Dios siempre es el pretexto, pero nunca la causa. Así se resume la historia del conflicto entre Occidente y el islam, desde su primer contacto hasta la actual “islamofobia” que se convierte en el nuevo fascismo de la ultraderecha europea.
En 1094 el papa Urbano II convocó a la que fue la primera de ocho Cruzadas, dos siglos de guerra santa donde la cristiandad se organizó para combatir a los musulmanes. La nobleza y las masas plebeyas comenzaron su peregrinar a Jerusalén para rescatar el Santo Sepulcro que había caído en manos de los infieles. Por lo menos ese fue el pretexto esgrimido por el papa, aunque Jerusalén había caído en manos de los infieles 400 años atrás, y a la cristiandad pareció no importarle durante todo ese tiempo… Pero ahora estaba en juego la posesión y control de puertos y rutas comerciales del Mediterráneo oriental, en manos de turcos y árabes, y eso sí era una blasfemia.
El inicio del desencuentro
Comencemos la historia desde el principio, de cómo un continente y una cultura absolutamente cristiana se convierten lentamente en una extensión del mundo islámico ante la atónita mirada de europeos que no saben cómo reaccionar ante el choque de culturas y se dejan arrastrar por el nuevo discurso de odio que sustituye al histórico y no del todo superado antisemitismo: la islamofobia.
Corría el año 711 y Europa era un mundo cristiano, herencia de una Roma imperial que había impuesto el cristianismo como culto de Estado desde el año 370. En 711, tropas de bereberes africanos, comandados por árabes, cruzaron el estrecho de Gibraltar y comenzaron la invasión de la Península Ibérica, que para entonces no era España, sino el reino de los visigodos. Dos décadas fueron suficientes para que los musulmanes tomaran control del territorio hasta 1492.
Algunos ejércitos musulmanes cruzaron los Pirineos hacia el reino de los francos, pero en 732 fueron derrotados por Carlos Martell en la batalla de Poitiers. A partir de ese momento, los Pirineos fueron la frontera del islam, que ya dominaba todo el norte de África, Oriente Medio y la Península Arábiga.
En torno a 1050 comenzó lo que se conoce como la Reconquista; reinos cristianos del norte combatiendo y expulsando a los musulmanes, en un proceso que duró cuatro siglos y a través del cual se fue conformando la España de hoy. En 1492 los Reyes Católicos derrotaron en Granada a Boabdil el Chico y el islam quedó fuera de la Península.
A las puertas de Viena
En 1492 los musulmanes fueron echados de Europa occidental, pero comenzaba su penetración por el lado oriental del continente, no en manos de árabes, como en el caso ibérico, sino de turcos: pueblos del Asia central que desde el siglo IX comenzaron su penetración en el mundo islámico de árabes y persas, y que fueron estableciéndose lentamente en lo que hoy es Turquía, territorio que entonces era el Imperio Bizantino, sede de la cristiandad ortodoxa.
Desde el siglo XIV los turcos comenzaron a rodear el Mar Negro y penetrar en Europa oriental, a donde también accedieron por el Mediterráneo, después de tomar Chipre y comenzar la conquista de los Balcanes. Para el siglo XV el territorio bizantino se limitaba a la capital, la legendaria Constantinopla, tomada por las tropas turcas al mando del sultán Mehmet II, el 29 de mayo de 1453.
El último emperador bizantino, Constantino XI, murió defendiendo la ciudad. Había suplicado ayuda de la cristiandad occidental y del papa, pero esta nunca llegó. Los intereses comerciales de genoveses y venecianos, clientes y proveedores de turcos y europeos, se impusieron a los intereses religiosos.
Constantinopla cambió su nombre por Estambul y la catedral de Santa Sofía se convirtió en mezquita; un imperio cristiano caía y veía nacer uno musulmán, que en su momento de máxima expansión llegó a dominar toda la Península de los Balcanes, hasta el punto de asediar Viena en 1529 y en 1683. Este es el origen de pueblos europeos musulmanes, como los albaneses, los kosovares, los bosnios y, en menor medida, los búlgaros, además de diversos musulmanes en tierras rusas.
Las consecuencias
del imperialismo
Para el siglo XIX, mientras el Imperio Turco vivía su decadencia y perdía sus territorios europeos, Inglaterra, Francia y Holanda comenzaron su expansión imperial alrededor del planeta y llegaron a todos los rincones del mundo musulmán. Holanda dominó Indonesia y el sultanato de Brunei, Inglaterra fue penetrando en el Indostán hasta someter al Imperio Mogol y el sultanato de Delhi, para luego comenzar el dominio de las costas árabes y el África oriental, mientras Francia dominaba el África occidental y convertía Argelia en la joya de su imperio. El dominio europeo sobre tierras islámicas generó intercambio comercial y cultural, y evidentemente, migración de las colonias a las metrópolis.
Las guerras mundiales también tuvieron influencia en la relación islam-Occidente, particularmente por el apoyo de los árabes a Inglaterra en su batalla contra el Imperio Turco por el dominio de las zonas petroleras, apoyo que dieron a cambio de la promesa inglesa de una gran nación árabe, promesa que Inglaterra no cumplió. Desde entonces había un gran flujo de turcos a Alemania, pakistaníes a Inglaterra y argelinos a Francia.
Tras las guerras, Europa comenzó el proceso de descolonización y fue inventando gran parte de los países de Asia y África, y en este lapso continuó el flujo de migrantes musulmanes a Europa. La mayor parte de las independencias africanas fueron pactadas, pero Francia se aferró tanto a Argelia, que incluso ofreció la ciudadanía a los argelinos. Finalmente Argelia se independizó en 1962, pero muchos argelinos ya vivían en París con pasaporte francés. Sus hijos y nietos son los musulmanes legalmente franceses de hoy.
Los hijos de la verdad absoluta
Dicha paternidad cultural incrementa el problema, pues tanto occidentales como musulmanes son hijos de la verdad absoluta. Desde tiempos de Platón, la cultura griega, uno de los pilares de Occidente, ya había atacado el relativismo cultural y se habían convencido de la existencia de una sola verdad, una verdad absoluta, concepto de verdad al que además relacionaban con la razón. Desde entonces se piensa que tener la razón es tener la verdad, y que ser poseedor de la verdad da derecho a matar a los que no la comparten. El problema principal estriba en que la razón depende del que elabora el discurso racional, y normalmente todas las partes involucradas en un conflicto tienen la razón, por lo menos sus razones.
Las ideas de Platón fueron una de las más importantes fuentes de pensamiento de los que se nutrió la nueva cultura cristiana, que mantuvo la idea de una sola verdad, absoluta, eterna, inmutable, y para colmo endilgada a Dios, a la visión europea de Dios. Pensar diferente era ir en contra de la verdad y, por lo tanto, del Creador, lo cual solo podía ser castigado con la muerte. Al igual que el judaísmo del que emergió, la cristiandad era hija y defensora de la única verdad.
Dos siglos después, tomando la misma historia de la salvación judeocristiana, su mismo Dios, mismos mandamientos y mismos profetas, el desierto árabe vio nacer el islam, otra forma de venerar y creer en el único Dios. Fieles a su herencia, y a la razón griega en la que también se basaron para desarrollar su teología, los musulmanes también fueron hijos de la verdad absoluta.
Laico o no, el mundo occidental nunca ha abandonado la arrogancia cultural de sentirse los poseedores de la única verdad, y la imposición de esa verdad fue el pretexto de medio milenio para dominar el resto del planeta. Los españoles llevaban la verdadera fe, los británicos llevaban la civilización y los estadounidenses llevan la libertad y la democracia. Cambian las formas, pero el fondo es el mismo: mi visión es la única visión correcta.
A los musulmanes les ocurrió lo mismo: un solo Dios, un solo profeta, un solo libro; es decir, una sola forma de ver y entender el mundo, la mía, que es evidentemente la correcta y por la que es justo, incluso piadoso, matar a los que no la comparten. Es importante decir que, en todos los casos, esta es solo la visión de los fundamentalistas, y de esos hay en todas las religiones. Todo lo anterior subyace en el conflicto entre Europa y el islam, y es desde luego un punto de vista desde el que jamás se podrá llegar a un acuerdo.
La tiranía de la identidad
En una Europa de 730 millones de habitantes, incluida la parte europea de Rusia, hay 60 millones de musulmanes, 18 millones de ellos en países de la Unión Europea. Bulgaria es el país de minoría musulmana más importante, 7.5 millones que constituyen el 12 por ciento de la población; hay 3 millones en Alemania, 2 millones en Inglaterra, un millón en España, y 6 millones en Francia, el 8 por ciento de su población.
Dios es siempre el pretexto, pero nunca es la verdadera causa. El fenómeno que vemos en Europa es miedo, los europeos le tienen miedo al islam, pues es un temor arraigado en su cultura, su historia, su pasado… es un tema de identidad; la prisión de la identidad. Europa se construyó con una identidad cristiana, y como toda identidad necesita una otredad; ese otro, ese extraño, ese desconocido al que hay que temer para cohesionar la identidad, siempre fue el islam.
Muchos episodios históricos avalan esa identidad y esa otredad; la lucha contra el islam formó España y cohesionó Europa durante las Cruzadas, la eterna batalla de los Habsburgo contra los turcos dio sentido a su imperio, y Francia en especial fue del todo moldeada por su relación con el cristianismo, desde ser su baluarte en tiempos del papado en Aviñón, hasta negarlo tajantemente en tiempos de la Revolución. El origen de ese lazo indisoluble entre Francia y la cristiandad es precisamente la batalla de Poitiers, un hito histórico francés donde ellos y solo ellos se erigieron como los defensores de la cristiandad en contra del islam.
Se habla mucho del derecho a tener una identidad, pero nada se habla del derecho a no tener ninguna, a no ser encasillado por ninguna etiqueta, sea política, nacionalista, religiosa o de otro tipo. En Europa no se liberan de la prisión de la identidad y esa es la base del actual conflicto islamófobo: identidades, esas etiquetas que le hacen pensar a los seres humanos que son distintos unos de otros.
Las identidades se han fabricado desde siempre, por los poderosos, para hacer a las personas idénticas, para limitarlas, guiarlas, controlarlas, y como ha demostrado la historia, usarlas como armas en las guerras. Las etiquetas sirven para generar odio y miedo, y precisamente el odio y el miedo es el alimento de muchos políticos, de los de los extremos, sean de izquierda o de derecha. Francia siempre se ha creído el baluarte de la libertad, pero ni siquiera permite a sus ciudadanos la libertad de elegir una u otra identidad, la libertad de ser individuos que sean lo que quieran ser, pues parece que ciertas ideas o estilos de vida atentan contra lo que muchos piensan que debe ser un francés.
El académico francés Olivier Roy, experto en islam, habla de que el musulmán promedio está mucho más integrado de lo que hacen pensar políticos y medios de comunicación, y que hay pocas escuelas y organizaciones musulmanas. Es decir que la islamofobia está menos basada en la realidad que en discursos de identidad que buscan la homogeneización de Francia y el francés, y que utilizan, como en el pasado con los judíos, a grupos minoritarios y con otras identidades como chivos expiatorios y culpables ficticios de los problemas que los sistemas europeos ya no pueden, saben o quieren solucionar.
El propio primer ministro francés, Manuel Valls, dice que en Francia hay un apartheid social y étnico, fracturas sociales que tienen su origen en la desigualdad, tensiones que llevan años acumulándose, la sensación entre muchos desposeídos de que hay ciudadanos de segunda. No olvidar que Nicolás Sarkozy habló durante todo su mandato de redefinir al francés, y precisamente hablaba de una redefinición racista según rasgos étnicos, creencias y, desde luego, religión. Redefinición que, de haberse dado, habría dejado fuera de Francia al propio Sarkozy.
No nos enfrentamos a un problema de religiones o al choque de civilizaciones de Samuel Huntington; nos enfrentamos a un fenómeno de pobreza, marginación y segregación. La pobreza no se limita a los musulmanes, hay franceses, cristianos y blancos que también son miserables, pero esa prisión de identidades en las que vive Europa, con Francia como uno de los mejores ejemplos, hace que el musulmán sea una de las principales víctimas de ese flagelo.
Así, la pobreza, la miseria, la frustración y el desencanto generan que, por un lado, algunos jóvenes musulmanes opten por el fundamentalismo, y por el otro, que un gobierno sin soluciones reales prefiera poner en el mismo cajón a todos los musulmanes y señalarlos como culpables de todos los males.
Y claro, toda esta tensión, este descontento, esta problemática, que es mucho más social y económica que religiosa, es el caldo de cultivo perfecto para que los políticos racistas de la extrema derecha, como Marine le Penn, recurran al discurso de odio para ganar puntos y aumentar su poder político. Los extremistas de la política apuestan a una ley para expulsar musulmanes. Las identidades siguen siendo una prisión para crear masas amorfas. El nacionalismo se mantiene como discurso de odio. Nada ha cambiado desde tiempos de Hitler.