ELOY, Arizona.— El sonido gangoso de un timbre indica que puedo empujar la puerta y entrar. Después de cruzar seis umbrales, finalmente he llegado al área de visitas. Recorro el lugar con la vista, un salón en forma de caja de zapatos, y descubro a Yamil sentado al fondo. El uniforme, una pijama color caqui, lo hace ver aún más delgado; el pelo corto, a ras de cráneo, resalta sus ojos vivaces, como dos capulines. Nunca nos hemos visto, pero en cuanto cruzamos la mirada nos reconocemos. Entre los niños que se cuelgan del cuello de su papá, la chica que se lanza a los brazos del novio, y los tres jóvenes que besan por turnos la mejilla de una prima jovencita, aquellos que se saludan solo con los ojos son la excepción. Yamil se pone de pie y me sonríe; estrechamos las manos y nos sentamos a conversar. Una mujer uniformada lanza un ultimátum: cincuenta minutos.
La de hoy es la primera visita que recibe Yamil desde hace dieciséis meses, cuando llegó al Centro de Detención de Inmigrantes de Eloy. Unas semanas después de su ingreso vinieron su esposa y su hijo, pero debido a la distancia —viven en Kansas— y a su situación económica, les ha sido difícil regresar. Así que para Yamil no hay niños que se cuelgan del cuello, ni abrazos efusivos, ni besos en la mejilla, ni espera impaciente del sábado. Y, a pesar de ello, este hombre de 44 años, originario de Durango, se encuentra en este lugar por su propia voluntad.
¿Qué hace que alguien prefiera pasar más de un año en una celda compartida de una prisión estadounidense, que vivir en México en libertad?
“La esperanza —me responde sin titubeos—. Darle una vida mejor a mi familia, a mi hijo. O una vida, así nada más. Allá en cualquier momento algo iba a pasar.”
El 26 de enero de 2012 Yamil fue víctima de secuestro en Torreón, la ciudad en la que vivía. Tras pagar un rescate y perder un negocio, aún vivió un asalto a mano armada y una golpiza a su hijo. Un año más tarde, Yamil y su esposa, Claudia, tomaron la decisión: se tenían que ir del país. Dejaron lo poco que les quedaba; primero Claudia, y unas semanas después él, cruzaron la línea que separa a México de Estados Unidos para entregarse a las autoridades migratorias estadounidenses en la garita de Nogales, presentando una solicitud de asilo. Eso fue en 2013.
Cinco puertas y un arco de metal separan a Yamil de la vida allá afuera. A eso se sumarán otras cuatro puertas una vez que regrese al pabellón donde se encuentra su celda. Y aun así, dice, está listo para resistir aquí dentro el tiempo que sea necesario.
“Se acostumbra uno. A todo se acostumbra uno aquí dentro. Aprendes a ver las cosas de otra manera, a ser tolerante con la gente, a ser paciente. Yo estoy bien”, me dice, y sonríe. El rostro completo cambia con la sonrisa. Los ojos adquieren un brillo nuevo; las arrugas que los enmarcan le dan un aire cálido y sereno. Yamil tiene la sonrisa tranquila de quien confía en su espera.
El exilio
Eloy está en medio de nada. Los 186 kilómetros que separan a Phoenix de Tucson, las dos ciudades más importantes del estado de Arizona, son puro cielo y desierto; a medio camino se encuentra Eloy. A veces aparece una montaña salpicada de saguaros que ayuda a sentir que uno avanza mientras maneja por la interminable autopista 10, la arteria que atraviesa Estados Unidos y conecta el Océano Pacífico en California, con el Atlántico en Florida. Las huellas más visibles en el camino son las que van dejando los letreros de McDonald’s, Burguer King, y de las gasolineras Love, burdas cicatrices que aparecen cada diez, cada veinte kilómetros.
Es el tercer sábado de febrero y el viento trae consigo tumbleweeds,esas bolas de ramas secas que avanzan con parsimonia hacia ningún lado. Ese mismo viento hace que las cajas de los tráileres se bamboleen mientras sus conductores, manejando a exceso de velocidad, escuchan en la radio música country, o La Campesina, la estación que transmite corridos y baladas norteñas que acá se conocen como “regional mexicano”.
El letrero que anuncia la salida de Casa Grande es la señal. Una vuelta a la izquierda me coloca sobre un camino apenas pavimentado, cubierto del polvo arenisco que suelta este terreno agreste, antigua residencia de las tribus de indios Akimel y Pee Posh. Hoy los indios viven en la reservación del Río Gila, y por estos caminos solo circulan dos tipos de personas: los habitantes de los ranchos aislados de la zona, y quienes van al conglomerado de cemento y hormigón plantado groseramente en el corazón del desierto: tres centros correccionales y un centro de detención de inmigrantes llamado Eloy. En medio de la nada, estos cuatro edificios mantienen en latencia más de cinco mil vidas contenidas por muros de alambre y electricidad.
Eloy es uno de los seis centros de
detención de Arizona que son operados por la Corrections Corporation of America (CCA), la empresa privada que administra la mayor parte de las prisiones concesionadas en Estados Unidos. Cuenta con 1596 camas y es habitado por hombres y mujeres acusados de estar de este lado de la frontera sin un papel. Desde hace treinta años, la CCA recibe ganancias millonarias por administrar detenidos mientras estos esperan la resolución de su caso ante un juez. El de Yamil es uno de estos casos.
Cuando llegó a Eloy, Yamil sabía lo que le esperaba; siete semanas antes, Claudia, su esposa, había estado en el mismo lugar. La historia me la cuentan a dos voces: Claudia por teléfono desde Kansas, a donde volvió tras lograr que un juez la pusiera en libertad bajo palabra mientras se resuelve su caso de asilo, y Yamil desde el área de visitas de Eloy. Cada uno me comparte detalles de su vida en común; recuerdos a los que se aferran durante estos meses en que no se pueden ver.
La familia de Claudia, originaria de Tijuana, llegó a Durango cuando ella tenía diez años de edad. Ahí vivieron hasta sus trece, cuando el asesinato de su padre obligó a la familia a salir de México; Claudia, sus tres hermanas y su madre, reiniciaron su vida en Wichita, Kansas. Por una casualidad de esas que algunos llaman destino, más tarde Yamil migraría a esa ciudad también proveniente de Durango; originario de ese estado, a los diecinueve años decidió irse para el otro lado. Yamil y Claudia se conocieron en un baile en Wichita en septiembre de 1998; cuatro meses más tarde se casaron y su hijo nació en 2000.
La vida que construyeron juntos —Claudia daba clases y cuidaba de su hijo; Yamil trabajaba como pintor y jugaba fútbol en una liga semiprofesional— terminó de golpe en 2005. Un día que regresaba a casa manejando, Yamil fue detenido por una infracción de tránsito; al pedirle su identificación, las autoridades descubrieron que el documento era falso. Aunque su hijo es ciudadano estadounidense, ninguno de los dos había podido regularizar su estatus migratorio, y Yamil fue deportado. Entonces Claudia enfrentó una disyuntiva: o se quedaba en Wichita, en su casa y con su hijo, o se iban a México para estar los tres juntos. En 2006 llegaron a vivir a Torreón, donde se encontraba ahora la familia de Yamil.
El proceso de adaptación que unos años atrás enfrentaron ambos como jóvenes recién llegados a Estados Unidos, se repitió esta vez por partida doble. Claudia y su esposo trataron de integrarse a una realidad que no era suya, y su hijo, a un mundo desconocido. El niño empezó a tener problemas en la escuela y se volvió víctima de las bromas y humillaciones de sus compañeros por ser estadounidense. Claudia y Yamil no conseguían empleo, y la violencia que marcó al sexenio de Felipe Calderón empezaba a azotar la región. Las balaceras y los asesinatos se convirtieron en su realidad cotidiana —un día Claudia vio de lejos que algo colgaba de un puente: eran dos cadáveres; su hijo iba con ella—. A eso siguieron los casos de extorsión. Y un día les tocó a ellos.
“No lo olvido, fue el 26 de enero de 2012, el día del cumpleaños de mi hijo”, recuerda Claudia con rabia. Mi primer contacto con ella fue a través de redes sociales, pero la historia completa me la cuenta en una llamada telefónica desde Kansas. “Estábamos en una situación económica muy apretada; yo daba clases en la universidad nocturna y Yamil puso un local de hamburguesas. Apenas tenía unas semanas que había abierto, un localito muy sencillo, y teníamos poco tiempo con una camioneta; no era nueva, pero era muy económica. De repente llegaron dos hombres y preguntaron de quién era la camioneta; mi esposo dijo que de él, y le dijeron que se la iban a llevar porque tenía reporte de robo. Yo les dije que teníamos los papeles y se los podíamos enseñar, pero me dijeron que no, que se llevaban a Yamil, y que me callara porque si no me llevarían a mí también.”
Horas más tarde la familia recibió una llamada pidiendo dinero a cambio de la libertad de Yamil; una prima prestó el dinero y él pudo volver a casa. Pero semanas después, otros dos sujetos lo detuvieron mientras iba manejando y le pidieron dinero para dejarlo ir; hasta que un día, pistola en mano, le quitaron el vehículo.
“Después de eso pasaron tres días checando el negocio”, me dice Yamil, los brazos recargados sobre la mesa de la sala de visitas de Eloy. Llevamos media hora conversando y llegar a este punto de la historia es lo único que logra alterar un poco el brillo de su mirada. No me parece que sienta rencor, pero es claro que no olvida. “Tuve que cerrarlo.”
Unos meses después, el matrimonio fue al ministerio público a presentar una denuncia debido a que su hijo, en un caso extremo de bullying, había recibido una paliza por parte de otros seis niños, quienes lo insultaban diciéndole “gringo” y “pocho”. Mientras rendía su testimonio, Yamil reconoció a uno de los policías en el lugar: era uno de los individuos que se llevó su camioneta.
En julio de 2013, Claudia se sumó a un grupo de jóvenes que, como ella, habían crecido en Estados Unidos, regresado a México por alguna razón, y ahora deseaban volver al que consideraban su país. Se entregaron en la garita estadounidense y pidieron asilo político. Unas semanas más tarde Yamil hizo lo mismo con otro grupo. En Estados Unidos, un proceso de asilo político dura en promedio cinco años; mientras se resuelve, es prerrogativa de un juez decidir si otorga la libertad bajo palabra al solicitante o no. Claudia la recibió, pero Yamil no. Y aunque en cualquier momento podría firmar una salida voluntaria para volver a México, sigue aquí.
Yamil clava sus ojos brillantes en los míos. Hace silencios largos entre las frases, pero no retira la mirada. No son silencios incómodos y tampoco lo es la mirada: es el gesto de quien dice una verdad que, si no fueran tan dolorosa, parecería de Perogrullo.
“Vale la pena por mi hijo. Él ahorita me extraña, pero vive tranquilo. En México no podíamos vivir.”
Visita familiar
El Centro de Detención de Eloy está rodeado por tres capas de reja electrificada coronada por alambre de púas. Un camino de terracería conduce a un estacionamiento retirado de la entrada. Cuando bajo del auto, camino por el suelo cubierto de guijarros sintiéndome vulnerable sin los objetos que usualmente me acompañan. Al Centro de Detención no puedo ingresar con bolso, teléfono celular, llaves, dinero ni anteojos oscuros. Al Centro de Detención no puedo entrar portando cinturón, joyería, abrigos ni ropa escotada. Al Centro de Detención no puedo decirle cárcel, ni prisión, ni correccional, ni penal: quienes están dentro no han sido juzgados ni tienen sentencia y, por tanto por ley, y en teoría, no pueden estar detenidos en las condiciones de una prisión.
Cruzo un primer umbral enmarcado por la cerca con iconos de alto voltaje. Me paro frente a una puerta rotunda de metal grisazuloso, que después de un rato y con otro timbre gangoso, se abre pesadamente. Solo cuando se ha cerrado, y después de algunos segundos —a la Maxwell Smart— se abre la siguiente. Una tercera puerta tiene que ser franqueada para finalmente ingresar en el edificio. Al fondo se alcanza a ver el área de dormitorios: es sábado y, en pequeños grupos, a paso constante, salen quienes saben que hoy los vendrán a visitar.
La sala de espera es un polígono irregular sin sillas ni mesas ni adornos ni comodidad: un espacio que agolpa a diez, veinte, treinta personas que vacían sus datos en una forma y esperan soporíferamente su turno para ingresar. Un hombre reparte fichas con un número. El horario de visita comienza a las ocho de la mañana; son las 8:40 y me toca la ficha 52.
En cuanto entro, me sorprende ver a tantos niños. Vestidos como si fueran a una fiesta —las camisas a cuadros y el pantalón de vestir; los vestidos vaporosos, el pelo acomodado en coletas y rizos—, los niños intentan serlo en un sitio en el que no hay espacio para juegos. Hablan entre ellos en inglés, pero los adultos que los acompañan hablan en español, el idioma que domina las visitas.
Un hombre se me acerca y me pide ayuda para llenar la forma. En el espacio reservado para “nombre del interno”, coloca el de su hermano. En el espacio para “nombre del visitante” coloca el suyo. En el espacio para “nombre del acompañante”, escribe el mismo nombre que escribió arriba.
“Es mi sobrino, el hijo de mi hermano. Tiene cuatro años. Viene a ver a su papá. Se llaman igual.”
Pasan los minutos y los números no avanzan, así que a fuerza de espacio compartido empezamos a conversar unos con otros. Janet, la mujer que tiene el número 59, llegó hace unas horas de Dallas, Texas, acompañada por su hija de trece años. Ayer recibieron un llamada: su madre, quien venía cruzando sin documentos por Tijuana, fue detenida y traída a este sitio. Janet no habla inglés, no entiende lo que dice la forma que debe llenar, y aunque por ley deben proporcionarle un intérprete si lo solicita, no se atreve a molestar: por eso la hija viajó con ella, para que traduzca y use la computadora. Porque al rato, le dijeron, tendrán que buscar un abogado.
Del otro lado está Juan Carlos, quien salió a las tres de la mañana de San Diego para llegar a las ocho de la mañana a Eloy. Viene a ver a su sobrina.
“La traemos a ella para que vea a su mamá”, dice, y señala hacia abajo. Una niña de pelo azabache y vestido blanco con celeste me sonríe desde sus siete años de edad. “Es la hija de mi sobrina.”
La sobrina, me cuenta, lleva cinco meses en detención.
La Corrections Corporation of America, CCA, recibe cada año ingresos por 1700 millones de dólares para la operación de prisiones y centros de detención. Sin embargo, en Eloy todo se cobra. Al área de visitas no se puede entrar con dinero, pero hay maquinas expendedoras de comida empacada. El visitante puede comprar en la entrada una tarjeta que cuesta cinco dólares. Esta no tiene crédito alguno; para comprar algo, hay que depositarle dinero. Juan Carlos pide ayuda para obtener una; su sobrina llamó ayer a casa y le pidió que llevara dinero para comprarle un “burrito” de la máquina.
“¿Se imagina lo que han de estar comiendo para que quiera uno de esos burritos rancios?”, me pregunta sin esperar respuesta.
Tres horas más tarde, y tras pasar por un detector de metales, los visitantes llegan a otra sala de espera. Ahí, un empleado gritará el nombre del interno y, dos puertas más tarde, llegará uno al área de visitas.
Yamil me invita a sentarme con él en una de las mesas; me advierte que no nos podemos sentar uno junto al otro, sino frente a frente; solo los menores de dieciocho años se pueden sentar cerca de los internos. Apenas nos sentamos y, en un movimiento rapidísimo, como de película, saca algo de no sé dónde y lo coloca sobre la mesa; con los ojos me dice que lo agarre. Lo tomo también en un movimiento rápido y lo veo: es un anillo tejido con finas tiritas extraídas de las envolturas de galletas y frituras que venden en las maquinitas del lugar. Las líneas del tejido, blancas y rosadas, forman mi nombre. Me explica que son las cosas que uno aprende a hacer cuando está aquí.
Yamil me cuenta fragmentos de su vida y por momentos se muestra tranquilo; otros trata de hacerse el fuerte. Ha bajado de peso desde que está aquí, pero dice que está en excelente condición física. Me cuenta la rutina de un día normal: se levanta, juega fútbol —su gran pasión—, se baña, se sienta a jugar ajedrez o dominó, a veces ayuda en la biblioteca administrando los préstamos de libros; a veces ayuda en la cocina. Esta rutina solo cambia si se es castigado. Entonces los internos son llevados al “hoyo”, un sitio de confinamiento solitario, sin ventanas, del cual solo salen esposados media hora al día. En una ocasión, otro interno intentó pelear con él y Yamil fue culpado. Permaneció en “el hoyo” quince días.
“Pero no estuvo tan mal. Está oscuro y hace mucho frío, pero así no tiene uno que ver a nadie.”
Yamil se preocupa por su caso legal; otros detenidos han salido bajo palabra, pero la abogada que lleva su caso no está optimista, asegura. Aun así, intenta no desesperar. El 30 de marzo será la primera de una serie de comparecencias ante el juez por las que tendrá que pasar. Ese día, Claudia y su hijo vendrán a acompañarlo; me lo cuenta con la misma emoción pueril con la que durante mi visita me ha narrado episodios de su vida familiar: la ocasión en que, siendo novios, Claudia y él se quedaron atrapados en un auto por la lluvia; la vez que Claudia y su hijo lo acompañaron en un viaje por varios estados de Estados Unidos cuando jugaba fútbol. Mientras platica levanta las cejas un poquito, agita las manos, sonríe mucho. Solo cuando llega al recuerdo de su última Navidad se detiene y un nudo en la garganta le impide avanzar. Pasan dos minutos que resultan eternos.
“¿Pero sabe qué? Siempre pienso que ya pronto voy a verlos. Cuando hablo con ellos sé que estamos haciendo lo correcto. Mi hijo me dice que me extraña y yo le digo que le eche ganas. Ya está jugando fútbol en la escuela; van a tener un torneo y él es el capitán del equipo —me dice henchido de orgullo—. Y a Claudia la siento tranquila. Apenas le mandé una foto mía reciente, para que vea que estoy bien, que estoy en forma. Para que vaya valorando” —dice, soltando una risa traviesa.
El atardecer en esta región del desierto de Arizona trae consigo una paradoja. Cuando cae la tarde, el crepúsculo derrama una gama de anaranjados-magentas-violeta que juegan a los relieves con las nubes y rebotan en el manto dorado de tierra, un festín de sol y libertad. Pero desde los edificios de Eloy, en el confinamiento que dura días, y semanas, y meses, los detenidos apenas pueden asomarse por los angostos ventanales de fibra de vidrio trasparente que apuntan al poniente.
En Eloy, la abrumadora libertad del sueño americano se cuela apenas por una rendija.