“Todo muy bien, todo muy padre —se escucha en el audio—. (…) Barcelona está hermoso; hace frío, pero no tanto. Mañana voy a Ámsterdam, tengo mi boleto a las 09:30 de la mañana, tengo que estar en el aeropuerto a las 07:00, y este… ya. Un beso. Te amo”. Son las últimas palabras que Daniela Ayón le envió a su madre desde Barcelona por el servicio de mensajería instantánea Whatsapp antes de irse a dormir el pasado lunes 23 de marzo.
Al otro día, dos amigos llevaron a la chica de piel morena y ojos negros al aeropuerto barcelonés de El Prat, donde abordó el vuelo GWI9525 de Germanwings —filial de la compañía alemana Lufthansa— con dirección a Düsseldorf. En esa ciudad, ubicada en el oeste de Alemania, haría una breve escala con dirección a la capital holandesa para tomar un vuelo a México y completar así unas vacaciones de dos semanas por Europa.
“Por andar de fiesta, por la desvelada, por la emoción de ver de nuevo a los amigos, Daniela muchas veces no llegaba (al aeropuerto) y perdía los vuelos”, cuenta su hermana Fernanda Ricco en entrevista telefónica con Newsweek en Españoldesde Tampico, Tamaulipas.
Paradójicamente, esa mañana Daniela, “un espíritu libre”, como la define Fernanda, había llegado a tiempo, tanto que le alcanzó para hacerse una selfie con su pase de abordar y enviárselo a su mamá. “Ya estoy en la sala de espera. Ya voy para allá”, escribió la chica unos minutos antes de abordar el Airbus A320 en el que moriría junto con ciento cuarenta y tres pasajeros más —incluida otra mexicana de nombre Dora Isela Salas Vázquez.
Rebelde y desobediente
Daniela Ayón nació hace treinta y seis años en el puerto de Tampico, en Tamaulipas. Fue hija de una maestra de preescolar, quien había enviudado y tenía una hija de nombre Fernanda Ricco, y de un capitán de altura, quien, a su vez, tenía una niña de nombre Verónica Ayón. Desde pequeña, Daniela exhibió un carácter duro, muchas veces rayano en la testarudez, si bien entusiasta al punto de querer experimentar todo lo que parecía extremo.
“Dani”, como la llamaba Fernanda, y con quien desarrolló una relación muy especial al punto de considerarla su propia hija, recuerda que durante su juventud su hermana desarrolló una fascinación por viajar. Gracias a un intercambio académico, realizó un viaje a Italia cuando tenía dieciséis o diecisiete años de la mano del Club Rotario de su estado. Y de ese modo descubrió lo que era la libertad.
“Fue la primera vez que vivió sola fuera de casa de una forma diferente”, recuerda Fernanda. “Era una persona rebelde y desobediente de las reglas. Mi mamá se jalaba los cabellos porque era canija, canija. Quería hacer algo y hacía todo, todo por hacerlo, y si al fin y al cabo no la dejaban, de todas maneras lo hacía.”
La vida le sonríe
A poco de concluir sus estudios de Comercio Internacional, hace más de diez años, en el Tecnológico de Monterrey, Daniela realizó otro intercambio académico en Europa, esta vez en la ciudad de Ámsterdam. Ahí conoció a un joven español con quien mantuvo una relación amorosa. Eventualmente Daniela regresaría a México para graduarse; no obstante, luego de volver, decidió que quería ir a Barcelona para estar cerca de su pareja.
Una vez en España, Daniela consiguió un trabajo en la compañía Nestlé en el área de relaciones públicas: la vida profesional parecía sonreírle. Luego de cuatro años, la relación terminó; sin embargo, ella se quedó a trabajar en Cataluña.
Fernanda recuerda que un día Daniela la llamó para decirle que había estado en una clase de yoga, una actividad que hasta entonces le había parecido “lenta, suave y desesperante”, sin la adrenalina de las otras actividades que practicaba. Tiempo después, en un viaje a México, su hermana la introdujo a la práctica del ashtanga yoga, disciplina que la terminó de seducir por completo.
Luego de diez años de vivir en Barcelona, y con una nueva relación con un danés que tenía un negocio por internet, Daniela confesó a su hermana que ya no quería continuar con su trabajo de oficina, que quería libertad para moverse, viajar y que deseaba montar su propia empresa.
Daniela y su novio decidieron dar un giro a su vida y probar suerte en Australia. Ahí vivieron un año; sin embargo, el país les pareció demasiado tranquilo y alejado de todo. La mexicana regresó a casa de sus papás en Tamaulipas, manteniendo a distancia la relación con su novio, quien más tarde visitaría México para tomar unas vacaciones en la Riviera Maya. La relación no prosperó, pero ambos se quedaron a vivir ahí un tiempo.
Y no regresó
“El amor era su coco. Ella veía realización en mí como esposa y mamá de mis tres hijos, y yo veía en ella también la realización pero de manera inversa”, confiesa Fernanda. “En ese sentido nos complementábamos. La última relación que tuvo Daniela fue aquí, en Tampico, y fue larga. Para este chavo fue muy difícil seguirle el paso: mi hermana se iba a cada rato, se fue a la India por un mes —lugar donde tomó una certificación—, y después llamaba a mi mamá y le decía: ‘Me voy a quedar un mes más…’. Era muy libre.”
Un día de enero pasado, en un club de playa que Daniela frecuentaba en Playa del Carmen, conoció a un ruso. “En un instante se enamoró”, explica Fernanda. Así como era para todo, así era en ese sentido. Lo conoció dos días, me habló y me dijo: ‘¡Él es, él es, él es…!’”
Cuatro días después, luego de sostener una conversación a través de Skype, Daniela decidió impulsivamente comprar un boleto de avión para viajar a Ámsterdam, ciudad en la que el ruso trabajaba, para pasar con él dos semanas, su cumpleaños incluido.
La última vez que Fernanda y Daniela hablaron, antes de que viajara a Ámsterdam, Daniela le dijo a su hermana: “Siento que de enero a marzo las cosas se han ido enfriando, pero este chavo me dijo que de todas maneras fuera a verlo; si me siento incómoda me voy a Barcelona, cito a mi gente y paso mi cumpleaños allá”.
Al final, entre ella y el joven ruso no hubo conexión.
Daniela Ayón, la maestra mexicana de yoga, se despidió aquel martes 24 de marzo de Alex, el amigo con el que se había alojado en Barcelona, en el aeropuerto de El Prat pocos minutos después de las siete de la mañana. Presentó sus papeles en el mostrador de Lufthansa. Pasó el filtro de seguridad y se dirigió a la sala de espera donde se hizo una fotografía, una selfie. Y se la envió a Gladys, su mamá, a través de su teléfono.
“Ya estoy en la sala de espera. Ya voy para allá”, escribió. Pero Daniela nunca llegó.