Todas las mañanas, durante nueve meses, Ekaterina U., una pelirroja con rostro de emperatriz rusa y apariencia de hipster londinense, descolgó el auricular de su teléfono y marcó con una constancia terca el número de su abuela Vera, de 71 años, maestra de profesión y residente en Crimea, la irreverente península que exactamente hace un año se desprendió de Ucrania para volver a su antigua patrona, Rusia.
Desde que por la crisis abandonara la turbulenta Simferópol, la capital de Crimea, ese aparato había sido el símbolo supremo de todo lo que aún la unía con la tierra en la que nació 24 años atrás. Ekaterina no imaginaba que un buen día de enero también dejaría de oír el timbre del otro lado de la bocina. “Al principio no entendí, pero luego me enteré de que las líneas ucranianas ya no funcionan y que ahora para llamar allí hay que marcar el prefijo ruso”, cuenta. El resultado de aquello fue un llanto profundo e interminable, reflejo de esa misma desesperación que había sentido un mes antes, cuando había tenido que renunciar a la Navidad en Crimea a causa de la suspensión de los trenes entre Ucrania y la península. Pero nunca antes —hasta esa frustrada conversación telefónica con el escenario en el que había dado inicio al peor enfrentamiento entre potencias desde el fin de la Guerra Fría— Ekaterina se había sentido tan sola.
El 27 de febrero del año pasado, luego de que la rebelión de Maidán triunfara en Kiev, una cincuentena de hombres encapuchados y armados con metralletas se presentó delante del Parlamento regional de Crimea, lo ocupó, izó la bandera rusa y, en pocas horas, obligó a quien hasta ese momento había sido jefe de gobierno de Crimea, Anatoliy Mogilev, a renunciar a su cargo. Acto seguido, 53 parlamentarios votaron para que Serguéi Aksyonov, exmilitar y empresario, asumiese el mando.
Dieciocho días más tarde, en medio de la desaprobación de casi la totalidad de las naciones del mundo y una tensión militar creciente, Crimea eligió en un referéndum no reconocido por nadie (salvo Rusia) separarse de Ucrania y unirse a Moscú.
Aunque los hechos tuvieron más y variados ángulos, fue así que, hace ahora exactamente un año, Crimea entró en el mapamundi de los conflictos congelados del espacio postsoviético, atándose sine qua non a la autoridad rusa y aislándose del resto del mundo. Tanto más desde finales de este pasado diciembre, cuando incluso fueron canceladas las conexiones por autobús y ferroviarias desde Ucrania (los trenes ucranianos no van más allá de las ciudades de Jersón y Novo Alekseevka y vuelos no hay), siendo ahora solo posible acceder serpenteando a pie o en autos privados a la zona tapón que divide el territorio bajo control de Kiev y Crimea. Y esto, por supuesto, ha desalentado a miles.
Ekaterina observa enfáticamente, intentando mantener la compostura, pero no responde y deja flotar en un enorme vacío sus observaciones, como si hubiese ya un guion preestablecido y triste. Poco de lo que dice es definitivo y mucho es confuso. Ella es una de esos miles de desplazados, una tribu de crimeos que ya no viven en Crimea y que alcanzan los 20 000, según estima la agencia de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), que da una cifra aproximada, pues en las guerras no hay números que valgan certezas. “No sé cuándo podré volver, hasta que cancelaron los trenes iba cada mes y medio, pero no tengo a nadie aquí en Kiev”, relata.
Estar bajo el aislamiento internacional se paga a precio caro. En el caso de Crimea —un millón y medio de habitantes en un territorio un poco más grande que la isla de Sicilia—, el tributo es la subordinación económica y militar de Rusia. Pero no solo bancos como UniCredit, tarjetas de crédito como MasterCard y Visa, y multinacionales como McDonald’s han dejado de operar en Crimea. Del mismo modo, pocas empresas rusas han llegado; ello principalmente por el temor a incurrir en las sanciones de Estados Unidos y la Unión Europea.
“Por eso, ahora en la península se puede pagar casi exclusivamente en efectivo”, cuenta Michael Malkin, un joven que perdió su empleo debido al caos. Así, la batalla militar es también económica, social y cultural, reflejo de una aguda y espinosa polarización social entre los que juegan a ser Rusia y el resto cebado por su animadversión contra Moscú.
Tal vez por ello, en las diez entrevistas hechas para este reportaje de Newsweek en Español a ciudadanos crimeos, fue difícil encontrar un punto en común. Porque si el maestro Lenur, de 26 años, le reclama a Occidente “aceptar nuestra decisión de unirnos a Rusia y basta”, su colega Dimitriy, un pintor de 27 primaveras, todavía confía “en que un día volvamos a ser parte de Ucrania, pues así no hay futuro” para Crimea. Península que, dice el topógrafo Anatoliy, “en la mejor de las hipótesis acabará como Chipre del Norte (cuya independencia solo es reconocida por Turquía)”. Mientras la diseñadora Yuliya, de 26 años, no lo ve así: “Espero que Ucrania nos deje en paz”, afirma.
El problema es que, “si bien el presidente ruso, Vladimir Putin, premió a sus nuevos ciudadanos duplicando el monto de la pensión de 560 000 jubilados y el salario de 200 000 funcionarios públicos, los precios se han disparado, al tiempo que la inflación ha crecido un 38 por ciento y el costo de los alimentos se ha duplicado desde marzo hasta diciembre del año pasado”, explicaba recientemente la agencia Bloomberg, citando a las nuevas autoridades crimeas. Y es que, incluso, a los agricultores crimeos les va mal. Desde que Ucrania suspendió el suministro de agua a la península, apenas se tienen recursos para irrigar aproximadamente el 12 por ciento de su territorio, lo que está estrangulando el campo. Pero si estos se quejan, los hoteleros lloran amargamente. Porque el turismo, otrora una de las principales industrias, ha sido también una de las más afectadas.
En total, de acuerdo con datos de las autoridades crimeas, el antaño destino de veraneo de los zares perdió un tercio de los cuatro millones de turistas ucranianos que todos los años viajaban hasta Yalta y a las otras localidades costeras. Un déficit que no ha sido compensado siquiera por el aumento del 25 por ciento de los turistas provenientes de Rusia.
Eso sí: Crimea ha avanzado en su proceso de construcción de su nuevo estatus de república integrada al territorio de la Federación Rusa. No solo han cambiado los prefijos telefónicos y postales; la moneda, que ahora es el rublo ruso; el huso horario, que ya es el de Moscú y las matrículas de los autos. También se han expedido ya numerosos pasaportes rusos. Pero la rusificación de Crimea también ha sido dolorosa en este sentido. Valga como testimonio que todo lo que antes estaba empadronado como ucraniano, títulos de estudios, por ejemplo, ha tenido que ser validado nuevamente. Además de que no son pocas las admoniciones y denuncias de diversos think tanks especializados en conflictos de que en Crimea hay violaciones de derechos humanos, en particular en contra de la minoría tártara, la cual ha tenido incluso que aceptar que a varios de sus líderes les fuese prohibida la entrada a la península y que sus libros fueran censurados en las escuelas.
Ekaterina suspira y, rígidamente, cierra los ojos. Ella, que decidió irse de Crimea, ha rechazado de momento hacerse rusa y se exilió en Kiev. “Pero aquí también encontré una manzana podrida. Una capital lastrada por la guerra, por la corrupción y la división interna. Con nuevas autoridades ucranianas al poder, sí. Pero que no han cumplido con lo prometido… incluso para las víctimas de la rebelión de Maidán, que dio inicio a todo.”
Mutilados y enfurecidos
El obrero Mykhaylo Malets todavía se despierta algunas noches. Es por el dolor. Todas las operaciones quirúrgicas que le han hecho, primero en Ucrania y luego en Austria, no han podido con ese maldito fragmento de bala que se incrustó en sus entrañas. Sigue ahí, a pocos milímetros de su espina dorsal, después de que cayera herido hace un año en la plaza de Independencia de Kiev, donde empezó una rebelión que se tiñó de sangre.
“¿Que si valió la pena estar en Maidán? Sí, lo haría de nuevo”, reflexiona el hombre. “El problema es que la población se levantó exigiendo derechos y democracia, el poder al mando respondió con brutalidad y Europa y Estados Unidos vieron en ello una oportunidad; entonces llegaron los que no estaban en el poder y lo arrebataron”, añade.
Nadie sabe con certeza cuántos murieron y fueron heridos en los cuatro meses que duraron los enfrentamientos de Maidán, cuya consecuencia más inmediata fue la huida del anterior presidente, Víctor Yanukóvich, y luego la incursión de Rusia en Crimea y el mortífero conflicto en el Donbás. Hay datos aproximados que calculan que más de cien personas fallecieron y setecientas —quizá mil— fueron heridas, la mayoría de ellas durante los meses de enero y febrero de ese año.
Lo que se sabe con certeza es que no hubo justicia. “En un año, bajo el nuevo gobierno ucraniano, solo dos policías y de bajo rango fueron condenados en un juicio público”, confirma a esta revista Denis Krivosheev, responsable para Europa y Asia Central de Amnistía Internacional, organización que este mes ha presentado un informe sobre la violencia policial durante la rebelión de Maidán.
De ahí que no sea de extrañar que los activistas denunciaran el regreso de las (malas) costumbres políticas de los últimos veinte años, mientras ellos mismos también eran engullidos por el viejo sistema.
“Los más afortunados fueron reclutados por los partidos de siempre y acabaron en sus listas electorales”, cuenta Oleksander Ivashkov, exjefe de un batallón de activistas de Maidán. Otros, entre ellos varios de los grupos vinculados a la extrema derecha, se alistaron como voluntarios para luchar en el este. Circunstancia que, sin embargo, también preocupa a muchos.
“Estas personas fueron héroes por muy poco tiempo. Cuando finalmente el objetivo parecía alcanzado, Ucrania ya estaba enfrascada en una guerra”, dice la doctora Oksana Syvak, coordinadora de la ONG E+, que se creó para atender a los heridos de Maidán. Syvak, como también Krivosheev, el responsable de AI, confirman, además, que ninguna víctima recibió compensaciones económicas por sus heridas durante la revuelta.
“Hay días en los que me enloquece ver cómo sigue el país”, confiesa Vitaliy Andreev, un ingeniero de 29 años, sin afiliación política, que huía de los gases lacrimógenos cuando fue alcanzado por una fuerte explosión y perdió el ojo izquierdo. Ivashkov suspira: “Pensábamos que podíamos cambiar Ucrania, pero no, no solo no ha sido así, sino que también han despedazado el país”.
“¿Esto no derrumbaría a cualquiera? Yo creo que sí”, dice, ahora estoica, Ekaterina. “Sin hablar de lo que ocurre en el Donbás… aunque esa es otra historia.”