La Internet de las Cosas comenzó a mediados de la década de 1990, cuando un joven y peculiar gerente de marca del Reino Unido se preguntaba por qué un tono de lápiz labial marrón desaparecía de los estantes.
La historia es importante porque la Internet de las Cosas, o IoT (por sus siglas en inglés), se ha vuelto prodigiosa, pero efímera, tan difícil de comprender y explicar como el Espíritu Santo. John Chambers, director ejecutivo de Cisco, declaró que la IoT generará 19 billones de dólares en ganancias, lo cual tampoco resulta útil para entenderla porque, francamente, cuando uno cita un número tan insondable, es difícil no sonar como si estuviera sacándoselo de la manga. Cisco, General Electric y muchas otras empresas en formación han afianzado su futuro a la IoT.
Al igual que una gran cantidad de innovaciones, la IoT surgió de una nueva solución a un viejo problema, y ahora está abriendo nuevas soluciones a toda una serie de problemas. Y al igual que muchas otras innovaciones, la IoT sucedió menos por arte de magia y genialidad que por una gran cantidad de pequeños pasos y lapsos de suerte.
Kevin Ashton nació en 1968 en Birmingham, Inglaterra, hijo de una madre soltera que finalmente se trasladó a Londres y le compró a su hijo una Apple II. A él gustaba jugar con la programación, pero en realidad no era su vocación. Sobre todo, le gustaba escribir. Cuando era adolescente, Ashton trabajó como disc jockey en toda Europa, terminó en Noruega, aprendió a hablar noruego y leyó muchos libros de Henrik Ibsen.
A los veintiún años decidió que tal vez era hora de ir a la universidad, y escuchó acerca de un programa de literatura escandinava en la Universidad de Londres. Dado que pocas de las personas que se inscribieron al programa hablaban noruego o se habían hartado de Ibsen, Ashton logró ingresar.
Mientras estaba en la universidad, se unió al periódico estudiantil y se convirtió en su editor. Hizo amistad con representantes de uno de los mayores anunciantes del periódico, Procter & Gamble. Cuando se graduó, se desilusionó del periodismo.
“No es el misil que busca la verdad que yo esperaba”, dice ahora, y en su lugar se involucró en un bar de fideos de moda llamado Wagamama. Todo esto ocurrió en 1995, y Ashton iba a ayudar a Wagamama a establecer una marca en internet, porque internet era lo más emocionante de todos los tiempos. Pero el fundador, Alan Yau, no tenía dinero para eso, y Ashton se fue. Wagamama opera ahora más de 140 restaurantes en todo el mundo.
Los viejos amigos de Ashton en P&G le ofrecieron un empleo. Trabajaban en modernas oficinas en Londres, por lo que él aceptó. Fue asignado para ayudar a lanzar una línea de cosméticos de Oil of Olay.
Debido a que Ashton era joven y curioso, y no sabía qué era aquello que no tenía que preocuparle, le molestaba ir a su tienda local y encontrar que un tono de lápiz labial de su línea de cosméticos siempre parecía estar agotado. Verificó con las personas de la cadena de suministro de P&G, las cuales le dijeron que había muchos lápices labiales de ese color en el almacén. Sugirieron que todo era una coincidencia: que Ashton entró en la única tienda que no pudo mantener ese color en existencia. Pero Ashton no se lo creyó: quería saber dónde estaba su lápiz labial y qué estaba ocurriendo con él. Nadie se lo pudo decir.
En las décadas de 1980 y 1990, los minoristas invirtieron en sistemas de escaneo de códigos de barras y pensaron que estos sistemas les permitían controlar el inventario. Pero los códigos de barras no podían informar mucho sobre la ubicación de un producto. “Esta ilusión de la información perfecta creada por el código de barras simplemente era exagerada”, afirma Ashton. Su idea de que tenía que haber una manera más exhaustiva de rastrear productos intrigó a los líderes de P&G en Cincinnati, y le pidieron que explorara la idea.
Casi al mismo tiempo, los minoristas del Reino Unido comenzaron a experimentar con tarjetas de fidelidad que incorporaban una tecnología completamente nueva: un diminuto chip “radio-habilitado”, más tarde llamado RFID. Uno de los fabricantes de las tarjetas mostró a Ashton cómo funcionaban los chips, y señaló que los pequeños bits de datos en los chips se podrían transferir de forma inalámbrica, sin un lector.
Mientras conducía en el tránsito, Ashton tuvo una idea: ¿qué pasa si tomo el microchip de radio de la tarjeta de crédito y lo pongo en mi barra de lápiz labial? Si una red inalámbrica pudiera recoger datos en una tarjeta, podría obtener datos de un chip en un paquete de lápiz labial y decirle a la tienda lo que había en los estantes.
P&G era uno de los patrocinadores del Laboratorio de Medios del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT). (La mitad de las grandes empresas estadounidenses patrocinaban el Laboratorio de Medios en aquel momento.) Esto llevó a organizar reuniones entre P&G, Ashton y el MIT, que a su vez llevaron a P&G a prestar a Ashton al MIT para configurar el Auto-ID Center (Centro de autoidentificación) para estudiar el RFID y el potencial para crear “empaques inteligentes”.
Las nuevas ideas nunca ocurren en el vacío. En 2000, el físico del MIT Neil Gershenfeld publicó un libro, When Things Start to Think (Cuando las cosas empiezan a pensar), sobre la adición de datos a objetos de uso cotidiano. El trabajo de Gershenfeld influyó en Ashton. Los ejecutivos de P&G escucharon a Don Tapscott, un autor canadiense que hablaba sobre cómo las redes y datos omnipresentes transformarían las corporaciones. Ashton realizó cientos de presentaciones ante los líderes corporativos sobre el potencial de la RFID y cómo cada chip era capaz de comunicarse con una red inalámbrica y revelar algunos datos sobre sí mismo. Para 2003, el Auto-ID Center tenía 103 patrocinadores, sucursales de todo el mundo y compromisos con los estándares, de manera que cualquier paquete inteligente podría comunicarse con las redes de los proveedores y minoristas.
Los estándares ayudaron a desarrollar el mercado, y se invirtió mucho dinero en lograr que los chips fueran mejores y más baratos. Los medios de comunicación comenzaron a difundir historias sobre, por ejemplo, supermercados donde uno podía llenar el carro con mercancías y pagar en un segundo al empujar el carro a través de un lector inalámbrico. Surgieron muchas más empresas, entre ellas, ThingMagic en 2002. Ashton dejó el Auto-ID Center para unirse a esa empresa.
En la década de 2010, las empresas empezaron a ver que la próxima gran sensación sería enlazar el mundo físico en redes y recoger datos de todo. Consultores como McKinsey escribieron informes. IBM elaboró su campaña Smarter Planet (Planeta más inteligente) evocando un mundo impregnado de datos acerca de las cosas. Cisco, GE y otras empresas subieron al barco. La tecnología de IoT abre formas de ayudar a las ciudades a manejar la congestión, dar seguimiento a las pelotas y a los jugadores de béisbol para recoger datos que servirán para comprender mejor el deporte, y permiten que los dispositivos médicos pidan ayuda cuando las lecturas lucen mal. Los dispositivos IoT están abriéndose camino hasta llegar a las muñecas Barbie y han hecho que el Congreso se preocupe de que todas las cosas conectadas en red pudieran espiar a la gente. Y todo surgió de la pregunta de Ashton sobre el lápiz labial de color marrón.
Ashton no es muy conocido. Tim Berners-Lee se llevó el crédito de engendrar la internet. Douglas Engelbart es elogiado por el diseño de la primera PC moderna. Pocas veces en una conversación sobre la IoT alguien señala a Ashton como el padre de todo ello.
Ashton parece no tener ningún problema con eso. Ha trabajado en varias empresas nuevas de IoT, entre ellas, una que él mismo fundó. Vive actualmente en Austin, Texas, y escribe. Acaba de publicar un libro, How to Fly a Horse: The Secret History of Creation, Invention and Discovery (Cómo hacer volar a un caballo: la historia secreta de la creación, la invención y el descubrimiento). Se trata de la forma en que realmente sucede la innovación, que es menos por parte de magia y genio que por una gran cantidad de pequeños pasos y lapsos de suerte.
En otras palabras, es lo que él aprendió mientras ponía en marcha la Internet de las Cosas.