdimos?
Durante una Cumbre de las Américas, celebrada a finales del siglo pasado, el entonces presidente de Costa Rica, Óscar Arias, realizó un ejercicio de retrospección que vale la pena recordar. Afirmó que el enemigo éramos nosotros mismos porque perdíamos tiempo debatiendo sobre los “ismos” (si era mejor el capitalismo, el socialismo, el neoliberalismo o el socialcristianismo), mientras los asiáticos se concentraban en un “ismo” mucho más rentable: el pragmatismo.
Recordó que Latinoamérica tiene por pasatiempo culpar a naciones como Estados Unidos de sus males pasados, presentes y futuros, olvidando con frecuencia que América Latina tuvo universidades antes que el vecino del norte.
Más aún, hasta 1750 todos los países del mundo eran pobres en mayor o menor medida. Y cada uno eligió una ruta distinta.
Giro a las inversiones
Algo hacemos mal. Esta primavera, el FMI vuelve a dictarnos la fórmula de la prosperidad futura: intensificar las reformas estructurales.
Pero lo que ha sobrado en la región son reformas. Eficaces o no, un sinfín ha tenido lugar. Hemos creído en el Consenso de Washington a pie juntillas y no marchó. También hemos emulado el socialismo con todas sus versiones y matices, y los resultados de largo plazo son mediocres.
Quizá llegó el momento de mirar a Asia con mayor atención debido a todos los rasgos que nos diferencian. Ellos se abrieron al comercio mundial con más mesura que nosotros. Diseñaron los cambios y las concesiones que harían en función de sus necesidades, no de los otros.
Los asiáticos son escépticos. No aceptaron las recetas del primer mundo sin cuestionarlas. No se creen la historia de que el libre mercado es la medicina para todas las enfermedades. Y tampoco hicieron del sector financiero el hijo mimado de casa.
Latinoamérica ha privilegiado por años el desarrollo del mercado bursátil, la emisión de bonos, el repunte de los activos bancarios, y ha desconectando dicha evolución de los avances (o retrocesos) de la economía real, de los niveles de inversión, tecnología o productividad de los países.
Y, sobre todo, poco a poco hemos aceptado un proceso de desindustrialización. Hace al menos dos décadas que la producción manufacturera anual crece diez veces más rápido en Asia que en Latinoamérica. Una fórmula que ha funcionado en Oriente, que aun habiendo caído en alguna crisis, ha conseguido treinta años de crecimiento sostenido.
Hoy pierden ligeramente el ritmo, pero es claro que los pronósticos más oscuros de Christine y de José para las economías en desarrollo solo están dedicados a nosotros, los latinos.